One short sleep past, we wake eternally
And death shall be no more; Death, thou shalt die.
John Donne (Death, be not proud)
“Ursula Todd muere una noche en 1910 antes de que pueda respirar por primera vez. Esa misma noche, Ursula nace y sobrevive”. Esa es la limitadísima sinopsis que la BBC utilizó para describir Life After Life, rebautizada en nuestro país como Una y otra vez y disponible en Filmin desde el pasado 21 de marzo (en el Reino Unido se lanzó hace casi un año y en nuestro país tuvo un prestreno parcial en el Serielizados Fest).
Esas dos líneas condensan la esencia de la propuesta desarrollada por la guionista y dramaturga Bash Doran (Boardwalk Empire, Masters of Sex) a partir de la novela original de Kate Atkinson: contar la vida de Ursula a partir de una sucesión de ucronías (como se señala en su modélico teaser, las dos mejores palabras del idioma inglés cuando las pones juntas son “what if”).
Cada vez que Ursula muere, volvemos a su alumbramiento para asistir a la reconstrucción de su vida, pues cada regreso supone un aprendizaje que motiva un cambio en su toma de decisiones y, por lo tanto, la alteración de su futuro inmediato y la eliminación de las causas que provocaron su(s) muerte(s). Ella no interpreta sus resurrecciones como tales, sino como un compuesto memorístico en el que se entretejen la premonición y la paramnesia, puesto que, al contrario de lo que nos sucede a los espectadores, ella tiene una percepción lineal de su existencia.
Cada vez que Ursula muere, volvemos a su alumbramiento para asistir a la reconstrucción de su vida
Esa disposición narrativa se sustenta, por fuerza, en la idea de bucle. Sucede que, ese encadenado de loops se estructura a partir de una serie de figuras procedentes de la poesía lírica, pero también sinfónica, más que de precedentes audiovisuales (de Atrapado en el tiempo a Una cuestión de tiempo, pasando por Russian Doll o, por barrer para casa, La vida un hilo). El (re)nacimiento de Ursula funciona como un estribillo al que se acude con regularidad, mientras que el repaso de otros pasajes de su vida hasta reconectar con el presente narrativo supone una yuxtaposición de pequeñas anáforas que contribuyen al diseño de una composición rítmica muy particular, una musicalidad poética.
Esos recursos de base literaria que poseen un valor tonal antes que narrativo se espejan en la portentosa banda sonora original obra de Volker Bertelmann que combina las formas cíclicas (esa suite que se repite) con la transformación temática, situándonos en las coordenadas del poema sinfónico. La coherencia entre el uso de estos recursos y la genética de un relato basado en esa superestructura que podríamos definir como ‘variaciones sobre un mismo tema’ es del todo pertinente.
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La concordancia de las formas queda reforzada por un sinfín de detalles a propósito tanto de la cadencia empleada (de su rítmica poética) como de los mecanismos de repetición que salpican la historia. Ahí está la mención al poeta metafísico John Donne, cuyo Death, be not proud citado en el encabezado de este texto bien podría sintetizar las aspiraciones de Life After Life (disculpen si me niego a poner el título en español, pero la polisemia del original me resulta irresistible, pues puede leerse como “la vida después de la vida” o “vida tras vida”… y las dos traducciones serían válidas).
O el hecho de que en sus clases de mecanografía Ursula teclee derivados del verbo iterar. U otras referencias más directas, todas ellas pertenecientes al grueso de conversaciones que la joven mantiene con su psiquiatra el doctor Kellet (John Hodgkinson), que van desde conceptos como el ouroboros, el dejà vu o el amor fati y remiten explícitamente a Nietzsche y, por extensión, a Píndaro.
La utilización de la música de Bertelmann es sumamente inteligente. En primer lugar, porque su elegante exuberancia empapa la mayoría de las secuencias, solo que su notoria presencia no persigue tanto el subrayado de las emociones como la creación de un paisaje tonal, de ahí que nos refiramos a la influencia del poema sinfónico como modelo compositivo para definir esta producción para la BBC.
De hecho, resulta sumamente esclarecedor observar cómo en los instantes en los que los sentimientos se desbordan (Ursula despidiéndose de su hermano Ted; Ursula dándole un final digno a su hija) la música se apaga porque recargar el drama sería del todo innecesario, además de una ofrenda de mal gusto. Como ya sucedía en ese sobrio melodrama que era Brooklyn (2015), el director John Crowley demuestra tener buena mano para el género.
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Si retrocedemos al resumen inicial, entenderemos que el año 1910 se antoja importante, no solo porque fecha el nacimiento de Ursula, sino, sobre todo, porque ubica cronológicamente una historia en la que el devenir biográfico de su protagonista se incardina en dos episodios cruciales de la Historia contemporánea como son la primera y la Segunda Guerra Mundial.
En ese sentido, y por tratarse también de un primoroso period drama a propósito de una familia upper class que vive en la mansión de Fox Corner, Life After Life guarda cierta relación con Downton Abbey (Julian Fellowes, 2010-2015) –la lectura de clase, los hechos históricos jalonando el relato, el choque entre tradición y modernidad– por más que aquí Bash Doran se dedique a retorcer las reglas del subgénero para construir otra cosa.
Frente a la limpidez narrativa del estilo Fellowes, nos encontramos aquí con un relato que doblega la línea recta del orden cronológico para, atendiendo a la teoría del eterno retorno, fulminar el pasado y el futuro (ese flashforward que nos muestra a una Ursula anciana) y definir el tiempo como una simultaneidad que se resume en el ahora como única unidad de medida.
