La veterana sargento de la policía de Halifax, Catherine Cawood (Sarah Lancashire), es uno de los personajes más importantes de la serialidad contemporánea. La creación de Sally Wainwright, a quien también le debemos su impagable recreación de Anne Lister en Gentleman Jack, revela la para algunos misteriosa posibilidad de otorgar el protagonismo de una ficción a mujeres al borde de la jubilación, propietarias de un carácter tenaz e inflexible y con la locuacidad de Winston Churchill tras atizarse media botella de Pol Roger.
Ninguno de sus rasgos -ni su edad, ni su complexión física, ni su indominable mala baba – han supuesto un problema para una audiencia que lleva siguiendo con interés sus cuitas desde 2014, en España a través de Movistar Plus+.
La complejidad de esta agente de policía inteligente y desconfiada a quien brinda su rostro la inconmensurable Sarah Lancashire aumenta en una tercera temporada separada por un lapso de 7 años de la anterior entrega. Tiempo suficiente para que Ryan (Rhys Connah), el nieto de la sargento, se haya convertido en un adolescente malencarado y rebelde, actitudes que se deben más a las incisiones que los cambios de la primera edad practican en el carácter que a una verdadera predisposición para provocar el caos.
Y es que esta tercera tanda de episodios, que aprovecha la longitud de la serialidad para recordarnos cuan profundos pueden ser los vínculos que el público puede establecer con un personaje, gravita alrededor de dos conflictos.
El primero, el descubrimiento por parte de Catherine de la relación tejida a base de visitas secretas que Ryan mantiene con su padre Tommy Lee Royce (James Norton), causante del suicidio de su madre y del consiguiente abandono de ese bebé que tenían en común. Un adolescente que, ahora, a pesar de los desagravios y de las toneladas de advertencias recibidas, quiere retomar el contacto con el tipo que puso de su parte para hacerle venir a este mundo.
La segunda línea argumental se centra en el asesinato de Joanna Hepworth (Mollie Winnard), esposa del profesor de gimnasia del instituto en el que Ryan cursa la secundaria, consumidora habitual de Diazepam de contrabando y madre de dos hijas sometida al tiránico control de su marido.
Los dos resortes narrativos quedarán hilvanados por un par de hilos comunes. El clan mafioso comandado por Darius Knezevic (Alec Secareanu) está detrás tanto de los movimientos de Tommy Lee Royce, que culminan en su fuga y que tienen parte de su motivación en el trato afectivo que ha iniciado con su hijo, como del control del tráfico de drogas legales sin receta médica.
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Pese a tratarse de casos distintos, conectados de manera tenue por la coincidencia geográfica y los afanes resolutivos de la sargento Cawood, que participa en la investigación sobre Joanna y se ve obligada a protegerse de su exyerno cuando este escapa, Sally Wainwright se las arregla para que el desarrollo en paralelo de las dos tramas vaya creciendo en intensidad y se retroalimenten de manera que la tensión aumente exponencialmente a medida que nos acercamos al desenlace.
Hay, sin embargo, un evidente desequilibrio en la resolución de las dos tramas debido a que la que pivota sobre la relación entre Catherine y Tommy Lee Royce, con Ryan como nexo, se nutre de la gravedad del pasado y condensa nueve años de emociones, mientras que la segunda nunca excede los límites de lo accesorio.
Dejemos lo mejor para el final y aparquemos los asuntos familiares para repasar la triste historia de Joanna Hepworth, una mujer maltratada por un marido que parece recién sacado de un catálogo de novedades de Adidas.
Una madre reducida a un guiñapo que recurre a las prescripciones ilegales de su farmacéutico y vecino Faisal Bhatti (Amit Shah) para sobrellevar su progresivo derrumbe mental, la moral asfixiada por el ahogo psicológico al que la somete su esposo, alguien que no duda en activar los mecanismos de la coerción física cuando ve que su mal entendida autoridad no le alcanza para que Joanna obedezca.
La adicción a las benzodiazepinas y la no menos dolorosa dependencia conyugal lideran una toma de decisiones impulsiva, imprudente, desesperada. Joanna pasa de maquinar una versión de El cartero siempre llama dos veces a olvidarse de James M. Cain en cuanto consigue la medicación que necesita. Engaña a su dealer de apariencia cordial, le inocula el temor a la delación, le enseña el precipicio que amanece tras el paso en falso, ... Y entre la mentira y el chantaje, Faisal se acongoja, ve por el rabillo del ojo la postal fantasma de una cárcel, y factura a Joanna como equipaje para un vuelo de ida al otro mundo.
Wainwright, como es habitual en ella, desarrolla con prolijidad toda esa sucesión de encuentros y desacuerdos, pulimenta con paciencia de orfebre las aristas de cada personaje, te invita a comprender sus decisiones (que no a compartirlas). Ese farmacéutico que busca una vía alternativa de ingresos para mantener su nivel de vida y no intuye que, pese a la rentabilidad que le proporciona el menudeo, la venta al por menor de ansiolíticos lo deja a merced de una clientela inestable y, lo que es peor, lo expone ante los verdaderos profesionales del sector que querrán sacar tajada de un bisnes que mueve dinero ante sus narices y en su territorio.
