La periodista Kim Wall fue vista por última vez a las siete de la tarde del 10 de agosto de 2017. En la última imagen que se tiene de ella la vemos en la torreta de un submarino junto a Peter Madsen, propietario y constructor del Nautilius UC3, con quien Wall ha concertado una cita para hacerle un reportaje. Esa fotografía imprecisa y final -ella con su chaqueta naranja, él de verde- será la primera prueba de lo que los medios de comunicación daneses bautizaron como ‘El caso del submarino’. A la desaparición de Wall, denunciada por su pareja a la mañana siguiente; a la búsqueda de la nave, que a las 11 de la mañana del 11 de agosto se había hundido tras ser avistada apenas media hora antes, y al posterior rescate de Madsen -que inicialmente confesó haber dejado a la joven reportera en su casa-, le sucedió el hallazgo de un torso en la playa de Amager. Entre la volatilización de Wall y la aparición fortuita de la primera de las partes de su cuerpo transcurrieron diez días.
Esta somera explicación del caso contiene suficientes elementos para comprender la aproximación narrativa y estética que Tobias Lindholm (Borgen, La ruta del dinero) realiza sobre los hechos reales en The Investigation, miniserie estrenada por Movistar + en diciembre de 2020 y ahora disponible bajo demanda, una rigurosa dramatización de la labor llevada a cabo por la Unidad de Homicidios de la Policía de Copenhague comandada por Jens Moller (Soren Malling). Para lo que aquí nos ocupa, el dato de mayor relevancia hace referencia al tiempo, a esos diez días que se consumieron entre el desvanecimiento de la periodista y el encuentro repentino de la primera prueba de peso: como en la realidad, las cosas van a ir despacio. Lindholm, aquí guionista y director, condensa los 210 días que separaron el inicio de la investigación de la celebración del juicio en seis episodios de poco más de 40 minutos cada uno. Las continuas elipsis, marcadas por los rótulos que nos indican en qué día de la investigación estamos y en qué fecha, no buscan, sin embargo, acelerar la narración. El guionista habitual de Thomas Vinterberg, en un brillante número de prestidigitación dramatúrgica, presenta un relato sintético que, en el corazón de sus imágenes, esconde la insoportable dilatación derivada del engarce de pesquisas que ha de conformar una sólida cadena de pruebas. Pero ¿cuál es el truco alquímico que propicia la evaporación de siete meses hasta condensarlos en seis pequeñas píldoras temporales cuya suma no alcanza las cinco horas y, sin embargo, hacernos cargar con el peso de ese fracaso que solo engorda con la rutina, con la inmisericorde sucesión de jornadas de trabajo que se cierran en falso, sin resultados en el horizonte?
Tiempo y tempo. El primer mecanismo que articula una narración tan compleja como esta consiste en la soldadura de los engranajes tiempo y tempo. Como ya sucedía en Mindhunter (Joe Penhall, 2017-2019), en cuya primera temporada Lindholm trabajó como guionista y director, en esta coproducción nórdica se presta atención a los aspectos menos llamativos del trabajo policial, esos que en la mayoría de las ficciones quedan reducidos a un apunte mínimo o van a una carpeta de descartes epigrafiada como ‘tiempos muertos’. Si en la magnífica serie capitaneada por David Fincher la oralidad arrinconaba la acción -esos larguísimos interrogatorios planificados con precisión de ingeniero aeroespacial-, en The Investigation, en lugar de persecuciones y tiroteos, nos bombardearán con largas explicaciones sobre la incidencia de las corrientes marinas y su influencia sobre el desplazamiento de los objetos o sobre cómo se mueve la grasa de los cuerpos bajo el mar. Se busca en todo momento la identificación entre la audiencia y los agentes de la Unidad de Homicidios: los espectadores tenemos la misma información que ellos y, además, compartimos el ritmo de su día a día (las llamadas continuas, las idas y venidas en coche, los briefings). Que en el guion final hayan sido suprimidas semanas y semanas de indagaciones no disipa esa sensación de angustiosa monotonía que enturbia un caso enrevesado, macabro e interminable. Bienvenidos al procedimental benzodiazepínico, ese en el que la ansiedad y la distensión van de la mano.