Y es que la idea que subyace a ese storytelling orbicular, y que la serie expone reiteradamente en forma de paradojas -una postal bucólica familiar mientras se anuncia el inicio de la guerra; Ursula jugando con un bebé antes de que una bomba aniquile el refugio en el que se resguardan-, no es otra que la de la fugacidad de la vida, la imposible pero necesaria búsqueda de instantes de felicidad que conviene atesorar right here, right now porque, cuando menos lo esperemos, nos apagarán las luces del garito y nos dirán que la fiesta ha acabado.
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Surge así una inesperada conexión temática y espiritual con el cuarto episodio de We Are Who Are, la teleserie de Luca Guadagnino, todo un canto a la vida en un entorno en el que se instruye a los jóvenes para administrar (o recibir) la muerte.
Todas esas ideas tienen un correlato visual en esos largos travellings hacia adelante que salpican los episodios y que se ven súbitamente abortados por una incisión practicada en la mesa de edición, sinónimo de una manera de contar armada a partir de pequeños vectores que hacen avanzar la trama para frenarse en seco y volver al momento en el que todo empezó.
La música de Volker Veltermann no persigue tanto el subrayado de las emociones como la creación de un paisaje tonal
No es casual que la transición que se produce entre la secuencia de apertura situada en el futuro (la conversación entre Ursula y su hermano Teddy antes de que este se embarque en una misión de guerra) y la semilla del relato (esto es, el nacimiento de la niña) se efectúe apelando a uno de esos enérgicos movimientos de cámara. Al fin y al cabo, el conflicto primordial de la protagonista no es otro que poder decirle a su hermano, quien sabe si por última vez, que le quiere.
También en lo estético John Crowley se aparta de una puesta en escena académica y abre espacios para que se filtre la abstracción sombría –Ursula deseando morir en el tercer episodio (foto superior)-, choques visuales que también afectan a lo narrativo, pues la utilización de una voz en off que ordena el relato para el espectador contrasta con la percepción que la protagonista tiene de cuanto le sucede.
Hay una asimetría sensorial e informativa, puesto que ella vive -como usted y como yo- hacía adelante, e interpreta sus rectificaciones como fruto de ciertos presagios o de la intuición (por eso va al psiquiatra), mientras que el público, tutelado por la narradora (Lesley Manville) maneja informaciones distintas y se rige por otra mecánica, la del bucle, la de esos constantes retornos al pasado que le permiten a Ursula reescribir su biografía en cada regreso y arreglar errores.
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Por cierto, en esa corrección constante de infortunios vitales, en ese taller de reparación para malas decisiones, Life After Life llega saluda con gustosa complicidad al Quentin Tarantino de Malditos bastardos (2009); es más, en esa excursión de Ursula por los bosques bávaros en los tiempos del nazismo efervescente, puede uno acordarse del ‘Tomorrow belongs to me’ de Cabaret (Bob Fossee, 1972) pues aquí no faltan los cánticos, ni la belleza caucásica, ni el temor ante la eclosión del huevo del horror que sus voces anuncian.
La parte de la historia de Ursula que vemos (de 1910 a 1945) es, también, la historia de las mujeres de la época; de hecho, hasta en dos ocasiones, la propia protagonista se refiere a sus días en la tierra como una “pesadilla sin fin”. Su vida bilocada incluye una violación, el posterior aborto y la condena familiar. También un matrimonio urgente que bajo el anhelante apremio esconde la rudeza de la vejación constante y la violencia doméstica (algo que Crowley ya nos avanza con el plano que rubrica la unión, tomado desde el interior de un coche, diciéndonos que el enlace es una condena).
Ursula es, también, el punto de tensión entre la rectitud victoriana de su madre (Sian Clifford) y el comportamiento liberal y moderno de su tía Izzie (Jessica Brown Findlay): la hostilidad madre e hija se observa con claridad en la secuencia del gallinero del segundo episodio, con el asfixiante enrejado y los cortes de montaje cincelando esa división motivada por el interés de Ursula en regresar a la consulta del doctor Kellet, algo que su madre no aprueba (y que no es más que la punta del iceberg de las disensiones entre ambas).
Ursula es, a su vez, el eslabón entre dos modelos de mujer opuestos (su madre y su tía), simultáneos (conviven en el mismo periodo) y consecutivos, pues Izzie será el molde sobre el que ella forje su personalidad y el prototipo deseable de feminidad (al menos en los términos en los que la serie lo expone). Las prohibiciones sistemáticas y la naturalización de una falsa inferioridad impuesta por una sociedad conservadora (no puedes ir a Oxford, no puedes disparar un rifle, no puedes trabajar en el Ministerio del Interior, no puedes, …) serán los principales diques de contención que habrá de salvaguardar Ursula, nuestra Ursula, para conquistar un espacio libre de impedimentos (como ese cabaré queer que se abre en el sótano de un reputado pub londinense en plena guerra).
A todo ello habrá de enfrentarse la pertinaz Ursula –triplemente interpretada con brillantez por Eliza Riley, Isla Johnston y la portentosa Thomasin McKenzie- en este poema visual que termina con una rima secuencial (el final mirándose en el principio) y con un último plano a la vez prodigio de síntesis y defensa de una narrativa abierta, libre. No puede haber un final cerrado para una serie que pregona que el futuro es ahora.