La base argumental de la última creación firmada por Álex de la Iglesia y Jorge Guerricaechevarría funde las premisas de En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981) y Dragon Ball (Akira Toriyama, 1986-1989). Si en la película de Spielberg, los nazis no escatimaban recursos para localizar el Arca de la Alianza que, según sus rocambolescas teorías, se convertiría en el arma definitiva para alcanzar la dominación mundial, en la nueva producción de HBO Europa el objeto que separa a la corriente herética de los cainitas de alcanzar el mismo propósito que Hitler no es otro que la colección de las treinta monedas por las que Judas vendió a Jesucristo. Si en la primera de las aventuras protagonizadas por Indiana Jones (Harrison Ford) bastaba con una reliquia, en la teleserie española el milagro maléfico necesitará completar más etapas para producirse y, como ya sucedía en la ficción animada de Akira Toriyama, hasta que no se reúnan las tres decenas de chapas (allí las 7 bolas) no habrá epifanía satánica, ni Mefistófeles al que pedirle deseo alguno. Una de esas piezas de plata aparecerá en el pequeño pueblo de Pedraza (Segovia). Su custodio es el padre Vergara (Eduard Fernández), un cura de oscuro pasado y pintas de campeón de los pesos medios en una cárcel turca, quien ayudado por Paco (Miguel Ángel Silvestre), el alcalde, y Elena (Megan Montaner), la veterinaria, tratará de evitar que la secta se apropie del vil metal que les permitirá hacerse dueños de la Iglesia Católica, primero, y del mundo, después.
Si el planteamiento no puede desligarse de las filias temáticas desarrolladas por el director bilbaíno en algunos de sus trabajos anteriores -lo diabólico infiltrándose en lo cotidiano (El día de la bestia), la mirada despiadada sobre una pequeña colectividad (La comunidad), la relectura de la historia (Balada triste de trompeta)-, los problemas de cohesión estructural que ya se observan en el piloto (y que se van acrecentando a medida que la serie avanza) también se espejan en las inconsistencias que lastraban películas como Las brujas de Zugarramurdi (2013) o Mi gran noche (2015). Como sucede en buena parte de los guiones que Jorge Guerricaechavarría ha firmado en el último lustro, la lógica interna parece no constituir un requisito para su aprobación por parte de las productoras. Si en thrillers como Hasta el cielo (Daniel Calparsoro, 2020), Quien a hierro mata (Paco Plaza, 2019), o El aviso (Daniel Calparsoro, 2018), estas incoherencias saltaban como flashes puntuales que enceguecían todo el conjunto, aquí las leyes de causalidad han sido sacrificadas desde el principio en aras de una presunta diversión. El hecho de que nos enfrentemos a un relato fantástico en el que el terror se hermana con la crítica de costumbres y el humor corrosivo no implica que haya que renunciar a la consonancia entre los acontecimientos y las reglas fijadas por la propia historia. Bastan solo dos secuencias para entender que De la Iglesia y su habitual coguionista nos piden no ya que suspendamos la credulidad, sino que la encerremos en un sótano bajo siete llaves.
30 monedas arranca con la entrada en un banco de un señor que no duda en descerrajar tantos tiros como sean necesarios para apropiarse de una de las codiciadas cecas que se esconde en la cámara de seguridad de una entidad suiza. Mientras sus disparos van mandado al otro barrio a los numerosos guardias de seguridad que custodian la lujosa sede, los impactos que el atracador recibe no le causan ningún mal. Después sabremos que el amuleto que lleva atado al cuello le protege de cualquier daño, incluso de la muerte misma. Basándonos en este prólogo ya sabemos que A) no estamos ante una serie realista (algo que también denota el ‘flou’ de la fotografía de Pablo Rosso), B) veremos cosas inverosímiles (no problemo) y C) los interesados en robar la moneda están dispuestos a cometer una masacre en pleno centro de Ginebra con tal de hacerse con ella.
