2022-2023 fue un periodo especialmente comprometido para las plataformas de streaming. A la demanda de rentabilidad exigida por Wall Street hubo que sumar las huelgas de guionistas, primero, y de actores, después, paros laborales que tendrán una incidencia directa sobre los contenidos y cuyas consecuencias ya empezamos a atisbar.
En todo caso, las demandas económicas obligaron a un replanteamiento del modelo de negocio que pasó por adoptar medidas drásticas. Todas las compañías pusieron sus GPS estratégicos a recalcular la ruta hacia el éxito y Netflix es la que parece haber encontrado el camino correcto.
La implantación un plan con anuncios con un coste menor para el consumidor y la restricción de cuentas compartidas no solo no han penalizado a la compañía radicada en Los Gatos, sino que han refrendado su modelo de negocio.
Tal y como detalla la analista Elena Neira en este artículo, Netflix cerró el ejercicio 2023 con “13 millones de suscriptores nuevos, su segundo mejor registro después del logrado durante la pandemia, lo que sitúa en 260,28 millones su cifra de suscriptores de pago en todo el mundo. Además, los ingresos en el cuarto trimestre crecieron un 12% interanual, alcanzando los 8.830 millones de dólares. El ingreso neto fue de 938 millones”.
Lo que aquí nos interesa, sin embargo, es el impacto que esos resultados tienen en el contenido original que produce la firma de la gran N roja. ¿Sobre qué tipo de teleficciones se asienta el éxito del gigante del streaming que colideran Ted Sarandos y Greg Peters?
Emitir un juicio global partiendo de un muestreo pequeño será a todas luces parcial e injusto. No obstante, algunos de los estrenos propios lanzados por Netflix en lo que llevamos del mes de marzo nos dan una idea no tanto sobre qué tipo de teleseries les interesan, sino sobre la creación de un determinado libro de estilo cuyas normas aplican a la mayoría de sus producciones.
En primer lugar, es necesario apuntar que la estrategia de producción de originales también ha sufrido reajustes en los últimos años (recuerden que ahora lo importante no es tanto crecer como generar beneficios). La rentabilidad de títulos de coste medio como El abogado del Lincoln (Ted Humpherey & David E. Kelley, 2022-?) o el excelente funcionamiento de contenidos licenciados -adquiridos a otras cadenas- como Suits (Aaron Korsh, 2011-2019), amén de la apuesta por los programas en directo (que se reforzarán con la adquisición de los derechos de la WWE aka lucha libre), el cada vez más fehaciente interés por el gaming y por los deportes, influyen a la hora de planificar la inversión en teleficción (no faltarán sus superproducciones estrella como la adaptación del éxito de ciencia-ficción El problema de los tres cuerpos a cargo de los creadores de Juego de tronos, David Benioff y D.B. Weiss).
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Más allá de todos estos condicionantes, podemos observar algunas características comunes en las series made by Netflix, como si independientemente del género elegido y del argumento, las historias tuvieran que desarrollarse conforme a unos patrones narrativos y estéticos muy concretos, algunos de los cuales refieren a grandes éxitos del pasado.
La fragmentación del relato y los saltos temporales parecen imponerse como una plantilla dramática que formatea todas las historias. La ruptura de la linealidad cronológica posibilita una mayor segmentación secuencial, marcada por los cambios constantes, lo que obliga al espectador a mantener un mínimo de atención si quiere seguir el hilo.
Cambios de personajes, cambios de escenarios y cambios de época que suponen decenas de impactos por episodio, como si dotásemos de continuidad a una sucesión de reels de Instagram.
Una serie como Furias (Jean-Yves Arnaud & Yoann Legave, 2024), estrenada el primero de mes, sería un buen ejemplo. La hija de un lavandero (de dinero) que se dedica a blanquear los ingresos de las distintas mafias que operan en París se lanza a la búsqueda de la sicaria que la ha dejado huérfana.
Furias es como ir del cine de Jacques Deray al de Luc Besson sin olvidarnos de que vivimos en la era Tik-Tok, de ahí que agujeree su metraje con breves elipsis para acumular toneladas de sucesos. Tienen que pasar muchas cosas y muy rápido -siempre están a mano los flashbacks para explicarle las cosas al espectador, aunque las acabe de ver (ahí está esa secuencia del primer episodio situada en el Pont-Neuf).
La protagonista se cuela como un payaso en una fiesta de cumpleaños en sitios vigilados por señores que podrían tatuarse el Guernica en los pectorales y que prefieren las armas semiautomáticas como complemento a sus trajes entallados antes que un Rolex. La narración se mueve como el demonio de Tasmania en un túnel del viento, Marina Foïs pone cara de póker y las numerosas escenas de acción siguen las enseñanzas que el ‘profe’ Chad Stahelski impartió en la saga John Wick (buenas coreografías y preferencia por el plano-secuencia, sin duda lo que más se agradece de la función).
Bandidos (Pablo Tébar, 2024) ha sido la última en llegar (13 de marzo). Pese a pertenecer a un subgénero muy distinto al de Furias, aquí estamos ante una heist series hermanada con el motivo ‘búsqueda del tesoro’, el modelo narrativo tiene no pocas similitudes.
