Ella coleccionaba amantes. Él esposas. Y amantes, amantes también, solo que contaba con su propia y trabajada discreción y con la protección de la sociedad británica de principios de los sesenta. Él era el duque de Argyll (Paul Bettany), ella Margaret Whigham (Claire Foy), hija de un millonario escocés. Su sonado matrimonio -en terceras nupcias, él; en segundas, ella- quedó silenciado por un divorcio que hizo de sus cuitas conyugales carne de tabloide y de la duquesa el punching ball de un pueblo que leía la promiscuidad como una falta grave solo cuando la practicaban las mujeres. Una podía tener devaneos, una agenda de contactos estrechos del tamaño de la enciclopedia británica o hacer de su cama el camarote de los Hermanos Marx, lo que de ninguna manera era permisible, lo que resultaba del todo intolerable, era que el principio, el nudo y el final de sus affaires se airearan públicamente porque, como bien sentencia su amiga Maureen Guiness (Julia Davis) -alguien que daba inicio a sus fiestas dándole cuerda a un pelotón de dorados penes diminutos (sic)- “hay que cerrar filas, si las puertas que contienen nuestros secretos se abren, nada es sagrado”.
Así que cuando las élites custodias de la doble moral, respaldadas por la colección de pruebas (diarios íntimos, fotografías eróticas) que el duque había recopilado incurriendo en delitos al parecer más admisibles que el adulterio como son el hurto y el allanamiento, dictaron sentencia y Margaret fue quedando apartada de los círculos de poder y glamour que otrora hacía orbitar a su alrededor al tiempo que sufría el escarnio mediático, todo terminó para ella (en los intertítulos finales se especifica que fue la primera vez que una mujer fue avergonzada públicamente por los medios de comunicación del Reino Unido).
A partir de aquellos sucesos, la guionista Sarah Phelps compone un acurado tríptico que repasa los hitos de un matrimonio que duró doce años, tiempo suficiente para que el romance mudara en desafección, la pasión irrefrenable en desprecio y los días de vino y rosas en tardes de Alka-Seltzer y cactus. No estamos, sin embargo, en una vía de sentido único con destino al infierno, a la caída en desgracia, se trata, más bien, de un viaje por los caminos de la ambivalencia, con instantes en los que la relación entre ambos da la impresión de poder ser rescatada, combinados con otros en los que la mezquindad y la violencia ayudan a concluir que cuando el amor llega así, de esa manera, se necesita un seguro a todo riesgo para amortiguar el siniestro total que, inevitablemente, nos aguarda.
Del párrafo anterior deben quedarse con esa idea de dualidad que en este Un escándalo muy británico se convierte en sinónimo de doblez, de exhibición pública de unos valores incumplidos en la intimidad, de comportamientos reprobables que serán negados posteriormente delante de terceros y de la mismísima opinión pública, metonimia de una sociedad profundamente hipócrita que, en buena lógica, aprobó la sentencia final de un juicio que convulsionó a todo el país.
Detengámonos en algunos puntos del argumento para ahondar en esta cuestión y luego observemos cómo la realizadora noruega Anne Sewitsky da forma a esta idea. Ian Campbell, duque de Argyll, es como el Barça, un tipo al que solo le queda su escudo nobiliario y su charme (su imagen de marca) porque se ha pulido hasta el último penique en empresas absurdas (reflotar un buque de la Armada española hundido en 1558 o fichar a Coutinho y a Dembele) y en vivir como corresponde a alguien de su condición. Es, pues, un personaje escindido entre su estatus y su realidad que hará lo indecible para conservar su tren de vida y, si es posible, al tren mismo y al maquinista, atropellando a quien sea necesario para lograrlo. Su estrategia es diáfana: casarse con mujeres ricas, esquilmarlas, divorciarse y pasar a la siguiente víctima.
La flamante duquesa, lógicamente, no tiene problemas de dinero. Su etapa intermarital -se divorció del businessman americano Charles Francis Sweeney en 1947 y no se casó hasta el 51- la pasó socializando, ocupando portadas de revistas, bebiendo champagne y cumpliendo con las exigencias de su libido sin darle cuentas a nadie. Una mujer liberada y sin complejos, sí, pero también un ser caprichoso que se llevaba mal con los contratiempos y que mantenía una relación con su padre propia de quien vive bajo el síndrome de Electra (desprecia a su madre, dominante; le insiste a su padre en que no necesita a otra mujer porque ya la tiene a ella; acusa a su joven madrastra, la usurpadora, de acostarse con el duque).
