Mark Cobden (Sean Bean) acaba de ingresar en la prisión de Craigmore. Tiene cuatro largos años por delante. Su vida anterior -su trabajo como profesor, su matrimonio, su hijo- es una sombra, un recuerdo vago, borroso. En su memoria solo hay espacio para la culpa. El remordimiento es un navajazo de luz que abre una herida en el tiempo y lo devuelve a aquella noche. ¿Fueron tres vodkas o cuatro? La suavidad del volante. Los reflejos adormecidos. Esa conducción flotante. El paisaje acuoso, de perfiles burbujeantes modelados por los oleos alcohólicos, parece mullido e inocuo hasta que la realidad irrumpe con estruendo de parachoques abollado y radios partidos y muestra su implacable severidad ofreciendo el cuerpo sin vida de un ciclista anónimo tendido sobre el duro asfalto.
Eric McNally (Stephen Graham) es funcionario de prisiones. Trabaja en Craigmore. Se conduce con rigor, es respetado por los internos y cumple sin vacilaciones incluso aquellas normas que no le gustan. La ley es la ley. Solo que Eric también es su familia. Su abnegada mujer, Sonia (Hannah Walters) y, sobre todo, su hijo David (Paddy Rowan) que cumple cinco años por tráfico de drogas en otro centro penitenciario. Cuando esta última información llegue a los oídos de los presos de Craigmore, David se convertirá en moneda de cambio y a Eric no le quedará más remedio que sucumbir a las presiones, convirtiéndose en el nuevo eslabón de la cadena de favores del crimen (¿cuántas veces escuchamos a lo largo de los tres episodios la coletilla you owe me one?).
La evolución de estos dos personajes principales vertebra la miniserie escrita por Jimmy McGovern. Sin embargo, el veterano guionista, autor de los libretos de producciones tan laureadas como The Street (2006-2009) o de títulos como Go Now (Michael Winterbottom, 1996) o Liam (Stephen Frears, 2000), rompe con cualquier atisbo de mecanicidad mediante el uso de la elipsis y su acercamiento polifónico al interior de la ficcional cárcel de Craigmore. Es decir, Condena no se sustenta en la relación que establecen captor y cautivo -por más que esta sirva para conducir un caudal subtextual recorrido por conceptos como la expiación, la libertad de elección o la coherencia y que ahonda en el diálogo entre víctimas y verdugos como vía hacía una posible sanación, en la incesante y a veces infructuosa búsqueda del perdón, en las relaciones paternofiliales o en las dificultades de ser fiel a tus ideas cuando tu cuello o el de los tuyos están en juego- sino que ofrece un relato panóptico de la fauna carcelaria, una jungla de acero poblada por internos cuyo dibujo requiere del trazo firme de los maleducados en el uso de la plantilla de estereotipos (y McGovern es uno de esos).
Resulta significativo que algunos personajes de los que resulta difícil recordar el nombre queden adheridos a la retina de la memoria: el tipo que atraca una casa de apuestas porque no tiene otra salida, el soplón que no lo es, el preso condenado por matar a su mejor amigo, alguien incapaz de verbalizar las razones del homicidio… Cobden y McNally funcionan como dos núcleos dramáticos que comparten un mismo espacio y alrededor de los cuales orbita un grupo de personajes satélite que se aproximan a uno o a otro en función de la carga gravitacional que envuelve cada situación. Es una construcción fluctuante, atenta a los ritmos del presidio y a sus rutinas, que se asemeja más a un híbrido entre Oz (Tom Fontana, 1997-2003) y Criminal Justice/The Night Of (Peter Moffat, 2008 / Richard Price & Steven Zaillan, 2016) que a un relato de antagonismos como Brubaker (Stuart Rosenberg, 1980).
McGovern se impone una estructura lábil, en la que ni los personajes ni el tiempo ordenan el relato. La serie va del día de la llegada de Mark Cobden a Craigmore (todo el capítulo primero) al día 20 y de ahí al 63 y al 88 (todo en el episodio segundo). En la entrega final se pasa del 382 al 509 y de ahí al 730. Esos saltos temporales son la señal inequívoca de que el guionista de Liverpool ha desestimado cualquier solución formularia en favor de la concisión: en manos de algún showrunner de dudoso prestigio esto hubiera acabado, que sé yo, como Prison Break (Paul Scheuring, 2005-2009).