Lindholm es consecuente con el desarrollo del caso en el sentido de que su construcción respeta esa desazón henchida por el paso el tiempo, la ausencia de soluciones definitivas y la acumulación de errores: la ficción no altera la velocidad de los hechos reales en beneficio de un espectáculo más vertiginoso, menos mundanal. Ese respeto no exento de visión crítica (estamos ante una antología de equivocaciones y un rosario de dudas) tiene una cristalina traslación gramática. En primer lugar, nunca veremos al encausado, siempre en un elocuente fuera de campo que lo describe como un enigma irresoluble, un tipo inescrutable que va rehaciendo su versión sobre lo sucedido como un escritor inseguro que sabe que el borrador bueno siempre es el siguiente. Tan fehaciente ausencia solo sirve para reforzar la focalización adoptada por la serie, siempre pegada a la autoridad policial, de modo que conoceremos a Madsen a través de las pruebas y de las revelaciones que los agentes de homicidios vayan encontrando (el retrato robot del presunto asesino irá tomando forma, poco a poco, en nuestras cabezas). El guionista de La caza (Thomas Vinterberg, 2012) es muy escrupuloso con el punto de vista y quizá solo se le pueda achacar que, en el primer interrogatorio del sospechoso, el inspector Moller no esté presente de ninguna manera, bien como parte activa, bien como observador, una opción un tanto contradictoria habida cuenta de la diligencia con la actúa el personaje.
Anulando a Madsen, The Investigation apaga cualquier atisbo de morbosidad y arremete, de manera muy sutil, contra el trabajo que los medios de comunicación (en sintonía con la también comentada en este blog 22 de julio). Su labor es justamente la contraria: renunciar a la especulación, aproximarse a los hechos y a la labor policial y respetar a los familiares. Para ello es imprescindible manejar con tino el concepto de distancia y la secuencia que mejor sirve para explicar el trabajo de realización de Lindholm es la de la comunicación de la muerte de Kim Wall a sus padres, en la que la cámara les deja respirar, como si en un acto de nobleza fílmica se habilitase un espacio para que Johan (Rolf Lassgard) e Ingrid Wall (Pernilla August) puedan asumir la fatal noticia; acercar más el objetivo sería visto como una maniobra invasiva, una violación de la intimidad equivalente a la perpetrada por la prensa sensacionalista (un inciso: el reparto es una auténtica barbaridad, si no les suena ninguno de los nombres que han leído hasta ahora -o alguno de los que les queda- dense un voltio por IMDB y empiecen a atar cabos).
De espaldas y reencuadres. La amplitud de determinadas composiciones y el tiempo de duración de los planos refuerzan ese adagio que orquesta el conjunto de la obra y que nos brinda un par de soluciones formales que se tornan recurrentes. La primera y más llamativa son los planos de espaldas. En numerosas ocasiones veremos a los miembros de la unidad policial, y preferentemente a su máximo responsable, de espaldas a la cámara contemplando un horizonte (¿el vacío?) emborronado por una tímida profundidad de campo, como si ellos y nosotros (espectadores-investigadores) fuéramos incapaces de ver más allá de las evidencias que se nos presentan, como si no supiéramos leer adecuadamente las pistas que, trabajosamente, vamos recolectando. Son planos extraños e infrecuentes -¿quién quiere ver a un actor de culo a no ser que esté desnudo?- que revelan cierto estancamiento y transmiten una profunda soledad.
El estancamiento se manifiesta a través de distintas formas: los estáticos planos de espaldas, los del retrovisor interior del coche de Moller que juegan con el doble reencuadre (la ventana del vehículo y el cristal del espejo que refleja su mirada) o las composiciones cerradas, aprovechando, por ejemplo, el marco de la puerta de la sala de reuniones en las que el equipo intercambia impresiones. Ese tipo de planificación que refrenda la imposibilidad de avance que experimentan los miembros de la unidad, así como la improvisa venida de nuevos obstáculos que impiden al inspector completar satisfactoriamente la investigación, se ven reforzados por un tratamiento del color que recrea una atmósfera plomiza -grises cenicientos, azules sucios, verdes anochecidos, amarillos marchitos- en consonancia con el ánimo general de los intervinientes pero también con el devenir de los acontecimientos: la grisura como sinónimo de inmutabilidad.
