La serie creada por Bill Hader y Alec Berg sobre un sicario profesional que buscaba sublimar sus pulsiones homicidas aprendiendo interpretación siempre se movió en los límites de unas coordenadas muy concretas. Desde una perspectiva genérica, se nos presentaba como una extemporánea mezcla entre comedia desvitalizada y thriller estrambótico cuya estética, sustentada en el uso del plano secuencia, las grandes escalas, el tratamiento metafórico del paisaje y la pirueta metalingüística, parecía mantener, al menos en apariencia, una dura contienda con su dramaturgia: algo así como si Michael Mann se pusiese a dirigir un sketch de Saturday Night Live.
Si uno se para a pensar en la idiosincrasia de su protagonista, alguien en permanente lucha contra sí mismo, entenderá la impepinable coherencia de esta teleficción esquizoide que renuncia a buscar cualquier tipo de empatía por parte de la audiencia, porque, de lo que aquí se trata es de abrir el capó de las convenciones sociales para mostrarnos cómo funcionan los engranajes del motor de la hipocresía.
En Barry, los fingimientos que fortifican los vínculos que hacen posible la convivencia son puestos al descubierto, y las distintas ficciones (re)creadas por los personajes se nos aparecen como estrategias para lidiar con pasados traumáticos o realidades inasumibles.
Basta con repasar la evolución de Sally (Sarah Goldberg), que empieza escribiendo una pequeña pieza teatral para superar una relación marcada por los malos tratos, pasa a convertirse en una fugaz estrella televisiva y termina interpretando el papel de camarera en un bar de mala muerte para poder seguir con su vida, modificando su conducta (encarnando un papel tras otro) en función de las circunstancias.
En su entrega final, dirigida al completo por Bill Hader, la psicología escindida de Barry Berkman (el propio Hader) se apodera de lo estructural, no ya con excursiones capitulares hacía otros géneros, como sucedía, por ejemplo, en la segunda entrega, sino con una elipsis que abre en dos la temporada justo en su ecuador. Para no malgastar líneas esbozando una sinopsis, baste decir que la postrera tanda de episodios se divide entre la estancia de Barry en la cárcel y la construcción de una nueva existencia en mitad de la nada tras la consiguiente fuga del presidio y el ya citado (gran) salto temporal.
Ese diseño abrupto está presente en todos los elementos que conforman la propuesta. La aleación de dos géneros distintos conjugados a partir de formulaciones infrecuentes (comedia + hieratismo / thriller + absurdo) que hacen del compuesto final un material extrañísimo incluso para la teleficción contemporánea. Una puesta en escena sofisticada, que magnifica la extravagancia de las situaciones dramáticas que se plantean (verbigracia, el tiroteo situado en el series finale, con ese plano general que nos muestra las ridículas consecuencias de una repentina balacera, nuevo hito dentro de la particular cruzada que la serie entabla contra el sinsentido de la violencia).
Unos personajes que no han cesado de fabricarse identidades ficticias para granjearse un grado de aceptación mínimo que les permita encajar en sus respectivos contextos; identidades a las que, llegado el final, habrán de renunciar para aceptarse tal y como son (o morir en el intento). La última temporada es la de la aceptación de la propia naturaleza, esa de la que Barry deseaba escapar abrazando la fe de Stanislavski (“si no hubiera tratado de entenderme no estaríamos aquí”, le oímos decir durante su estancia en prisión).
Fuches (Stephen Root), cuyo monólogo del capítulo final concentra las conclusiones de la serie, asume la carga biográfica de ese hampón inventado que es The Raven y se convierte en el tipo despiadado que siempre fue; Gene Cousineau (Henry Winkler), pese a presentarse como un hombre nuevo, una especie de anacoreta que ha borrado de su diccionario vital la palabra egoísmo, termina siendo víctima de su propia vanidad.
Sally diluye la terrible realidad a la que se ha visto abocada bañándola en vodka –seguir a Barry y formar una familia junto a él la obliga a fingir- para, final y afortunadamente, recuperar su vocación teatral (y volver al inicio, a ser lo que fue); Hank (Anthony Carrigan) será incapaz de preservar una existencia pacífica junto a Cristóbal (Michael Irby) porque sus pulsiones criminales (su naturaleza) terminarán devolviéndolo a su hábitat natural, si bien la negación ulterior de su pecado (matar al amor de su vida para salvar sus negocios) le costará cara.