Encuadre y personajes
El profesor Cobden y el funcionario McNally ocupan, inicialmente, dos puestos muy distintos dentro del organigrama penitenciario. El reo está sometido a las órdenes de su carcelero (que obliga a los internos a que le llamen “jefe”) y Lewis Arnold, que dirige los tres episodios, filma esa relación de superioridad con singular precisión compositiva. Veamos algunos ejemplos.
- CAPÍTULO 1. La secuencia del ingreso en prisión. McNally se sitúa delante de Cobden, es el que guía. El color de sus indumentarias se contrapone y señala la situación de ambos en los extremos opuestos del ecosistema carcelario. Cobden esta ligeramente fuera de foco, se le observa con menor nitidez que a su custodio, que domina la imagen. Los múltiples reencuadres (barrotes, puertas, barandilla) ahogan el plano y aumentan la impresión de cautiverio.
- CAPÍTULO 1. McNally advirtiendo a los presos. Arnold lo filma en el centro de la imagen, con los internos de espaldas, jugando con la simetría y utilizando un ligero contrapicado que refuerza su posición dominante. Yo soy la ley.
- CAPÍTULO 2. McNally explicándole a Cobden las normas y las condiciones para enviar una carta a la esposa del hombre al que mató. Su admonición está rodada de manera que, entre la mirada del carcelero y la cabeza del maestro, fuera de foco y sentado, pero en el primer término del encuadre, se trace una línea diagonal que sitúa a este último en una posición visiblemente inferior, asumiendo la postura del que acata.
-CAPÍTULO 3. McNally se encuentra en pleno descenso a los infiernos y, aunque todavía conserva la autoridad dentro de la cárcel, las imágenes nos muestran que su relación con Cobden y con el espacio (esto es, con el penal) ha cambiado. De nuevo un plano del corredor, similar al primero que citábamos, pero ahora con el preso delante, ocupando la posición que antes correspondía al hombre de orden, al que estaba dentro de la ley, y los dos con una indumentaria de la misma tonalidad (sinónimo de igualación).
-CAPÍTULO 3. Los dos personajes experimentan un tránsito que les lleva a intercambiar sus posiciones. Lewis Arnold lo deja meridianamente claro merced a la colocación del cuerpo de los actores en el encuadre, de manera que su ubicación determine las relaciones dramáticas que se establecen entre ellos. En este plano colosal, coloca a McNally y a Cobden a la misma altura (esos dos tipos que parecían tan diferentes, son iguales), pero mientras que el profesor está en un lateral (en una posición de salida), el funcionario de prisiones ocupa el mismo centro: su figura queda aprisionada mediante un diseño que invita a ahondar en el análisis, Cobden lo cierra por la izquierda pero a la derecha de McNally, Arnold no coloca a otro personaje (lo que reforzaría ese encarcelamiento) sino que destruye la simetría del encuadre con un vacío demoledor que invita a pensar en la pérdida compartida. Esa masa de aire se levanta como una montaña de ausencias irreparables; esa columna de nada representa todo lo que ha dejado atrás Mark y todo a lo que renunciará Eric para proteger a los suyos (es un plano al que le falta algo, un plano que nos obliga a interrogarnos sobre el porqué de ese diseño, de esa cojera).
Lewis Arnold, que ya había dado muestras de su talento en Des (Luke Neal & Lewis Arnold, 2020), entrega aquí una miniserie con una puesta en escena sumamente rigurosa. Coloca a esos personajes apartados de la vida en sociedad en las esquinas del encuadre y cuando aparece alguien como la monja/consejera/terapeuta interpretada por Siobhan Finneran, trae consigo el equilibro. Recurre al contrapicado para generar opresión sin resultar ni enfático ni repetitivo. Utiliza con criterio el plano general como única escala posible para capturar la libertad, en contraposición a las tomas cortas que dominan la función. Emplea el reflejo para enfrentar a los personajes con decisiones que les cambiarán la vida en una lucha sin cuartel contra sí mismos (foto superior). Alancea la narración con flashbacks devastadores (salvo en el arranque del tercer capítulo, cuando es explicativo) y combina con tino el montaje paralelo para generar tensión y emoción (toda la secuencia del funeral).
Pero, por encima de todo, Arnold y McGovern evitan enjuiciar a dos personajes que toman decisiones totalmente opuestas sin que ello les suponga recibir el castigo de la condena moral por parte de unos creadores que saben que todo el mundo tiene sus razones. Si buscan culpables, miren al sistema (penitenciario).