Entiendo que haya (mucha) gente a la que no le guste Barry. ¿Por qué? Seguramente por ese ADN esquizoide que se plasma en un argumento que apela a la bastardía más heterodoxa y mezcla la historia de un exmilitar que se gana la vida como sicario y que, al mismo tiempo, está formándose para ser actor. Es como volcar una parte de Opening Night (John Cassavetes, 1997) y otra de El asesinato de un corredor de apuestas chino (John Cassavetes, 1974) en una coctelera, agitar suavemente y esperar que surja un brebaje sorprendente pero no apto para todos los paladares.
Esa ciclotimia tiene una difícil tolerancia, más aún cuando los creadores Alec Berg y Bill Hader también apelan a una ambivalencia tonal que oscila entre la comedia rígida y la violencia estilizada, con lo prosaico (comprar flores para tu novia) y lo extraordinario (aceptar un encargo para asesinar a una persona) dándose la mano en la misma secuencia. Si a ello le añaden un protagonista impávido, con esa parálisis emocional tan necesaria para alguien que se dedica a dispensar certificados de defunción contra la voluntad de sus titulares, y sus intentos por activar sus afectos emulando a los alumnos de Lee Strasberg, no es descabellado pensar que esta producción de HBO Max no cuente con el respaldo de un público mayoritario.
Sin embargo, de esa misma esencia que causa los desvíos de las miradas de buena parte de la audiencia es de la que, para quien esto firma, emanan todas sus virtudes (que no son pocas). Empecemos por su descarada apuesta por una desacomplejada mixtura genérica que la aparta de los caminos trillados. Un hibrido que, además y especialmente en esta tercera temporada cuya emisión recién ha concluido, hace de esa bipolaridad dramatúrgica y tonal su razón de ser, trasladándola tanto a sus imágenes como a su discurso.
Los intentos de Barry (Bill Hader) por convertirse en actor responden a una necesidad: adoptar una personalidad nueva que le permita apartarse de su verdadera naturaleza. En esta nueva tanda de episodios, viendo que no puede desligarse de sus pulsiones homicidas (que se manifiestan como visiones de disparos en la frente de las personas con las que discute), encuentra un propósito para seguir viviendo en la búsqueda de redención, ayudando a su mentor Gene Cousineau (Henry Winkler) a encontrar trabajo -recordemos que Barry asesinó a la pareja de éste, la agente de policía Janice Moss (Paula Newsome), cuando descubrió a qué se dedicaba.
Nuestro protagonista intenta denodadamente fabricarse una máscara que le permita seguir viviendo, tal y como queda refrendado por dos puntuales líneas de diálogo, la primera pronunciada por el propio Barry en una conversación con Cousineau en ‘Ben Mendelshon' (3.03) - “uno puede ser la versión de sí mismo que uno quiere ser”- y la segunda dicha por Hank (Anthony Carrigan) a Barry en ‘Crazytimesh*tshow’ (3.05) - “guardas tu identidad en secreto porque no puedes ser quien realmente eres, así que tratas de ser dos hombres a la vez, y simplemente eso no es posible”.
Sobre la posibilidad o la imposibilidad de construir una representación de sí mismo que pueda ser aceptada por el resto de la sociedad se articula la serie. Sucede que esa psicología escindida del protagonista (y, en pura lógica, de la propuesta misma, tal y como ya analizamos en el post dedicado a la segunda temporada) se aplica al resto de personajes que habitan esta tercera entrega, prolija en subtramas a pesar de su escaso minutaje (ocho episodios de treinta minutos), algo que, en ocasiones, deriva en algunas casualidades un tanto forzadas (por ejemplo, el agente del FBI Nguyen encontrando a Barry en mitad del desierto en el episodio final). Veámoslo (lo primero, no lo segundo).
Una vez reingresado en el seno de la industria por mediación de Barry, Cousineau se disfraza de buen samaritano, pide perdón a todos aquellos a los que ofendió y reconduce su vida dejando atrás su manera de ser. ¿Por qué? Por interés personal. Por el mismo motivo que traicionará a su pupilo en la secuencia final de la temporada. No es casual que, en la grabación de su nuevo programa televisivo (Gene Cousineu’s Master Class) se presente ante su público como un “coleccionista de máscaras”. Luego veremos por qué.
