'Devils' e 'Industry': finanzas, farlopa y Dom Perignon
La serie 'Devils' apuesta por el thriller geopolítico mientras que en 'Industry' asistimos a la progresiva transformación de unos personajes zarandeados por la codicia y la inseguridad
En el mercado de valores incluso la muerte tiene un precio. En Devils (Elena Bucaccio, Mario Ruggeri, Alessandro Sermoneta, Daniele Cesarano & Guido Maria Brera, 2020), veremos a Ed Stuart (Ben Miles), aspirante a vice-CEO del New York London Investment Bank, decorar el suelo de la sede del banco con sus sesos. La cancelación de la cuenta vital no siempre culmina con una estampa funeraria-deportiva -ese clavado mortal contra un mar de mármol recién pulido-, a veces, como en Industry (Mickey Down & Konrad Kay, 2020-?) el final autoinfligido se exhibe ante los demás adoptando formas menos llamativas, como la de un pie que asoma por debajo de la puerta de un baño, preludiando el cuerpo inerte de Hari Dhar (Nabhaar Rizwan), un trader en fase de prueba que vende todos sus activos de oxígeno tras comprobar que ha entregado un importante informe con dos tipos de letra distintos (un error imperdonable que le costará el puesto). Sea como fuere, en ambos casos, la muerte queda asociada a la depredación económica promovida desde del sector punta de lanza del neocapitalismo, los bancos de inversiones como el que comanda Dominic Morgan (Patric Dempsey) o Pierpoint & Co., cuya sede es escenario principal en el que se desarrolla Industry.
Las dos teleficciones -la primera un original de Sky Italia estrenado en España por Movistar + el pasado 3 de febrero y la segunda, una coproducción BBC-HBO-Bad Wolf que se lanzó en nuestro país en noviembre de 2020- comparten ecosistema y modelos de conducta, por más que Devils esté situada en el periodo 2008-2011 e Industry remita a la actualidad. Jornadas laborales XXL, monitores que titilan como Madrid en Navidad o en campaña electoral, conversaciones gritadas y gente que viene y va sin saber muy bien si viene o va ni por qué. Luego están la competitividad de una pelea de pitbulls entrenados por Mourinho y Bordalás, la presión asfixiante nivel control de la Guardia Civil justo el día que te has tomado una birra después de salir del curro, o un sistema de baremación binario que no entiende de procesos y que únicamente valora el éxito. Un código profesional cuya leonina exigencia termina por emponzoñar la totalidad de una vida en la que no queda espacio para lo ajeno al trabajo. En los resquicios que deja la profesión -y casi siempre pegado a sus junturas- surgen las relaciones sentimentales fugaces, inestables y tempestuosas, brota la infidelidad como el musgo común, se cultivan las amistades frágiles y la volubilidad marchita los afectos. El modo de vida que impone el trading no admite compartimentaciones, el nivel de adrenalina que se alcanza jugándose los millones de otros no puede rebajarse pulsando un pedal de freno, así que ya sea para mantener estable el frenesí derivado de lo laboral o para aliviar la tensión en esas elásticas sesiones de afterwork que se extienden hasta el día siguiente, las drogas forman parte de la dieta habitual de esta patulea de ‘maquiavelos’ trajeados. Aunque en Devils la cocaína tiene un papel más residual y aparece vinculada a un uso recreativo, en Industry uno corre el riesgo de intoxicarse por los ojos tras devorar cada episodio. Farlopa, ketamina, modafinilo; sustancias legales o ilegales consumidas indiscriminadamente para mantenerse despiertos, para producir más, para sentir más, para divertirse más, más, más. Un comportamiento que lleva inscrito el ADN propio de la profesión, la dictadura del profit asociada a la propia vida, la imperiosa, asfixiante, destructiva necesidad de crecer y crecer y crecer, de acumular ganancias a costa de personas o de países, de vivir la vida sin freno, de quemar el dinero para comprarlo todo, incluso las almas.
Pactar con el diablo
Más allá de los llamativos parecidos entre las dos teleseries citadas, las diferencias entre ellas son ostensibles. Devils es un europudding al que le sobran ingredientes y minutos de cocción. La receta incluye una base de guionistas italianos encargados de adaptar la novela original de Guido Maria Brera, espolvoreada con harina británica (tres escritores más procedentes de las islas) y rellena con un elenco actoral entre exótico e incomprensible: un italianazo como protagonista (el Alessandro Borghi de la interesante Sulla mia pelle), una española que hace de argentina (Laia Costa), un danés emulador de Julian Assange (el siempre fiable Lars Mikkelsen), una polaca que a veces parece italiana (Kasia Smutniak por momentos recuerda a la Ivana Lotito de Gomorra), un puñado de actores ingleses (con Ben Miles y su torva expresión a la cabeza) y una estrella norteamericana (Patrick Dempsey dejando atrás la imagen del doctor Derek Sheperd y poniendo muecas a lo Satán de South Park). La presentación final corre a cargo de los directores Nick Hurran (Doctor Who, Sherlock) y Jan Michelini (Los Medici) y, después de probarlo, el plato exige tragarse un puñado de antiácidos para alcanzar la paz estomacal.