No estamos ante una heroína inmaculada, sino ante alguien que se ha leído las obras completas de Maquiavelo, algunos capítulos de El arte de la guerra de Sun Tzu y los aforismos de Oscar Wilde, una dama que, siempre empleando métodos elegantes (esa carta falsificada), engañará, manipulará y tergiversará para conseguir sus objetivos: primero, retener a su marido y apartarlo de sus dos exesposas; después, desembarazarse de un señor que estuvo a punto de estrangularla, que cree que el whisky es una bebida isotónica y que administra el dinero ajeno con la pericia de un ludópata (o de cierto expresidente del Barça, por no perder el hilo del símil). Si Margaret Campbell, de soltera Whigham, puede ser considerada como una heroína es, precisamente, por la meticulosidad con la que es descrita, sin rehuir ninguna de sus faltas, y por la desemejanza en el trato que recibe en comparación con su marido, alguien igualmente taimado, violento para más inri, que, sin embargo, a ojos de sus conciudadanos no ha incurrido en ninguna infracción.
La doblez a la que hacíamos referencia es consustancial a toda esta historia. Al comportamiento de los protagonistas, a la propia sociedad británica e incluso a la relación sentimental entre ambos, que oscila entre la pasión propia de un drama romántico y los desagravios de un culebrón venezolano. ¿Cómo se puede, entonces, transformar en imágenes lo que está en su base dramatúrgica? Como ya habrán observado, el presente texto les llega salpicado de frames correspondientes a la serie que tienen en común su inequívoco diseño ‘escindido’, composiciones que insisten en ese grado de alienación que aflige a los duques de Argyll (y que también se traslada a la música compuesta por Nathan Barr, con esos extemporáneos flirteos con la electrónica).
Él es un tipo volátil, que engulle anfetaminas como si fueran Juanolas, que puede ser tan encantador como el mejor de los galanes y tan vil como un (fondo) buitre. Ella es capaz de sembrar la duda sobre la paternidad de su esposo, incluso de planear la (falsa) concepción de un hijo, con tal de retener la herencia familiar que ha ayudado a mantener con su dinero y que no quiere que pase a manos de esa estirpe de despilfarradores. Ella es, también, aquella que alivia sus resacas, la que tratará de rehabilitar a Sir Ian de sus adicciones. De ahí el continuo uso de los espejos para enmarcarlos, reflejo de las dos caras que ambos poseen y que, sin embargo, no serán valoradas de igual manera ni por los tribunales, ni por los periódicos ni por la gente.
Sewitsky define la personalidad de la pareja desde la planificación, utiliza el desenfoque con intención, tanto para marcar la distancia entre uno y otra como para insistir en esas oscilaciones conductuales, pero sus hallazgos no se reducen a la traducción en imágenes de esa relación. La dualidad del duque de Argyll queda descrita en los primeros compases de esta miniserie que HBO Max estrenó el pasado 29 de diciembre. Por un lado, el tipo elegante, descarado y vivaz que se nos presentará en el viaje en tren en el que ambos se conocen. Por el otro, el noble venido a menos que mendiga una asignación y que posee un castillo que se cae a pedazos.
Desde el arranque, la escritura de Sarah Phelps y la realización de Anne Sewitsky están en perfecta sintonía: los diálogos afilados y chispeantes (“seré un perfecto caballero” / “entonces me quedaré en casa”), la decadencia de Inverary (lúgubre, falto de luz, lleno de polvo) que sumada a la situación que se plantea en esa secuencia funciona como metáfora del propio Duque (alguien en caída libre que se resiste a perecer). La cosa no queda ahí: en esa visita al castillo, Margaret se queda paseando por el exterior mientras el duque asiste al conciliábulo familiar. La directora noruega facturará un hermosísimo plano en el que ella, situada dentro de un destartalado invernadero, mira hacia el horizonte. El orgulloso perfil con que nos agasaja Claire Foy, la luz que le da en el rostro y que, por momentos, inunda la imagen, y la duración del plano -que se recrea en ella- transmiten la idea de renovación, la presentan -y perdón por la cursilada- como la única flor hermosa en un jardín marchito, ella y solo ella será capaz de devolver la gloria a Inverary, como así sucede… aunque sea parcialmente (lo que todavía no sabe es que será a costa de su patrimonio).