Cuando todo deja de seguir igual las cosas cambian. Fijémonos en cómo filma Lindholm la secuencia en la que la agente Maibritt Porse (Laura Christensen) resuelve la incógnita que acota la causa de la muerte y sirve como puntal de un auto de acusación lo suficientemente sólido como para lograr un veredicto de culpabilidad por asesinato. Todo comienza con un lento travelling por el oscuro pasillo de la comisaría, con la cámara trazando un leve giro de derecha a izquierda para encuadrar la puerta de la sala de reuniones. Ahí veremos a Maibritt, sola, leyendo y releyendo informes para ver qué se les puede haber pasado por alto: de nuevo, el atasco (plano de reencuadre cerradísimo: foto superior). De ahí pasaremos a un plano medio frontal. La vemos repasando un escrito. De repente encuentra algo, se incorpora para coger otro informe y cotejar datos sin levantar la vista del folio. Tira una taza de café que cae sobre las páginas del expediente (¿habíamos dicho que esto era un compendio de cagadas? Maibritt es el mejor exponente). Ese incidente provocará un cambio a plano general - el shock, la angustia (¿la habrá liado parda otra vez?) ejemplificados por ese salto visual- para luego regresar al plano medio en el que compara los dos documentos. Inmediatamente, llama a su superior. Cuando Jens Moller llegue, estaremos en la misma sala, con la cámara situada en el mismo sitio desde el que se rodó ese plano general que nos ponía en tensión. Sin embargo, las cosas han cambiado. Hay más luz y la estancia parece mucho más grande. Tras la conversación entre Porse y Moller (filmada en plano-contraplano con ella, la que sabe, de pie, ostentando una posición superior, y su jefe sentado) veremos, antes de que dejen la oficina, un último plano de Maibritt junto a la pizarra blanca (foto inferior): si el bloque secuencial se abría con un plano cerrado (el caso estaba atascado), después del tímido eureka (todavía hay cosas que afinar), terminará con un encuadre nítido y luminoso.
Luz y color. Encontrado el hilo del que tirar para ir acercando al criminal a la cárcel, Jens Moller regresará a su casa. Su trabajo ha terminado. Allí le espera su pareja, contemplando la noche desde una de las ventanas del salón. Una luna llena y débil alumbra el paisaje. Ella dice: “todo es blanco y negro, pero los colores siguen ahí, simplemente no podemos verlos hasta que vuelva a salir el sol”. En la secuencia posterior veremos al fiscal Jakob Buch-Jepsen (Pilou Asbaek) arreglándose frente al espejo antes de acudir al tribunal. La luz del sol ilumina el interior de una casa pintada de blanco. El contraste es evidente. El cambio de la noche al día y la frase citada marcan el cierre de una etapa oscura y la llegada de un mañana más alentador. No es casual que la última secuencia protagonizada por Moller esté situada en el apartamento de su hija, en el que también priman las tonalidades claras y la luz diurna (que quede claro que no es un solazo, que estamos en Copenhague y no en Benidorm; además, la serie es todo menos obvia, lo que no quita para que esas sugerentes disonancias estén ahí). Ese contraste en la colorimetría entre los tonos plomizos que inundan todo el metraje y esa blancura final insisten en esa transición que también es simbólica (un proceso de aprendizaje que nos lleva del desconocimiento a la comprensión).
En su último plano, Moller sostendrá a su nieta en brazos. Lo veremos de espaldas, con su familia al fondo emborronada por la escasa profundidad de campo. Un ligero travelling de retroceso se alejará de él. Habíamos dicho que este tipo de planos incidían la soledad de los personajes. Jens Moller es, como buena parte de los grandes protagonistas de la ficción serial contemporánea, un workaholic - Don Draper y Cameron Howe, Holden Ford y Carrie Mathison, Kendall Roy y Diane Lockhart- alguien que vive para su trabajo, tanto que una de las múltiples llamadas que recibe hace que se aparte de su hija mientras le está comunicando su embarazo. Es un tipo completamente absorbido por la rutina policial, que adquiere un compromiso casi enfermizo con los padres de la víctima, pero al que le cuesta un mundo cruzar dos palabras con sus familiares más cercanos. Solo su pareja parece tener la clarividencia suficiente para ver que detrás del gesto impertérrito de Moller, de su tendencia al aislamiento (sus aficiones -el tiro al plato, la caza- son, también, solitarias) y de su parquedad oral, se esconde un ser humano al que la experiencia le ha limado los afectos y borrado las expresiones y su trato diario con la muerte le ha encallecido el rostro. Ese plano final -y el rótulo que lo sucede y cuyo contenido no es necesario desvelar- nos indica que, a pesar de su incomunicación (sigue estando de espaldas), el contacto con su nieta entreabre una puerta por la que se cuela un vislumbre de empatía.
Spoiler final. Convendría no dar carpetazo a The Investigation sin reparar en que, en una serie en la que la percepción del tiempo es tan importante -un caso que se ha de resolver con urgencia y cuya solución se posterga; una narración sintética pero de tempo laxo-, la prueba definitiva para iniciar el proceso condenatorio se extrae, precisamente, de la comparativa de dos líneas temporales que no ajustan: la del análisis forense, que indica que dos de las heridas aparecidas en el torso del víctima se hicieron justo antes de la muerte o inmediatamente después, y la de la declaración del acusado, que señaló que esas laceraciones las hizo horas más tarde de la muerte accidental de Kim Wall, para desmembrar su cadáver y “proporcionarle un entierro digno” arrojándolo al mar. Al final, todo es una cuestión de tiempo.