Contexto y fidelidad. Hay casi más series policiales que podcasts, así que salir a flote de ese cenagal subgenérico compuesto por el fluido espeso de lo formulario no es nada fácil. Y no es que Blue Lights (Declan Lawn, Adam Patterson, Louise Gallagher & Stephen Wright, 2023), la serie irlandesa estrenada por Movistar Plus+ el pasado 29 de septiembre, aporte cuantiosas novedades en su clásico planteamiento. A saber, el seguimiento de tres agentes novatos en fase de prueba consistente en unos meses de supervisión y la superación de una serie de tests, requisitos indispensables previos a la toma de posesión de su plaza.
La verdad de la teleficción escrita por Declan Lawn y Adam Patterson emana de la fidelidad en el retrato de la localización elegida, el convulso este de Belfast en el que se siguen oyendo los ecos del conflicto norirlandés, políticamente suturado hace 25 años pero que todavía palpita en las esquinas de los barrios católicos de la ciudad, el pulso del odio percutiendo como un botellazo contra el escudo de un miembro del Servicio de Policía de Irlanda del Norte, heredero previo cambio de nombre del Royal Ulster Constabulary, un cuerpo de policía militarizado destinado a combatir la disidencia católica y a evitar la desunión de un trozo de reino apedazado al mapa de la madre patria de mala manera.
La animadversión hacia los cuerpos de seguridad del imperio forjada en los tiempos del IRA apenas se escucha como una reverberación del pasado enquistada en el ADN de generaciones de irlandeses, un pretexto para mantener a raya a las fuerzas de la ley cuando traspasan según que fronteras, pero ya no un motivo de primer orden para salir a quemar las calles.
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Ahora los problemas no tienen que ver tanto con el terrorismo como con el narcotráfico y con el impacto que tiene en un vecindario en el que todo el mundo sabe quién es quién, por más que la conexión entre la distribución de narcóticos y las actividades subversivas vinculadas a un pasado activista queden expuestas con total claridad.
La figura de James McIntyre (un John Lynch que va del frío de la puerta de un depósito de cadáveres al ardor del escupitajo de un volcán en un santiamén) representa el prototipo de reconversión criminal, de ex miembro del ejército republicano a gerifalte de un clan familiar que ha montado una reducida organización mafiosa a pequeña escala que jamás se expande más allá de un perímetro muy concreto.
Blue Lights se sustenta en un minucioso estudio de ambientes, el este de Belfast descrito como un campo de batalla en stand-by, listo para que cualquiera le dé al play en cualquier momento. La violencia está ahí, siempre agazapada ya sea detrás de una familia rota, de un sueldo precario, de un hijo díscolo o de una omertà inquebrantable.
Si uno palpa esa tensión es porque aquí los barrios obreros son barrios obreros y nadie intenta colarnos que un policía novato o una madre desamparada viven en un loft con vistas al río Lagan. Todo destila más verdad que un Bushmills de 30 años.
En el primer capítulo, la agente Grace Ellis (Siân Brooke) visita en dos ocasiones la casa de Angela Mackle (Valene Kane), madre sufridora que acaba de descubrir que su hijo Gordy (Dane Whyte O'Hara) se ha enrolado en el clan de los McIntrye. El director francés Gilles Bennier –Engranages, Trigger Point, series estrechamente relacionadas con esta- filma esos dos encuentros, tanto en exteriores como en interiores, como si filmase el sitio de una ciudad.
Afuera, los vecinos republicanos van rodeando paulatinamente los vehículos policiales; en el interior, la agente y la señora Mackle quedan aprisionadas por encuadres que juegan con el ligero contrapicado para enfocar a una madre acosada por sus interrogades y con el abigarramiento para señalar que los policías no vivirán una situación menos comprometida (fíjense en el plano que abre la secuencia, situado al final de este epígrafe).
