'Pequeñas cosas hermosas': lo que somos casi nunca es lo que quisimos ser
Esta serie que se puede ver en Disney + posee virtudes que la hacen mucho más interesante que la mayoría de las decenas de estrenos que nos llegan cada mes
Claire Pierce (Kathryn Hahn) es mentirosa, impulsiva y profundamente infeliz; una mujer solitaria contra su voluntad. Es alguien que tiene serias dificultades para tolerarse. Aguantarla tampoco es fácil. Poseída por una verborrea digna de un youtuber puesto de speed y maestra del dudoso arte de decir aquello que no debe, Claire carga con un pasado que incluye una carrera de escritora muerta antes de nacer y una madre pasada a mejor vida cuando ella apenas empezaba a descubrir todo lo que el mundo universitario puede ofrecerte en cuanto abandonas las aulas.
Pese a lo que pueda parecer —y en el pack de contratiempos conviene incluir un matrimonio roto a las primeras de cambio y un parto a temprana edad— su vida no es especialmente trágica, solo que cuando los dramas del primer mundo se empeñan en visitarte siempre llegan como la familia en Nochebuena, sin pedir permiso y en tropel.
Mientras ve como la losa de los 50 va oscureciendo una década en la que casi cualquiera sigue creyéndose joven, Claire contemplará como su (segundo) marido la echa de casa por haberle prestado, sin previa consulta, 15.000 dólares a Lucas, su hermano menor, procedentes de los ahorros para la universidad de su hija Frankie Rae (Tanzyn Crawford). Claire, que tiene una relación tensa con su zagala adolescente, se ve obligada a dormir en la cama libre del cuarto de una de las internas de la residencia de ancianos en la que trabaja.
Y ahí, en mitad de ese torbellino de taza de inodoro de un Boeing 747, quiere la casualidad que su vena literaria y sus miserias cotidianas puedan ser canalizadas a través de un consultorio sentimental desde el que, bajo el seudónimo de Sugar y sin ganar un duro, nuestra atribulada protagonista, pese a tener su GPS vital estropeado, dará consejos a todos aquellos que buscan respuesta a sus problemas diarios.
A priori, Pequeñas cosas hermosas (Liz Tigelaar, 2022) carece de cualquier atractivo para un espectador como yo. Un producto que cuenta entre sus impulsoras con Reese Witherspoon (también con Laura Dern), con parte del equipo creativo que estuvo detrás de Little Fires Everywhere y que se basa en las novelas de Cheryl Strayed, no figuraba en mi lista de preferencias.
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Si a ello le suman una realización que se reboza en el azúcar glas del melodrama dulzón, con esas suites de piano almibaradas en busca de la lagrima fácil cortesía de Gabriel Mann e Ingrid Michaelson, atestada de temas melosos que acompañan las secuencias de transición, y con una base de galleta de la fortuna inspirada en el recetario de los manuales de autoayuda (que en el peor de los casos deriva en postales atiborradas de lirismo impostado), la decisión más sabia hubiera sido no hincarle el diente.
Y a pesar de esos ingredientes, esta producción para Hulu que se puede ver en Disney + desde el pasado mes de abril, posee virtudes que la hacen mucho más interesante que la mayoría de las decenas de estrenos que nos llegan cada mes. ¿Cuáles son? En primer lugar, una estructura aparentemente sencilla —y nada nueva— en la que cada episodio guarda relación con el tema que Claire aborda en su consultorio online (hola, Sexo en Nueva York).
Ese ordenamiento no es férreo y hay capítulos que no obedecen a esa premisa que se asienta al final del primer episodio y que sirve para dotar de cohesión a una propuesta —y aquí viene lo importante— que alterna dos temporalidades, la que corresponde al presente de Claire y la que abarca sus años universitarios (con algún viaje puntual a su infancia) y aborda, principalmente, la relación con su madre fallecida a causa de un cáncer fulminante (encarnada por una estupenda Merritt Wever).