Devils apuesta por el thriller geopolítico, vincula las operaciones del banco de inversiones que preside el mefistofélico Dominic Morgan con los distintos desastres que se produjeron durante la primera década del nuevo siglo, desde ‘el corralito’ argentino en 2001 a la crisis de las subprime pasando por la caída de Gadafi. La aproximación maximalista tiene su correlato íntimo en la lucha por el puesto de vice-CEO entre el joven Massimo Ruggiero (Borghi) y el veterano Ed Stuart (Miles), una disputa que, como ya hemos avanzado, no va más allá del piloto y pasa a convertirse en un whodunit (¿por qué se suicidó Ed Stuart (si es que se suicidó)?). El tutti fruti creativo también es el sabor predominante en lo referencial. El improbable sumatorio gastronómico no logra que mariden satisfactoriamente el destilado de maldad entresacado de Pactar con el diablo (Taylor Hackford, 1997) con una nueva versión de ese refresco desbravado que ya era El quinto poder (Bill Condón, 2013). Dicho de otro modo, el uso por parte de Ruggiero de una plataforma informativa clandestina para derrocar a su jefe es un cóctel imposible. No ayudan esos speeches reiterativos y machacones sobre Lucifer situados al principio y al final de cada episodio -la cita a la mediocre película de Hackford es más que evidente, por más que Devils carezca de cualquier presencia sobrenatural. También podría sacarse a colación La tapadera (Sidney Pollack, 1993) -con la que la teleserie de Sky comparte la visión sectaria del mundo empresarial; abogados y brókeres como distintas especies de la misma familia- pero incluso el Pollack menos en forma le da sopas con onda a la farragosa teleserie italo-franco-británica (igual me he dejado alguna nacionalidad por el camino).
Para terminar con los guiños, digamos que el Gordon Gekko (Michael Douglas) de Wall Street (Oliver Stone, 1987) no dejaría que Dominic Morgan se limpiara la suela de sus zapatos en la alfombrilla de entrada a su despacho. Devils enrevesa sus tramas para fingir complejidad: a la incomprensible jerga bursátil que, lógicamente, colma este tipo de ficciones se le suman idas y venidas temporales (para que todo quede aclarado, desde las culpabilidades hasta las motivaciones de los personajes), una investigación policial digna de Mortadelo y Filemón, romances tortuosos y una dirección insidiosamente vertiginosa, con continuos cambios de plano que no siempre (de hecho, casi nunca) están justificados por la tensión de las situaciones (la sensación de que la cámara ha sido poseída por el espíritu del demonio de Tasmania no se les borrará de la mente ni tomándose un par de orfidales).
Los cachorros de Wall Street
En Industry la muerte de Hari no se explica mediante conspiración alguna: la culpa es del trabajo mismo, de no poder responder positivamente a las expectativas que la compañía ha depositado en ti, oh joven recién ingresado en la antesala del exclusivo club de los aspirantes a Jordan Belfort. A la teleficción de HBO/BBC no le interesan los posibles asesinatos ni la macroeconomía, su visión del mundo de las finanzas es mucho más terrenal, más próxima a la descripción de ambientes y conductas. Estamos ante una ficción coral que pone el foco sobre un grupo de graduates que pasan su fase de pruebas en el banco de inversión Pierpoint & Co. Por distinta que sea su extracción social -Harper Stern (Myha’la Herrold) procede una familia humilde y desestructurada y ha falsificado un título universitario que no tiene para acceder a la compañía (una premisa muy muy difícil de engullir), mientras que una habitación del apartamento de Yasmin Kara-Hanani (Marisa Abela) en Notting Hill cuesta 3.000 libras al mes- el objetivo de todos ellos es que su culo ocupe una de las sillas libres en la empresa. En el amor, en la guerra y en las finanzas todo vale, así que como si estuviéramos ante uno de los documentales de naturaleza de La lucha por la vida, veremos como un puñado de veinteañeros se destrozan sin piedad, asumiendo las enseñanzas de unos superiores con los escrúpulos del doctor Mengele (a ver, hablamos de gente a la que el suicidio de un compañero le supone un aumento del bonus, por si la comparación les parecía excesiva). El individualismo rampante, las traiciones intestinas o poner todos los medios al alcance al servicio del fin son algunos de los puntos incluidos en un manual de instrucciones que termina con un apéndice de aforismos que bien podrían haber firmado al alimón Rasputín, Atila y Jeffrey Epstein: “los errores son un privilegio”, “solo es una adicción si no puedes pagarla”, “el cinismo, al fin y al cabo, es sinceridad”. Con ese libro de estilo bajo el brazo, los herederos de Lucrecia Borgia y Bernard Madoff echan más horas de oficina que el rótulo de la empresa. Después, en mitad del estruendo sordo de los disparos de cocaína, la noche se desangra en un amanecer malva y las pupilas dilatadas se acostumbran a ese color fronterizo cuyo poder indicativo carece de influencia sobre los relojes biológicos de los nuevos tiburones, predadores hambrientos de dinero y de sexo a los que la vida que les ha tocado parece quedárseles pequeña.