A su salida, la tensión habrá aumentado y los insultos iniciales habrán engordado hasta alcanzar el peso de un ladrillo que vuela con la misma facilidad que un exabrupto. El segundo encuentro, en el que Grace pretende evitar que Angela se agreda a sí misma con un cuchillo, la idea de cerco volverá a estar presente y la combinación entre el temor a un posible suicidio y el aumento de la presión vecinal hacía la patrulla harán que aquello parezca la arteria de un hipertenso.
Blue Lights también destaca porque, como en las grandes series del género (Canción triste de Hill Street, The Wire, Line of Duty), vemos al personal currar de lo lindo, y el reflejo de esas rutinas implica no renunciar a los tiempos muertos, a las vigilancias infructuosas, al papeleo inacabable y a las largas horas patrullando unas calles en las que, a veces, no pasa nada.
Personajes de carne y hueso. Lawn y Patterson, que ya habían demostrado en Muerte en Salisbury (2020) sus dotes para el género, logran aquí una singularización de los personajes poco frecuente, en especial la referida a los secundarios. Pero vayamos antes al trío protagónico dentro de una serie de esencia coral (un trío que, en opinión de quien esto firma, es más bien un cuarteto).
El grupo de novatos lo conforman la ya citada Grace Ellis, madre soltera de un hijo mestizo, extrabajadora social cuyo antecedente profesional le lleva a tratar los casos con un grado de implicación poco recomendable. Le sigue Annie Conlon (Katherine Devlin), una joven audaz y un tanto inconsciente a la que se le olvidan las normas cuando ésta le impiden cumplir con la ley, lo que le traerá no pocos problemas.
Y después está Tommy Foster (ojo a la actuación del debutante Nathan Braniff), un tipo inteligente y torpe, noble e inseguro, con serias dificultades para relacionarse con los demás y con un sentido de la responsabilidad superlativo. Y por último estaría Jen Robinson (Hannah McClean), hija de la superintendente, una aspirante a policía con más miedo que Rubiales en una reunión de tuppersex.
Lo importante de todos ellos es que siempre se rigen en función de su lógica: Grace ayudará a Angela Mackle pese a las advertencias de su compañero para que obre en sentido contrario; Annie le reventará la nariz a un borracho manoseador que se niega a entrar en el coche policial mientras una pequeña horda de energúmenos está a punto de lincharlo; Tommy conservará una información sensible pese a que su superior le conmina a destruirla; Jen hará todo lo posible (y todo es todo) por no pisar la calle y evitar cualquier enfrentamiento.
Este tipo de diseños son más o menos habituales en los roles principales de bastantes teleseries, pero si Blue Lights sobresale es gracias a la construcción de sus personajes secundarios. Pensemos en Steve Neil (Martin McCann), el supervisor de Grace que, cada día a la hora de comer y en mitad del turno, abre una pequeña fiambrera que contiene galletas, hojaldres o pastas cocinadas por él mismo.
Su proceder no solo deja de extrañarnos a medida que le vamos conociendo mejor -algo nada sencillo- sino que responde a la conducta de un hombre solitario, de pasado nebuloso, ajeno a los métodos modernos de interacción social (no tiene redes) y cuyas salidas humorísticas no anulan su porte circunspecto.
También está Happy (Paddy Jenkins), el ser más infeliz de la función, un hombre que vagabundea esperando ser detenido para combatir una soledad lacerante, capaz de confesar tendencias suicidas con tal de hacerse acompañar al calabozo o de mear desde lo alto de un autobús para que alguien le ponga las esposas de la dicha, preludio de un agradable paseo en coche patrulla de camino a la comisaria donde le espera una confortable celda.
Tan entrañable personaje no solo no será accesorio, sino que resultará crucial para alcanzar el desenlace de la trama: su condición de falso hobo, de obligado flâneur en permanente huida de su indeseado ensimismamiento y a la búsqueda del primer roce fraternal que se cruce en su camino, su frecuentación de los espacios conflictivos, lugares en los que hay más posibilidades de ser apresado, le convierten en un testigo privilegiado de los delitos que se cometen en el barrio.