Otro tanto sucede con Sally (Sarah Goldberg), pareja de Barry, que cambia de rostro cuando su carrera televisiva pasa de ser fulgurante a fugaz y acepta las discutibles estrategias de acoso a sus superiores que su novio le proponía y que ella desdeñaba con vehemencia (es alguien que deja a Barry por su comportamiento agresivo y que termina clavándole un cuchillo en el cuello a un motero).
Y qué decir de Fuches (Stephen Root), el agente de Barry, forzadamente retirado para su propia seguridad en la estepa rusa, paraíso fingido al que renuncia para completar una venganza que necesita de una nueva identidad que además es doble: para la policía es un asesino a sueldo llamado ‘El cuervo’ y para sus nuevos clientes (familiares de las víctimas de su representado) un detective privado de nombre Kenneth Goulet.
Cerremos con Cristóbal Sifuentes (Michael Irby), mafioso boliviano que vive su romance homosexual con Hank, condición que esconde ante su suegro y su mujer, que viajaran desde su país de origen para pedirle cuentas y descubrir sus verdaderos apetitos, del todo intolerables según las normas no escritas del crimen organizado.
De un modo u otro, todos ellos, se fabrican identidades que les faciliten alcanzar sus objetivos. Al igual que Barry, crean personajes que les procuren la aceptación que necesitan para encajar en sus respectivos contextos. Y, claro, si hablamos de creación de personajes es que estamos hablando de representación, un concepto que la teleserie creada por Hader y Berg incluye tanto en su dramaturgia como en su diseño visual.
En primer lugar, tanto la línea argumental protagonizada por Sally como la que los guionistas dedican a Gene Cousineau se desarrollan en un ambiente catódico. En la primera, el vitriolo se derrama sobre la televisión en la era del streaming para criticar con feroz mordacidad el funcionamiento de una industria capitaneada por ejecutivos ignorantes, infestada de arribistas, dominada por una absurda tecnocracia algorítmica y creadora de una fama artificial y efímera.
Si en la segunda temporada se utilizaba la ficción como estrategia para asumir una realidad traumática a través de la obra teatral que Sally escribía, la conversión de la pieza en teleserie en esta hasta ahora última tanda de episodios indaga sobre el lado oscuro de un negocio traicionero y fútil. No es casual la rima que se establece entre el mayor pico de éxito de Sally, que se produce cuando estrena su serie en un cine y obtiene un 98% de aprobación en Rotten Tomatoes, y su caída en desgracia, que tiene lugar justo después de que la plataforma cancele su show por orden del algoritmo y, paulatinamente, vaya siendo abandonada por todos aquellos que le daban coba.
Los propios Alec Berg y Bill Hader, que dirigen los capítulos cuarto y séptimo respectivamente, rodean a Sally de negrura, primero anticipándonos la transitoriedad de ese triunfo al combinar contrapicados iluminados de su cara con tomas generales tenebrosas (foto superior) y después marcando su descenso a los infiernos en un desplazamiento que lleva a la directora y actriz de la luz a las sombras (véanse las dos imágenes inferiores extraídas de la misma secuencia). En Barry, prácticamente todos los movimientos de cámara o de los personajes tienen una justificación dramática (solo hace falta ver cómo se emplean los travellings hacia adelante y hacia atrás para marcar el grado de distancia emocional entre dos personajes).
Ahora bien, ese discurso trasciende la literalidad de determinadas situaciones y empapa las imágenes mismas. Uno de los rasgos de estilo más evidentes de Barry no es otro que el uso del plano secuencia. En ‘Forgiving Jeff’ (3.01), un largo travelling nos mostrará las interioridades del plató durante un momento del rodaje de Joplin (el show que dirige y protagoniza Sally) y el modo en el que se fabrican las series de televisión. Es decir, por un lado, se nos ofrece una reflexión crítica sobre la industria y, por el otro, en un guiño claramente metalingüístico, se nos muestra cómo funciona.