El rictus afable de Faisal irá contrayéndose a medida que los inconvenientes vayan acumulándose como esa pila de ropa sucia que no se lava sola y que, a la segunda semana, empieza a oler a vestuario de equipo rugby sin duchar. Y su vida apacible irá enrareciéndose y los acontecimientos se precipitarán hasta que no le quede otra solución que el homicidio para limpiar el horizonte de inconvenientes.
La autora de Last tango in Halifax demuestra, una vez más, que domina los tempos de la progresión dramática y si en los tres primeros episodios asistimos la conversión de Faisal de pequeño traficante a asesino, en los tres siguientes observaremos la investigación de la muerte de Joanna (en la que la sargento Cawood participará de manera tangencial) y a las distintas operaciones acometidas por el taimado boticario para maquillar con el rostro de la culpabilidad al irascible esposo de la víctima.
Sucede que esa progresión va perdiendo fuelle a medida que gana intensidad la trama principal (algo lógico, por otra parte) y la solución del caso se presenta de manera atropellada y convenientemente oportuna. Cawood deducirá la verdad del homicidio de Joanna mientras dormita en el sofá de Alison Garrs (Susan Lynch), exconvicta con la que ahora mantiene una peculiar relación de amistad.
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El hallazgo casual de una tableta de pastillas sobre el parqué de la casa de su amiga, blíster que pertenece a su agente de la condicional, la induce a iniciar una breve investigación que la llevará a la solución (pesquisas que permanecerán en off y nos serán reveladas al final del último episodio). El hilo de casualidades es demasiado abrumador como para pasarlo por alto: Catherine duerme en el sofá de Alison, encuentra las pastillas que son propiedad del agente de la condicional quien, a
su vez, le confiesa que se las compra a Faisal (!).
En todo caso, la idea subyacente a la conclusión es la de que el crimen paga. Quizá hubiera sido más jugoso, también más polémico, dejar libre a Faisal y hacer que el marido cargase con la culpa. Hubiera respetado los términos en los que se plantea el desenlace de esa subtrama -Faisal aparece en una sola secuencia del episodio final, mientras que Rob sufre un interrogatorio en el que los indicios de su culpabilidad se acumulan- y, probablemente, hubiese dado mayor consistencia a la línea discursiva que organiza esa subsección dramática: que los hombres, tanto el marido violento y controlador como el amable farmacéutico de origen pakistaní, siempre cobran sus facturas.
Dejar libre a Faisal y depositar en el espectador el terrible conocimiento de que ese tipo calmado y de porte inocente (recuerden la secuencia del accidente de coche) es un asesino se me antoja una solución más provocadora, más interesante, pero yo no me llamo Sally Wainwright ni esta es mi serie (y que consté que he dudado seriamente a la hora de proponer este final alternativo, pero hay días en los que uno no puede refrenar su atrevimiento).
Vayamos ahora a la trama familiar. La abordaremos a partir del duelo final entre Catherine y Tommy Lee Royce. Wainwright, en otro más de sus golpes de genio, utiliza sendos álbumes de fotos familiares para marcar los cambios en la relación entre uno y otra a partir de las figuras que los unen, que no son otra que la de Ryan (nieto e hijo, respectivamente) y Becky, su madre muerta.
En el primer tercio del episodio final, una agotada sargento Cawood afirma frente a la tumba de su hija haber hecho cuanto ha podido para proteger a Ryan de su padre. De vuelta a casa, rota de cansancio, se sentará en un butacón a repasar las fotos familiares -la aparición de las páginas en blanco que revelan la vida abortada su hija en el primero; el crecimiento de Ryan, en el segundo- como para comprobar los resultados de su esfuerzo, temerosa de que ese “hice cuanto pude” no sea suficiente para apartar a su nieto del progenitor que le ha tocado en suerte.
Cuando Tommy Lee Royce se ventile a los esbirros de Knezevic, después de que este haya decidido que es un cabo suelto que conviene eliminar (en una secuencia rodada
con enorme pulso por Fergus O’Brien) y se dirija a casa de su exsuegra con ánimo de ajustarle las cuentas, nos encontraremos con un travelling que viaja desde el regazo de una Catherine dormida -sobre sus piernas reposa el álbum fotográfico- hasta la ventana por la que asoma Tommy, un gesto que une esos tres elementos -y a esos tres personajes- que después serán decisivos.
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Antes del encuentro final entre ambos, se producen dos hechos importantes. Catherine habla con Ryan sobre el interrogatorio que ha tenido que afrontar a propósito del paradero de su padre, y su nieto le confiesa que nunca se hubiese escapado con él, además de recordarle la verdadera importancia de los vínculos familiares a propósito de Claire (Siobhan Finneran), a la que Catherine machaca incansablemente por haber desobedecido sus órdenes y permitirle que Ryan visitase a su padre en la cárcel.
Tommy Lee, que ha allanado la casa de la sargento, repasará los álbumes de fotos que esta ha dejado sobre la mesa del comedor. Las imágenes -la intermediación fotográfica- como instrumento para la toma de conciencia (Tommy no matará a su suegra tras todo lo que ha hecho por Ryan), pero también como testigo involuntariamente cedido -de Catherine a Tommy Lee- que culmina el arco de transformación de protagonista y antagonista.