Y luego esta Gerry Cliff, interpretado con socarrona majestuosidad por Richard Dormer (sí, el Beric Dondarrion de Juego de Tronos), el tipo integro que puso su dignidad por delante de su carrera, el que lleva más de dos décadas patrullando, una enciclopedia andante sobre el trabajo policial, un pozo de sentido común un tanto desbordado por las diferencias generacionales (atención a la charla sobre Kris Kristofferson y Johnny Cash que mantiene con Tommy) que nunca le ha perdido la cara al oficio y que sigue tirándole los tejos a su pareja y también compañera, parapetada detrás del mostrador de admisiones oyendo desde el otro lado del cristal las galanterías no siempre elegantes de su socio amoroso.
Podríamos seguir, podríamos hablar de Tina McIntyre (Abigail McGibbon) fumándose un cigarro a unos metros de la fachada de su casa mientras a su espalda un tiroteo previamente concertado anuncia el aumento de la prima del seguro para el hogar (es difícil describir a alguien en menos tiempo).
En definitiva, hombres y mujeres de carne y hueso, con conflictos perfectamente reconocibles que terminan por cautivar a un espectador que se identifica con lo que ve por más que Irlanda del Norte le quede tan lejos como a un valenciano un crumble de ruibarbo. No es casual que la emisión del primer episodio en la BBC tuviera una audiencia de más de 7 millones de espectadores.
Flexibilidad. Dejemos a un lado a los personajes y hablemos de la estructura. El cuarto episodio –'Full Moon Fever'- quizá sea el mejor ejemplo para explicar cómo funciona la serie. Un capítulo encapsulado en el que una empleada de la oficina del defensor del pueblo investiga a los ocupantes de la ficticia comisaria de Blackthorn tras un turno de noche especialmente agitado.
El repaso de todo cuanto han hecho los agentes en las últimas horas a través de continuos flashbacks está atravesado por un trama horizontal -un golpe interno dentro del clan McIntyre encabezado por el hijo de John- que hace que el episodio no se despegue del resto mientras en cada una de esas historias autónomas -el caso en el que cada policía intervino esa noche- se suceden la violencia doméstica, peleas en bares provocadas por sobones que todavía creen en la vigencia del derecho de pernada, el alcoholismo naturalizado por la sociedad irlandesa o el racismo atávico, al tiempo que se muestra un cuerpo policial colapsado, sin personal suficiente y sometido a un severo escrutinio (es el capítulo más Line of Duty de todos).
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Asistimos, pues, a la combinación perfecta entre lo personal y los sistémico, entre el cruce de historias mínimas expuestas a través de cortos arcos dramáticos con otras de largo recorrido (toda la trama referida a la relación entre los servicios secretos y John McIntrye que terminará provocando el cambio en Gerry, por ejemplo).
Madres. Resulta un tanto obvio decir que Blue Lights nos habla sobre la integridad. De hecho, en su emotivo tramo final un acertado uso del plano secuencia (y del plano general) nos advierte sobre la necesidad de unirse para defender una causa justa (aquí representada por la modélica y arriesgada conducta de Gerry Cliff). Sin embargo, no es este el único tema relevante de esta producción para la BBC, pues Blue Lights es, también, una serie sobre madres.
Sin ánimo de revelarles nada –el último episodio se emite el próximo 3 de noviembre– sí les animo a que se fijen en cómo son (pero sobre todo en cómo evolucionan) las relaciones entre Grace y su hijo Cal; entre la desesperada Angela y el descerebrado de Gordy; entre Tina McIntyre y ese aspirante a Bruto que es su retoño Mo; entre Jen Robinson y la superintendente que le dio la vida, o entre Annie y su protectora (y acongojada) madre; relaciones todas ellas enturbiadas por la fetidez de una criminalidad que todo lo emponzoña, ejemplo de la perseverancia de unos vínculos que resisten en el más hostil de los ambientes.