Con motivo del estreno de Operación Marea Negra (Prime Video) y de la segunda y última temporada de Nasdrovia (Movistar +) analizamos estas dos series, de tonos muy distintos, unidas por el asociacionismo delictivo. Si la primera se centra en las relaciones entre los narcotraficantes gallegos y sus proveedores colombianos, la segunda recurre a la comedia negra para señalar la presencia de la Tambovskaya en nuestro país.
Operación Marea Negra: narcoaventura submarina
El periodista Javier Romero detalló en La Voz de Galicia la pírrica odisea del primer narcosubmarino que cruzó el Atlántico con tres toneladas de cocaína en su interior y que acabó hundido frente a la costa de Cangas de O Morrazo. Sus investigaciones cristalizaron en el libro Operación Marea Negra, ahora convertido por los guionistas Natxo López (Perdida) y Patxi Amezcua (Desaparecidos) en una vibrante miniserie de cuatro episodios.
Y quizá de su duración y de su energizante puesta en escena puedan deducirse algunos de sus problemas. Empecemos por señalar que, más que ante una serie de guionistas, estamos ante el proyecto de un director. Importa poco que Daniel Calparsoro se haga cargo de solo dos capítulos (el primero y el tercero), pues al crédito que hay que prestarle atención es al de productor ejecutivo que el realizador vasco también ostenta en esta producción hispano-lusa.
El otro apunte decisivo remite a lo estrictamente formal, pues la estética que barniza esta narcoaventura submarina resulta indesligable de aquella con la que Calparsoro ha enlucido los trabajos de sus últimos diez años -Combustión (2013), Cien años de perdón (2016) y Hasta el cielo (2020) serían tres buenos ejemplos. Afiliado a la corriente del thriller de clara vocación comercial facturado con oficio, el autor de la ya lejanísima Salto al vacío (1995) prefiere las escenas de acción al desarrollo de personajes y las persecuciones a la profundidad psicológica.
La secuencia con la que se abre la serie es sintomática. Se trata de un flash forward en el que vemos a Nando (Álex González), un boxeador amateur que trata de adecentar sus ingresos trabajando como vigilante de seguridad y saliendo a pescar con su abuelo, encerrado en el sumergible artesanal que le ha tocado pilotar, en pleno estado de agitación porque se ha abierto una vía de agua. Un filtro azul, la cámara tensa recorriendo el estrecho espacio, la música de Carlos Jean (que oscila entre una suerte de electrogaita y los crescendos de Hans Zimmer para La Roca) y un contrapicado final para escuchar a Nando decir aquello de “sacadme de aquí, hijos de puta” se acumulan en un ejercicio de sobrecarga emocional que domina casi cada secuencia, poco importa que sea o no de acción.
La intensidad no solo modula el desarrollo de la historia -en el piloto tenemos un combate de boxeo, una pelea clandestina que se mira en el Guy Ritchie de Snatch, una descarga de cocaína, una fiesta desenfrenada y un tiroteo en plena ría- sino que empapa hasta los diálogos (Nando discutiendo con su entrenador, Nando pelando con sus amigos); si se pudiera medir con un sismógrafo, Operación Marea Negra no bajaría de un 7,2 en la escala Richter.
Para sostener tal grado de intensidad se ha optado por la concentración (4 episodios de poco más de 40 minutos), decisión que entronca con esa puesta en escena huracanada que también asume Oskar Santos, director de los capítulos 2 y 4, pero que debilita una dramaturgia a la que le faltan minutos de metraje para alcanzar un desarrollo óptimo. Por más que el planteamiento sea escueto (capítulo 1: de cómo Nando acepta la misión; capítulo 2: sobre los preparativos de la travesía; capítulo 3: el viaje; capítulo 4: la captura), la teleficción que distribuye Prime Video presenta un par de personajes que, en el episodio piloto, se antojan la mar de interesantes.
Uno es el de Gema (Nerea Barros), hija de narcotraficante, licenciada en económicas y prima de Nando. Una mujer preparada, con una calculadora en el corazón y un sentido mercadotécnico de la pasión que la convierten en una rara avis dentro de la teleficción española (no tenemos personajes de ese cariz por estos lares). Sin embargo, hay tanto interés por la peripecia y por el lado testosterónico de la historia que el buen hacer de Nerea Barros se queda en una brevísima nota al pie cuando era, sin duda, uno de los puntos fuertes de la historia (además tiene un conflicto clarísimo: cuando el deseo (¡por su primo!) obstaculiza la viabilidad del negocio familiar, toca decidir si se le hace caso a los índices contables o al picorcito, sabiendo que las dos opciones son incompatibles).