El primer episodio de la serie creada por Mickey Down y Konrad Kay, dirigido por Lena Dunham (Girls), termina con el plano que abre esta entrada. Harper se ha gastado parte de una prima pagándose una noche en un hotel de lujo. Desde sus ventanales observará la City londinense, el lugar al que ha llegado para quedarse, el mundo que pretende conquistar (está rodado con ligero picado, de manera que parezca que el personaje contemple su objetivo desde una posición de superioridad). Esa toma resonará sobre el plano final del cuarto episodio, un contrapicado que ilustra la reunión callejera entre Harper y su jefe Eric Tao (Ken Leung): los dos han llegado al campo base del K-2 empresarial desde la base, nadie les ha ayudado, se reconocen el uno en el otro y Eric bancará a Harper en su ascenso definitivo (de ahí ese emplazamiento con el gran edificio de Pierpoint & Co. a sus espaldas).
Si en Industry podemos identificar cuatro protagonistas -Harper, Yasmin, el inconsciente Robert Spearing (Harry Lawtey)) y el infravalorado Gus Sackey (David Jonsson)-, en función de ese plano que cierra ‘Induction’ y del final de la serie, no es atrevido concluir que Harper es la principal conductora del relato. De hecho, Down y Kay utilizan este póker de personajes para identificar las diferentes alternativas al compromiso profesional y moral que demanda el trabajo bursátil, opciones que van desde la asunción, con todas las consecuencias, de las reglas del trading (Harper) al portazo elegante que da Gus en su despedida y que no está exento de cierta superioridad moral (queda la quinta opción, que es la que representa Hari).
Harper -la que viene de abajo- es la que aplica con conocimiento de causa las máximas que ha ido metabolizando durante su periodo de aprendizaje: utilizar su condición de mujer para conseguir posiciones de privilegio (denuncia un acoso y luego se retracta en función de sus intereses), apelar a una pseudoconciencia de clase para empatizar con su superior, valerse de las relaciones de amistad para alcanzar sus objetivos, para lograr un puesto de alto nivel en el mundo de la banca de inversión y cumplir con esa promesa que parece hacerse a sí misma al final del primer episodio. Harper es una alimaña con la que, sin embargo, logramos conectar en no pocos momentos, sobre todo en ‘Sesh’, cuando una mala combinación entre conocimientos y ambición termine en una gran cagada que le costará un montón de dinero a uno de los clientes más importantes de la empresa. Ese es uno de los grandes activos de la teleficción británica, asistir a la progresiva transformación de unos personajes zarandeados por la codicia, pero también por la inseguridad, observar cómo las relaciones entre ellos se envenenan en un entorno que esconde su podredumbre detrás de fiestas lujosas en las que el Dom Perignon se sirve a granel. El principal problema sea, quizá, cierta morosidad en su desarrollo, una laxitud que no tiene nada que ver con su endiablado ritmo, sino en la sobrexplotación de algunos lugares comunes (fiestas) y en la indefinición de determinadas tramas que, como la subyugadora relación entre Yasmin y Robert, no termina de concretarse (lo peor de la función es, sin duda, lo duradero de la relación entre Yasmin y su novio Seb (Jonahtan Barnwell), alguien que tendría problemas para aprobar cuarto de la ESO aun dejándole copiar).
El diseño de personajes, los diálogos incisivos y la tensión derivada del montaje de algunas secuencias hacen de Industry una teleficción poco condescendiente y no obstante adictiva, temáticamente afín a títulos como El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013) o Exit (Øystein Karlsen, 2019) -también convendría citar Margin Call (J.C. Chandor, 2011)-, obras en la que la amoralidad de sus personajes (aquí no se salva nadie) contiene esa mezcla de atracción y rechazo que hace que no despeguemos los ojos de la pantalla (las drogas, los desfases erótico-festivos y la música electrónica a cargo de Nathan Micay que tan bien conecta profesión, ocio y relaciones personales, ayudan mucho). Conviene, no obstante, evitar cualquier confusión entre el interés que, en tanto personajes, despiertan arribistas como Harper o profesionales del cinismo como Jordan Belfort, y la identificación con los valores que propugnan, malinterpretación de la que Industry se aleja en todo momento sin dejar de señalar que la posibilidad de embolsarse cientos de miles de euros por un par de horas de trabajo puede resultar fascinante. Para Harper lo es. Para Massimo Ruggiero, también.