Los paisajes áridos pueden leerse como la intemperie mental de un protagonista torturado
Estructura, dramaturgia y puesta en escena forman un todo indisociable propulsado desde esa idea de trastorno que domina la mente de Barry Berkman, el exsoldado que trata de recomponerse constantemente valiéndose de casi cualquier método para anular sus instintos. Ahora, emigrado a una zona desértica en la que, aislado del mundo, ha levantado un hogar junto a Sally y su hijo John (Zachary Golinger), cambia el Actor’s Studio por el fundamentalismo religioso y el revisionismo histórico para forjar una nueva personalidad que le garantice poder seguir respirando.
En una serie en la que los paisajes áridos pueden leerse como la intemperie mental de un protagonista torturado que, una y otra vez, regresa a la nada – el cerebro devastado por su pasado militar-, no es casual que Barry trate de germinar de nuevo en mitad de una plancha de tierra y piedras en la que no crece la hierba.
Ese es el único lugar en el que, casi al margen de la civilización, puede vivir; el único sitio que rima con las adustas explanadas pedregosas en las que enterraba a sus ajusticiados y con los paisajes que pueblan las visiones que le atormentan. En Barry hay una relación simbólica entre la muerte y esa nada inmensa que es el desierto, un lugar del que no se puede escapar (piensen, por ejemplo, en la mansión en la que Hank aloja a Fuches recién salido de la cárcel).
Así pues, esta producción de HBO le da vueltas a la posibilidad de construir una representación de uno mismo que pueda ser aceptada por el resto de la sociedad. En textos anteriores ya hemos hablado sobre cómo, desde la dirección, se aborda esta cuestión de esencia metalingüística. Desde un punto de vista visual, las tomas frontales y las composiciones que reproducen las formas de un escenario son recurrentes. En esta cuarta temporada veremos a Barry salir de detrás del telón en "It Takes a Psycho" (la imagen que abre el texto), esto es, le veremos regresar a escena tras estar ausente durante todo el capítulo cuarto y su entrada será decisiva para el futuro de la serie.
Otro tanto sucederá con Fuches en el último episodio (foto inferior) saliendo a escena y regresando a las bambalinas tras entregarle a Barry a su hijo John. Aquella frase shakespeariana que decía que “the world is a stage” se asume aquí de manera literal y a todos los niveles, así que ni es casual que en el tramo final de la serie veamos la representación de la obra teatral de Thornton Wilder Our Town (¿acaso Barry no es también, aunque desde una ángulo alejado del costumbrismo, un retrato de la América de su tiempo?) ni que, como venía siendo norma, se impugne el modelo de entretenimiento mainstream imperante.
No solo incluyendo pullas a propósito de Yellowstone, parodiando el cine de superhéroes o ridiculizando la intercambiabilidad de las distintas partes de la saga Fast & Furious, sino, principalmente, cerrando el show con la proyección de The Mask Collector, un biopic producido por la Warner Bros (propietaria de HBO, no lo olvidemos) sobre la vida de Barry que resulta ser el reverso convencional (obvia, melodramática, efectista) de una serie fuera de toda norma (de hecho, supone una clara tergiversación de lo que hemos visto y reproduce la última versión de los hechos acuñada tras la caída en desgracia de Gene Cousineau).
Un par de apuntes sobre el guion
El cuarto episodio, que incluye esa elipsis final de diez años, supone todo un tour de force que concentra toda la inteligencia (y la astucia) del equipo de guionistas comandado por Berg y Hader. El capítulo anterior termina con el tiroteo en la cárcel que le brinda a Barry una posibilidad de huida. Sin embargo, en "It Takes a Psycho" no veremos al protagonista hasta bien entrado el tercer acto.
El episodio se centra en el resto de los personajes y está repleto de situaciones potentes, algunas provocadas por la fuga de Barry (Gene, acobardado, disparando a su propio hijo), otras por la propia evolución de las tramas (la muerte de Cristóbal), de manera que la ausencia del protagonista no se hace notar… Y con ello los guionistas se ahorran explicarnos cómo demonios salió de la cárcel y logró llegar hasta casa de Sally cuando todo el mundo estaba pendiente de su paradero.
Sin embargo, esa habilidad digna de un tahúr que tiene prohibido sentarse en una mesa de póker en 47 estados, la mayoría de las veces deviene finura. Veremos cómo Fuches, a última hora, cambia de parecer con respecto a Barry. ¿Por qué, de repente, ya no quiere matarlo?
No hay diálogo que nos ofrezca una explicación y, sin embargo, basta con ver la mirada que el otrora mentor de nuestro asesino predilecto dedica a su hijo John -y ponerla en relación con la secuencia inicial del segundo episodio y ver el espacio en el que se desarrolla y el trato entre ambos- para entender que el afecto que une a Fuches y a Barry está más allá de cualquier traición. Afecto similar al que profesa quien esto firma a la espléndida serie de Bill Hader y Alec Berg. Farewell, Barry.