Otro tanto sucede con Carmo (Lúcia Moniz), la policía portuguesa que forma equipo de trabajo con el agente Ortiz (Xosé Barato), tándem que supervisa el operativo encargado de apresar la embarcación en cuanto atraque en cualquiera de los dos territorios nacionales. Detrás de la interpretación de la actriz lusa uno percibe el peso del fracaso acumulado, pero el personaje es tan utilitario, su presencia se circunscribe tanto a su labor profesional, que solo sirve a un único propósito. Los hombres, por el contrario, están mucho mejor definidos, algunos desde lo estrictamente visual -el look del narco Valdés (Miquel Insúa) aporta muchísima información sobre su carácter-, otros desde el diálogo -el abuelo Antón que encarna Manuel Manquiña y su cruzada en favor de la decencia- o tirando de arquetipos -la versión ingenieril del mad doctor que interpreta el brasileño Bruno Gagliasso.
A esta producción para Prime Video que se aleja de las últimas aproximaciones al submundo del narcotráfico gallego -no es tan meticulosa como Fariña (Ramón Campos, 2018) y elimina los apuntes melodramáticos de Vivir sin permiso (Aitor Gabilondo, 2018-2020)- parecen faltarle episodios para explotar el potencial que se le intuye. Ese ir a toda mecha también provoca ciertos desajustes en el guion, la mayoría de ellos relacionados con la telefonía móvil.
El segundo episodio tiene lugar en un campamento situado en plena selva en el que los narcotraficantes colombianos, además de esconderse de las autoridades, organizan su logística. Uno presume que, dadas las circunstancias, las medidas de seguridad para la protección de tal emplazamiento han de ser extremas. Sin embargo, veremos que Nando ha sido capaz de colarse con un móvil escondido en el interior de los pantalones de su chándal y que una de las prostitutas contratadas para la fiesta de despedida previa a la partida, que resulta ser agente de la DEA, también está en posesión de un smartphone.
¿No es lógico que registren a todos aquellos que vienen del exterior habida cuenta de lo que está en juego? ¿No se nos debería haber mostrado, para hacerlo verosímil, cómo ocultan sus teléfonos y consiguen meterlos en el campamento sin que ninguno de los muchos vigilantes que lo custodian se den cuenta de ello? También podemos discutir sobre las inoportunas llamadas de Nando a su abuelo en plena travesía -sobre todo cuando es obvio que tiene el teléfono pinchado- pero aquí el apego sentimental que el nieto siente por Antón puede justificar esos desesperados intentos de contacto que, más que ayuda, buscan perdón.
Por lo demás, la serie se preocupa mucho de parecer espectacular, con el tercer episodio, que sucede en el interior del submarino, como bandera. Viene cargado de colores saturados (azul y rojo principalmente, también amarillo) para marcar ese duelo casi mortal entre Nando y el sicario colombiano que le han colado como compañero; estructurado en torno a las múltiples averías que dificultaron una travesía (un bloque de tensión cada seis, siete minutos) y rematado con una escena llamativa en la que los efectos visuales están a la altura del diseño. A los que les vaya thriller fibroso -el cuerpo de Álex González como metáfora de la serie- que prefiere el vértigo a la lógica, encontrarán sobrados motivos para verse Operación Marea Negra de un tirón. Ese es su nicho, un nicho que no es que esté muy explotado que digamos por la teleficción española.
Nasdrovia: hay que matar a B.
Si la primera temporada de Nasdrovia, ampliamente reseñada en este blog, se sostenía gracias a la acidez de sus gags y a la complicidad del elenco actoral, virtudes que disimulaban su desdibujado mapa de tramas, en esta segunda y al parecer definitiva entrega, sus creadores Sergio Sarria, Miguel Esteban y Luismi Pérez, a los que ahora se suma el director Marc Vigil, han buscado dotar de mayor consistencia a la estructura global de la temporada. ¿Cómo? Pues proporcionándole un conflicto sólido a Edurne (Leonor Watling) que atraviesa todos los episodios: fagocitada por la Tambovskaya, que la tiene agarrada tras el asesinato de Aleksei, Edurne se fija como objetivo eliminar a Boris (Anton Yakovlev) para poder ser, finalmente, libre.
Julián (Hugo Silva) está en el otro extremo. Prefiere seguir trabajando para la mafia rusa si ello le da para sobrevivir. Enfrentarse a sus nuevos jefes es como ir al registro a presentar tu propio certificado de defunción a falta del sello que le estampará algún sicario ducho en el arte del tiro al blanco. Sin embargo, el apagamiento vital de ese Julián vencido y conformista le resta chispa al duelo cómico que mantenía con su ex y ahora colega a la fuerza.
Nasdrovia se torna más oscura, James Ellroy y el David Cronenberg de Promesas del este comiéndole el terreno a un humor desaforado que solo regresa al final merced a un guion alambicado que trufa de incidentes, a cual más extravagante, el accidentado camino de Edurne hacia su libertad: el encargo del asesinato de Boris por partida doble, el rodaje de una película en casa del mafioso, la intervención de la policía que fuerza a Edurne a convertirse en soplona, la irrupción de la Covid y un fin de fiesta con una versión de andar por casa de Drag Race, les servirán para hacerse una idea de la acumulación de sucesos que se apelotonan a lo largo de los seis breves episodios.