A lo ajustado de su duración, la excelencia de su reparto (después de hacerme creer que es Lisbeth Salander y la Reina Madre, Claire Foy me haría esperar a Godot si el cartel promocional anuncia que lo interpreta ella) y los estándares de producción propios de la BBC (denles series de época y pongan su envidia a funcionar), hay que añadir una realización más afinada de lo acostumbrado.
Además de los momentos anteriormente citados, recapitulemos algunos más. En el primer episodio, la relación entre Ian Campbell y su segunda esposa queda fijada en la secuencia en la que él le regala un visón (que, por supuesto, no ha pagado). Atendamos primero a la situación dramática. Él le regala el abrigo y se muestra irónico (“míranos, qué bien lo estamos pasando”). Ella le dice que en Biarritz -se encuentran en la residencia de verano- hace demasiado calor para el visón. “Bueno, hace mucho frío en Escocia”, le espeta él. Toda esa breve conversación construida a partir del subtexto en la que el matrimonio expresa, sin decirlas, sus desavenencias, se produce mientras Ian va saliendo del pequeño saloncito en el que se encuentra su mujer para ponerse una copa y sentarse en un sofá situado en la estancia contigua. La secuencia termina con la imagen inferior que fija la distancia física pero también sentimental entre uno y otro y que, además, en virtud del reencuadre que forma la puerta, establece cuál es la situación de Louise ‘Oui Oui’ Campbell (Sophia Myles), una esposa encerrada en la trampa que su marido ha preparado cuidadosamente para ella y de la que solo escapará cuando le conceda el divorcio.
El concepto de distancia real y emocional se utiliza en otras ocasiones, como en la visita de los hijos de Sir Ian al castillo. Su padre no les presta ni la más mínima atención -pese a ello, ellos lo reverencian- y Sewitsky utiliza el plano general que tienen a continuación para determinar la relación tanto entre progenitor e hijos como entre él y su esposa: la sensación de abandono que refleja esa toma es evidente (el padre les dejará solos y ni siquiera se presentará a la cena posterior, situación que ya adelanta ese plano, cuya intención queda aún más marcada en tanto en cuanto se pasa de un plano medio del rostro de los niños a esa toma general y opresiva).
La realización contiene un buen puñado de detalles de este estilo. Margaret encerrada por la barandilla de la escalera (foto inferior) para reflejar la situación matrimonial por la que atraviesa, justo antes de que tenga una enorme bronca con su marido, que llega al apartamento londinense después de haberse bebido todas las destilerías de las Highlands. Pelea que terminará con ella liberándose, yéndose de fiesta en una secuencia que, por corte directo, se empalma con el funeral de su madre (de nuevo, esos contrastes tan propios de la serie). Por cierto, una madre que nos es presentada casi como si fuera… Norma Bates.
La áspera relación entre la duquesa e Yvonne MacPherson (Amanda Drew), la asistenta de Sir Ian a la que ella ha despedido muy sibilinamente, no queda reflejada tan solo por la animadversión que se profesan -la secretaria justifica la conducta de su empleador porque, claro, es un hombre; ella es, pura y simplemente, una fresca- sino también por la manera que tiene Sewitsky de planificar los encuentros entre ambas, sobre todo aquel que supondrá el punto final a sus, por otra parte, protocolarios intercambios.
La secuencia, compuesta por cortantes planos-contraplanos que señalan las inevitables diferencias entre ambas (expresadas en la conversación que mantienen), se abre con una composición opresiva (foto inferior), símbolo de la tensión que existe entre las dos y de lo irrespirable de la atmósfera en la que se desarrollará un almuerzo que termina con Margaret echando Yvonne con cajas destempladas, instante para el que Sarah Phelps firma otra inolvidable línea de diálogo: “¿Sabes, Yvonne? Creo que acabas de recordar que tienes un compromiso muy importante”. Como ahora mismo soy incapaz de encontrar una despedida mejor que esa frase, permítanme que les diga que acabo de acordarme de que la botella de Edradour Signatory que se olvidaron los Reyes en mi casa no se abre sola. Me voy a brindar, un tanto apenado, por los duques de Argyll (sobre todo por ella, no les voy a engañar).