Ryan, y el amor que ambos sienten por él, como figura catártica por la que merece la pena sacrificarse. No es casual que la secuencia terminé con Catherine saliendo de su comedor en llamas portando los dos álbumes chamuscados, elemento vertebrador del desenlace, a la vez depósito de la memoria de una familia rota y motor de arranque de los vaivenes emocionales de ambos.
Esa transformación de los personajes implica una dolorosa inversión de roles, hasta el punto de que Tommy Lee, asesino convicto, bendice con su perdón a Catherine porque, pese a haberle ocultado la existencia de Ryan, ha cuidado de él cuando nadie más quería hacerlo.
Catherine, reacia a aceptar los razonamientos de su yerno, alcanza un grado de comprensión profunda de cuáles han sido los miedos que han dirigido su comportamiento. Entiende que su obsesión por el control procede de su creencia en el malditismo genético, en ese temor inveterado a que Ryan sea como su padre. Eso sí, a Catherine las brasas del orgullo avivadas por la llama de los prejuicios le impiden creer que su enemigo, al que describe como “un niño asustado, demento, iluso y asquerosamente repugnante en un cuerpo de adulto”, haya podido dejar de ser el criminal que es.
Y, sin embargo, Tommy Lee Royce desestima su cruzada vengadora poque es capaz de valorar la labor protectora y pedagógica que su adversaria ha llevado a cabo, aun cuando está apuntándole con un arma que no vacilará en disparar si es necesario.
Pese a que Catherine no cree en su arrepentimiento, y él tiene serias dificultades para calibrar la verdadera magnitud de las terribles acciones que ha cometido en el pasado, y aun sabiendo que no obtendrá el perdón de la tutora de su hijo, se despedirá de ella diciéndole aquello de “no quiero que mueras, maldita zorra".
En ese clímax apoteósico, Sally Wainwright demuestra su brillantez para los diálogos. La repetición de palabras/elementos para marcar el ritmo (aquí la necesidad de una ambulancia) e introducir pausas que contengan la torrencial ira verbal de Catherine.
La ruptura de las expectativas de los dos personajes a medida que se revelan informaciones o aspectos oscuros del pasado que ellos desconocen (pero el espectador no) y se traducen en sutiles reacciones faciales capturadas por el uso reiterado de los primeros planos: Catherine siendo dura y tierna a la vez, una lágrima resbalando por su mejilla, mientras expresa orgullosa que Ryan no se parece en nada a su padre: “es un príncipe”.
Esta secuencia junto con la conversación que la sargento mantiene con Claire en el episodio tercero, en la que le recrimina que haya acompañado a Ryan a visitar al tarugo de su padre a la cárcel de Sheffield – estamos ante un tratado de violencia verbal y acoso psicológico (Catherine puede ser muy cabrona cuando se lo propone, y se lo propone muy a menudo)-, son para estudiar en las escuelas.
Terminemos con un par de apuntes de dirección en una serie que brilla principalmente por su férrea y tensa construcción dramática. Las dos están protagonizadas por Rob Hepworth. La primera se encuentra en el primer episodio. La sargento Cawood visita la casa de los Hepworth después de que Rob haya denunciado a su mujer por consumir medicamentos sin receta.
Desde la dirección, Patrick Harkins y la propia Wainwright colocan a los personajes en el encuadre para reforzar la relación de dominio de Rob con respecto a Joanna: él, de pie, contestando a todas las preguntas que hace Catherine (que van dirigidas a su mujer); ella, sentada, en posición de inferioridad, sin decir ni pío.
En la sucesión de planos y contraplanos que encapsulan el interrogatorio, se señala la inclinación de Catherine hacía Joanna, eliminando a Rob del plano cuando se encuadra a la policía (foto superior) y manteniéndolo en cuadro total o parcialmente cuando se filma a Joanna para señalar su influencia sobre ella. Con sus preguntas Catherine intenta eliminarlo de la ecuación, con sus respuestas él insiste en permanecer.
En la parte final de la secuencia, cuando la sargento intente separar a Joanna de Rob para que así pueda desembarazarse de su yugo y contar lo que de verdad sucede, la cámara cambiará de posición: si toda la secuencia se había filmado mirando hacía la cocina, ahora el objetivo se sitúa al otro lado del eje para unir a Catherine con Joanna y dejar a Rob al otro lado, remarcando la oposición (foto inferior).
La segunda secuencia seleccionada se encuentra en el episodio final. Rob es interrogado en relación con la muerte de su mujer. La ronda de preguntas arranca con planos medios, con aire en los laterales de la imagen. Como si la cámara fuese un émbolo, a medida que las pruebas y las respuestas de Rob van comprometiendo su situación, las escalas se acortan hasta unos asfixiantes primeros planos que denotan los apuros por los que atraviesa el profesor de gimnasia.
Es cierto que Catherine Cawood es un personaje para la historia, pero Happy Valley es algo más que Catherine Cawood.