Lo interesante de esta división cronológica procede, por una parte, del interés de Liz Tigelaar por entender las motivaciones que conforman el carácter voluble de Claire. Pequeñas cosas hermosas es, sobre todo, un retrato extremadamente preciso de una mujer perdida en el laberinto de su propia vida, de ahí que haya un esfuerzo por comprender qué la ha llevado a esa situación, evitando a toda costa lanzar juicios morales contra ella (aquí, en un nivel menor al de una serie como Barry, no se persigue la identificación entre protagonista y espectador, lo que se busca es que logremos a entender a una tipa a la que a duras penas toleraríamos en nuestro día a día).
Por otra parte, esa dualidad temporal, lejos de conjugarse desde lo disociativo, y asumiendo que en el pasado de Claire se encuentran algunas de las causas cuyos efectos aparecen a sus casi 50 años, se plasma desde la asociación, superponiendo tiempos y haciendo que la versión joven de la protagonista (una Sarah Pidgeon a la altura de Hahn) aparezca en pasajes pertenecientes a su ahora. No estamos ante una decisión caprichosa, pues es esta una teleficción en la que el sufrimiento emerge desde una alcantarilla rebosante de cuentas pendientes.
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En la secuencia climática del capítulo final, el solapamiento de tiempos ejemplifica esa necesidad de suturar las heridas que se abrieron décadas atrás y que todavía siguen supurando, asuntos sin resolver vinculados a la repentina muerte la madre (quien haya llegado tarde a alguna cita con sus muertos lo entenderá), a los duelos mal llevados y al desapego de un padre borrachuzo y agresivo. De hecho, mientras que el presente narrativo viene lacado en tonalidades apagadas, los flashbacks están rodados con una iluminación cálida, una diferencia en la colorimetría que apunta a la idealización de un pasado y de una madre (y de un modelo de madre) con el que Claire nunca podrá competir.
Pequeñas cosas hermosas funciona porque el despliegue de temas no se impone al sustrato dramático. Porque esa pérdida temprana que se transforma en sobreprotección, ese prohibicionismo autoritario que oculta el olvido selectivo de aquellas cosas que hacíamos cuando éramos jóvenes y que ahora vetamos a nuestros descendientes, esas frustraciones acumuladas que buscan un culpable en cada rincón, esas descacharrantes huidas hacia adelante que terminan en atropellos involuntarios con regreso a la casilla de salida.
Todos esos asuntos son consustanciales a la deriva de una Claire que no sabe explicarse a sí misma lo que le sucede hasta que, al final, y después de encontrar las palabras adecuadas para resolver las dificultades de los usuarios de su chat (sus problemas resonando constantemente en su propia biografía), es capaz de ponerle nombre —o al menos de elaborar una mínima descripción— a lo que le sucede. En ese sentido, el mejor golpe de la función lo encontramos en el capítulo séptimo, cuando su marido Danny (Quentin Plair), inspirado por los consejos de esa Sugar cuya identidad nadie conoce, decide emprender una nueva vida en solitario.
Kathryn Hahn vuelve a poner rostro a una mujer desnortada de mediana edad (como en la notabilísima I Love Dick) que avanza a tientas por su desordenada vida mientras trata de parchear los problemas que ella misma ayuda a multiplicar (podríamos verla como una Fleabag quince años mayor). Pese alimentar con fruición el motor melodramático de esta serie con duración de sitcom (la mayoría de episodios no llegan a la media hora), la vis cómica de la actriz y los reveses humorísticos que salpican cada episodio consiguen despresurizarla de gravedad y le restan importancia a algunos pasajes que se aproximan peligrosamente a la fofísima tercera temporada de Ted Lasso, una serie que empezó pareciéndose a esta y que está a punto de terminar como un libro de Albert Espinosa.
En el séptimo episodio ('Go'), en el que Claire y su amiga Amy (Michaela Watkins) se inscriben en un retiro de escritores para asistir a un seminario, la protagonista hará lo imposible por cruzarse con Hayes MacKeown (Tim Roth), el autor que la impulsó a escribir tras responderle una carta décadas atrás. El encuentro entre ambos solo servirá para desmentir la leyenda que la propia Claire había construido en su memoria, metáfora perfecta de una serie que viene a decirnos que lo que somos casi nunca es lo que quisimos (ni lo que creemos) ser y que debemos aprender a lidiar con ello.