Es cierto que se aplica constantemente la técnica del plant para luego ir recuperando los elementos que han aparecido al inicio, pero se abren tantos frentes que el argumento se torna barroco y, en algunas fases, poco comprensible -como no quiero destriparles nada, piensen, cuando lo vean, en lo que sucede con Franky (Luis Bermejo) y analicen la lógica de esa línea argumental: ¿cómo es posible, sin mediar explicación alguna, que quien te ofrece una solución se convierta, de repente, en tu problema? Me entenderán cuando lo vean.
Introducir la pandemia en la trama tampoco juega a favor: a 25 de febrero de 2022 los chistes sobre el confinamiento, las mascarillas, la distancia social y la SS de los balcones están más gastados que la voz de Fernando Simón. La baraja de ases escondidos bajo la manga -y sacados uno detrás de otro- huele a tongo desde Siberia: la recuperación del personaje de Vasili, el audio perdido de la confesión del crimen, la estrategia para inculpar a los rusos,…
Sin embargo, la baza ganadora la encontramos en la parte metacinematográfica que ocupa todo el capítulo 4 (cuando la Covid aún no se ha apoderado de la serie y solo asoma la patita). El rodaje que tiene lugar en casa de Boris permite, de un lado, disparar unas cuantas bromas, entre irónicas y sarcásticas, a propósito del mundo del cine: “lo mejor del cine son las series”, “vaya ambiente tóxico tenéis en el cine” y unas cuantas pullas más. Además, se aprovecha el contexto para generar gags distintos (el referido a Outlander) y para crear un final de auténtica locura acorde con la ‘espectacularidad’ del mundo del que se habla.
Y no solo eso, hasta llegar a ese clímax anticlimático -porque el intento de asesinato termina en chapuza-, Marc Vigil le saca partido a un estilo muy definido basado en el encadenado de planos secuencia que reflejan las tensiones y el ambiente bullicioso -todo el mundo en constante movimiento- de los sets de rodaje. Muestra con no poca sorna, y con la impagable colaboración de Jaime Blanch (los dos coincidieron en El ministerio del tiempo), las interioridades del mundo de la interpretación y los miles de contratiempos que surgen en un rodaje. Vigil ha visitado la planta ‘lumpen’ de los grandes almacenes Scorsese y ese estilo envolvente, apoyado en un soundtrack potente que casi siempre funciona bien, da cierto empaque a una propuesta que se descose por lo fragmentario de su guion.
Por eso, el cuarto episodio es el de mayor compactibilidad (ayuda la concentración espacial), el más redondo, una solidez que se pierde en su deslavazado tramo final, rematado con un montaje paralelo El padrino style pero con las ceremonias religiosas sustituidas por con concurso de drags y la música de Nino Rota por el Rumore de Raffaella Carrà, una celebración de lo kitsch a la que se llega atropelladamente (el cierre, por cierto, deja la puerta abierta a la continuidad).
Con todo, sus seis episodios se beben como el vodka frío en una noche de perros, Watling sigue siendo una payasa genial y sus guiños para con la audiencia mantienen esa chispa que otras partes de la serie han perdido (esa genuina mezcla entre lo prosaico y lo excepcional presente en cada conversación de los mafiosos termina por pecar de repetitiva y anula gran parte de su efecto).
Aun así, los guiones contienen ideas dignas de mención, ideas que no hacen referencia a la comicidad. El mejor ejemplo lo encontramos en la secuencia en la que el abogado de la Tambovskaya y Julián van a ‘convencer’ a la inspectora de la policía de que es mejor para sus intereses (y para que sus hijos puedan continuar respirando) que deje de investigar a Boris y a los suyos. Cuando Julián, sentado en la parte de atrás del coche, termina de presentarle esa oferta que no podrá rechazar, la agente le indica que no puede salir por la puerta que ha entrado, puesto que no se abre desde dentro, y que tendrá que hacerlo por la otra.
Esta decisión, que a priori parece una nimiedad, señala el cambio que se ha operado en Julián, alguien que ha pasado de ser parte del aparato asistencial de la mafia rusa a ser parte activa desde el momento en que asume la decisión de extorsionar a la inspectora, por eso no puede salir por donde ha entrado, porque ya no hay vuelta atrás, esa puerta se ha cerrado para él, ahora solo le queda un camino, el del crimen (de ahí que Boris deposite en él su confianza y le haga partícipe de su siguiente paso… que no revelaremos para evitar represalias).
Al final, aquellos dos abogados que defendían a empresarios corruptos y a políticos prevaricadores sin que ello les supusiera ningún problema de conciencia, terminan abrazando la maldad en su forma más cruda. Quizá porque, en el fondo, llevaban años entrenando para ello. Cambian los jugadores, el juego es el mismo.