Este último apunte ya debería ponernos sobre aviso. A medida que corran los minutos de este primer episodio con dimensiones de largometraje, la pregunta se hace imperativa: si una organización vinculada a la Iglesia, con licenciados en ciencias ocultas expertos en la invocación de poderes sobrenaturales, ha sido capaz de asaltar un banco suizo utilizando métodos indelicados, amontonando cadáveres de seguratas bajo el mostrador y haciendo más ruido que un coro formado por Max Cavalera, Phil Anselmo y Al Jourgensen ¿por qué demonios no se plantan en Pedraza -un pueblo pequeño tal y como nos lo presenta la propia serie- y cometen un pequeño genocidio? Si, como más adelante sabremos, esa moneda es la última pieza que formará la llave que da acceso a un poder omnímodo, ¿qué tan problemático resulta sacrificar a unos cuantos lugareños?
Asumamos esta contradicción -todo sea por el disfrute (!)- y pasemos a la segunda secuencia. Elena, la veterinaria del pueblo, asiste el parto de una vaca. Junto a ella hay otras nueve personas. Algunas graban el alumbramiento con el móvil. Ella, en tanto experta en estos asuntos, es la única capacitada para llevar a buen puerto la intervención. Fuera del establo arrecian el viento y la lluvia. Cuando Elena empieza a sacar a la cría, una de las puertas laterales golpea contra el marco causando un ruido molesto y ella anda hasta el portón principal para cerrarlo y que no haya corrientes. Un momento. ¿Por qué va ella? Si hay otras nueve personas, ninguna de las cuales puede ayudar al ternero a nacer, ¿por qué tiene que ir la veterinaria a correr la puerta? Pues porque si no va ella, no hay historia. A su regreso, sacará a la criatura y descubrirán que es un niño y esa (ilógica) carrerilla de Elena será el único sustento argumental que tenga el padre Vergara para decir que ha habido un cambiazo y ponga en duda el testimonio de la veterinaria.
Nimiedades, dirán algunos. Tal vez, sino fuera porque son una constante. Las elipsis se utilizan para ahorrar explicaciones (la secuencia del bebé en el campanario: ¿dónde estaba el niño? ¿quién lo tenía? ¿cómo llega a las manos de Antonio (Javier Bódalo), el tonto del pueblo?) y hacen que el andamiaje de la serie se tambaleé seriamente -si los cainitas comandados por el cardenal Santoro (Manolo Solo) codician tanto esa reliquia, ¿cómo es posible que entre el episodio 1 y 2 pase un mes?. En las estructuras narrativas seriales contemporáneas es habitual que se intercalen tramas capitulares con otras de largo recorrido a las que se suman otras que pueden abarcar arcos episódicos de distinta longitud. La claridad es fundamental para que el espectador no se pierda en exceso y, sin embargo, en 30 monedas ese híbrido entre serie de antología -es un álbum de monstruos en el que cada episodio es un sobre que contiene un cromos– y serialización no cuaja. Y no lo hace por razones de muy distinta índole. Vayamos con algunas: porque las relaciones entre los personajes resultan desconcertantes (en un pueblo pequeño una veterinaria que lleva dos años allí no conoce a la mujer del alcalde) o increíbles (el matrimonio formado por Miguel Ángel Silvestre y Macarena Gómez); porque algunos roles están moldeados a capricho para que el guion avance (el tonto del pueblo es el vigilante de esas fuerzas oscuras que le hablan y acto seguido quiere lanzar al bebé desde lo alto del campanario porque “traerá todo lo malo”… ¿En qué quedamos? ¿Tú ‘pa’ quién vas? Antonio es, de hecho, un personaje-comodín) y porque otros, débilmente desarrollados, jamás rebasan la categoría de estereotipo (desde los grupos -las marujas, los tertulianos, etc.- a los individuos -el marido chapado a la antigua, el guardia civil bobalicón, etc.). Más cosas: a pesar de la confusión narrativa, abundan las sobreexplicaciones, como el doble flashback para mostrarnos dónde escondía la moneda Giacomo, aquel joven al que el padre Vergara se cargó en un exorcismo. Las reiteradas peroratas sobre la lucha entre el bien y el mal tampoco aportan mayor novedad después de la primera mención en la que se explica en qué consiste la doctrina cainita (episodio tercero).