Esa representación dentro de la representación (la serie Joplin que se rueda dentro de la serie Barry) está al servicio de una línea de pensamiento más amplia que se bifurca en dos direcciones: conectando con el planteamiento dramático principal, presenta un desenlace que se define en clave representacional y, en segunda instancia, nos ofrece un estudio sobre la naturalización de la violencia. Empecemos por el final.
Las poderosas set pieces que salpican esta tercera temporada adoptan dos formas gramaticales predominantes: las tomas en continuidad y el plano general. Cuando la violencia estalla en Barry nos llega envuelta en secuencias muy estilizadas, rodadas con una incuestionable maestría técnica, como el doble asalto del cartel boliviano al vivero de la mafia chechena (capítulos 2 y 5) o la persecución en moto por las calles de Los Ángeles (capítulo 6).
Existe un distanciamiento manifiesto con respecto a la crueldad que se muestra que procede de la propia composición de las imágenes (ese plano general recurrente de la zona desértica en la que Barry entierra sus cadáveres, el punto de origen al que el asesino siempre acaba regresando, del que no puede huir). Al mismo tiempo, ese alejamiento se utiliza para mostrarnos la familiaridad con la que los estadounidenses conviven con actos de este tipo.
Valga como ejemplo el arranque del segundo episodio, en el que Barry lleva Cousineau secuestrado en su maletero, algo a lo que no presta la más mínima atención la chica que mira ensimismada la pantalla de su ordenador en la mesa de una cafetería (en la imagen inferior vemos otro magistral uso del plano general). O los repetidos tiroteos durante la citada persecución motera; tiroteos que parecen no extrañar a nadie y que terminan con un intercambio de disparos en un concesionario de coches usados que acaba con la muerte del motorista y con el regreso de propietario y clientes a la compraventa de vehículos como si nada hubiese pasado.
Esa normalidad con respecto a los homicidios que Barry denuncia abiertamente viene acompañada de una mofa tan negra como sutil sobre la posesión y el uso de armas, broma que queda plasmada en el asesinato involuntario de un hijo a manos de su madre, dos desafortunados ángeles de venganza que querían cobrarse la justicia por su mano eliminando a Barry (matarife del padre de esa familia) y que terminan comprobando en sus carnes que agenciarse una Glock quizá no era tan buena idea como pensaban, por más que la segunda enmienda lo permita.
La segunda parte de nuestra hipótesis se basa, de nuevo, en las imágenes. Vemos como se graba una serie de televisión o el nuevo programa de Gene Cousineau. Vemos a actores como Joe Mantegna haciendo de sí mismos. Vemos cómo se registra un espectacular enfrentamiento entre la banda boliviana y la policía a través de un smartphone. Vemos, en un gesto mucho más sutil, un brutal espectáculo de marionetas (foto inferior) en el que Sally mata al motorista que ha intentado estrangularla. Quedémonos con esta última toma, de nuevo un plano general, al que en un momento determinado se le quita el sonido, y que se asemeja sospechosamente a un escenario teatral.
Toda la temporada está trufada de estampas similares y de continuas referencias a lo representacional. Sin embargo, para que Barry pueda ser la versión de sí mismo que desea ser es imprescindible que los espectadores de su vida no se den cuenta de que lleva una careta, puesto que cuando perciban que están asistiendo a una mascarada su personalidad homicida quedará revelada. Barry nunca alcanza a adquirir la pericia interpretativa que se necesita para ser dos hombres a la vez. Por eso su vida siempre está en el alambre y por eso terminará siendo detenido, porque, al contrario que su mentor Gene Cousineau, él es incapaz de descifrar que está dentro de una representación orquestada por otros, como Truman Burbank (Jim Carrey) formaba parte de un espectáculo sin saberlo.
De ahí que el último plano de la temporada (foto inferior) sea, de nuevo, la réplica de un proscenio, el lugar en el que, una vez más, se ha puesto en escena una ficción en la que, como en no pocas obras de David Mamet, uno de los actores no era consciente de serlo (de ahí que Barry no aparezca y el plano lo ocupen los dos creadores/intérpretes). He aquí al maestro, al coleccionista de máscaras, derrotando a un alumno al que todavía le queda mucho por aprender.