Si los gelatinosos cimientos dramáticos exigen la fe del converso para seguir paseando por el templo que De la Iglesia ha levantado a mayor gloria de la serie B, el imaginario que decora las paredes tampoco invita al regocijo (algo que sí sucedía, por ejemplo, en Ratched). Ese contar impetuoso, expansivo y atropellado cuyo poder acumulativo pretende sepultar bajo un alud de set pieces los agujeros del guion no es especialmente atrevido ni novedoso. Salvo algunas conversaciones resueltas con planos y contraplanos (principalmente las que tienen lugar dentro del coche si hablamos de este 1.01), durante el resto del metraje la cámara no para quieta sin que, en la mayoría de las ocasiones, uno encuentre motivaciones que justifiquen esos movimientos. Otro tanto sucede con el montaje. La, por algunos alabada, secuencia de la ambulancia registra el accidente utilizando nada más y nada menos que 11 cortes, buscando imprimir esa sensación de velocidad que apenas permite ver qué está sucediendo, en lo que supone la aplicación de un concepto de edición deudor de unos estándares afianzados por adalides del mainstream como Michael Bay (por poner el ejemplo más obvio). Los pasajes mejor resueltos no dejan de remitir a películas o series anteriores y las soluciones visuales que aporta el director vasco están lejos de mejorar los referentes originales.
El director de El bar (2017) va superponiendo citas con una remachadora industrial para luego aplicarles una capa de humor esperpéntico y distanciador (de hecho, su marca estilística más reconocible procede de ese cruce intergenérico y no tanto de una puesta en escena cada vez más fabril). Se trata de hermanar tradiciones muy distintas con la serie B como coartada, de buscar la feliz convivencia entre Crónicas de un pueblo (Juan Farias, 1971-1974), Historias para no dormir (Narciso Ibáñez Serrador, 1966-1982) o la obra de directores como Jorge Grau o Eugenio Martín con series como La dimensión desconocida (Rod Serling, 1959-1964) o Expediente X (Chris Carter, 1993-2002), el cine de John Carpenter, películas menos obvias como El regreso de Martin Guerre (Daniel Vigne, 1982) o sagas como James Bond (la multiplicidad de escenarios) o Superman (con Silvestre recuperando la faceta pusilánime del Clark Kent de Christopher Reeve). Para observar esto detengámonos en la parte final de este ‘Telarañas’ en la que el personaje (brillantemente) interpretado por Carmen Machi adquiere todo el protagonismo: del bebé de ¡Estoy vivo! (Larry Cohen, 1974) pasamos a Norman Bates (las tijeras, la escalera, el look de Machi), de ahí a la versión tricotada del nido de Aliens (James Cameron, 1986) y a un homenaje combinado a El exorcista (los cambios de voz, la posesión) y Nosferatu (¡ese levantarse como un resorte!). En la ya comentada secuencia de la ambulancia reviviremos el despertar de Hannibal Lecter (Anthony Hopkins) en El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1992) y veremos en todo su esplendor a la criatura que amedrentaba a Kurt Russell en La cosa (John Carpenter, 1982). Conforme vayan superando capítulos -y siempre que les interese el género- repararan en que están viendo trocitos de adaptaciones de Stephen King -La niebla, La tienda- o de Lovecraft, detectarán guiños a El señor de los anillos (la atracción por la moneda es idéntica al del Anillo Único) o al Snake Plissken (Kurt Russell) de 1997: Rescate en Nueva York (John Carpenter, 1981) … ¡Pero si incluso se toparán con la versión pascual de 300 (Zack Snyder, 2006)!
Los amantes del fantástico que no exijan otra cosa que descodificar citas y encabalgar sustos encontraran en 30 monedas el placer de los instruidos. El peso que la religión todavía sigue teniendo en nuestro país -más aún en un entorno rural y escasamente poblado- sirve como pretexto para fabricar un producto de entretenimiento infestado de arbitrariedades, vaciado de cualquier intención crítica y que parece obedecer a una estrategia glocal que pasa por fundir los terrores nacionales con los tótems del género, todo bajo una mirada entre reivindicativa y nostálgica que ni alcanza a proponer un ejercicio pedagógico al estilo de Kill Bill (Quentin Tarantino, 2003-2004) ni conquista el grado de coherencia estilística (la construcción de las imágenes puesta en relación con las tortuosas mentes de los personajes) de maestros como Dario Argento. En realidad, a lo que más se asemeja 30 monedas es a Stranger Things, solo que en la serie de los hermanos Duffer prima la claridad de la Amblin y aquí se imponen las texturas sucias propias de la serie B. El gusto es soberano -hay quien se lo pasa en grande viendo curling – pero ello no debería impedir el señalamiento de los evidentes problemas que presenta la hasta ahora última teleserie estrenada por la filial europea de HBO.