Con un presupuesto más ajustado y una realización bastante más pedestre –cortesía del también protagonista Adrián Grunberg- este cruce entre La casa de papel (Álex Pina, 2017-2021) y La búsqueda (John Turteltaub, 2004), salpimentado de referencias a Indiana Jones y a Tras el corazón verde (Robert Zemeckis, 1984), también está trufado de excursiones narrativas al pasado, analepsis recordatorias para espectadores (muy) despistados (o que directamente están haciendo otras cosas con la serie puesta de fondo) y repleto de inconsistencias de guion (el primer golpe en el museo es de no creer). La armonía entre Grunberg y Esther Expósito es tan potente como una serenata liderada por una cuadrilla de mariachis afónicos.
La miniserie alemana La señal (Sebastian Hilger & Philipp Leinemann, 2024), de longitud más ajustada (4 episodios) y altos valores de producción, también lo fía todo a la carta del fraccionamiento.
De hecho, su plot twist final, interesante en tanto en cuanto juega con la idea de circularidad de la Historia pero desaprovechado al ser convertido en un mensaje buenista y machacón, necesita de esas idas y venidas del guion para resultar efectivo.
Este thriller conspiranoico cimentado sobre una premisa de ciencia-ficción desmiembra el relato para hacerlo más interesante de lo que, en realidad, es. Una astronauta regresa de su viaje espacial, sufragado por una compañía privada con oscuros intereses. Tras su aterrizaje en la tierra, cogerá un avión de vuelta a casa. Un avión que nunca aterrizará.
Las extrañas circunstancias que rodean al suceso harán que el marido de la cosmonauta y la hija de ambos inicien una investigación por su cuenta que terminará por revelarnos qué planes tienen las élites que dominan el mundo frente a una posible llegada de seres de otros planetas. Al final, todo es mucho más simple de lo que la estructura del guion y las reflexiones filosóficas acerca de la inalcanzable fraternidad entre los seres humanos, proponen.
Un andamiaje similar se observa en Supersex (Francesca Manieri, 2024) bioserie sobre la estrella del porno Rocco Siffredi interpretado por Alessandro Borghi. Poco importa que detrás del proyecto esté la corresponsable de algunos de los títulos más notables producidos en Italia en los últimos años (El milagro, We Are Who We Are).
Aquí, Marineri se ajusta a los patrones del melodrama más gastado para repasar toda la trayectoria de Siffredi, desde su humilde y accidentada infancia en Ortona hasta el anuncio de su primera retirada de las pantallas en el año 2004, siempre intercalando los tiempos, yendo del presente al pasado, jugueteando con la cronología de manera caprichosa (como Furias, como Bandidos, como La señal). Una serie tan excitante como una escapada romántica a la Antártida.
A estos pormenores dramáticos que dominan las series de Netflix, añádanle la casi total ausencia de planos generales y de escalas amplias, facilitando un visionado óptimo en dispositivos móviles con pantallas de tamaño reducido.
Esas normas no escritas (o quizá sí) a propósito de la planificación también se observan en el empleo de una iluminación neutra, anulando las posibilidades expresivas de la luz, para que todo sea visible casi en cualquier circunstancia (lo mismo da que hablemos de series como las anteriores -aunque haya algunas secuencias que pueden romper la tónica general- como de largometrajes como Descansar en paz: los estándares para los directores de fotografía parecen ser idénticos).
No es casual, pues, que Netflix haya fichado a alguien como Guy Ritchie para inyectar unos miligramos de (supuesta) qualité a su catálogo (sí, todavía hay quien piensa que el director de Lock & Stock pero también de Barridos por la marea o Aladdin es un tipo con clase).
Su estilo, que la crítica del New York Times, Manohla Dargis, definió muy acertadamente como ‘Guns’N’Poses’, se adapta a la perfección a los estándares de la compañía, y además les da un barniz de refinamiento. Que una película como The Gentlemen (Guy Ritchie, 2019), que costó 22 millones de dólares y recaudó casi 115, haya sido reformulada como miniserie de televisión es toda una declaración de intenciones: por modelo y por resultados se adapta a los objetivos que la compañía fundada por Reed Hastings y Marc Randolph busca.
En esta revisión de su largometraje, escrita por el propio Ritchie y Matthew Read, Eddie Horniman (Theo James), duque de Hamstead, hereda la enorme finca rústica familiar tras la muerte de su padre para, acto seguido, descubrir que, en realidad, es el arrendador de las instalaciones en las que se desarrolla un próspero negocio de tráfico de cannabis, situado en los sótanos de su propiedad.
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Eddie necesita los ingresos que le proporcionan sus arrendatarios –las deudas ahogan a su pudiente familia- pero al mismo tiempo quiere apartar a los suyos del mundo del hampa, por lo que decidirá buscarles un nuevo acomodo a sus inquilinos lejos de sus terrenos, lo que lo obligará a sumergirse en el submundo criminal.
El estilo cosmético del realizador británico puede verse como el epítome de los ideales perseguidos por Netflix. Ahí está su planificación tan elegante como gratuita, su tendencia al efectismo (uso de ralentíes, saturación de color en momentos puntuales -aquí dentro de los invernaderos en los que se cultiva la marihuana-, angulaciones extremas con sus trunk shots, sus drones y demás recursos destinados a espectacularizar la imagen) o la incorporación de tropos propios de la teleficción contemporánea como las sobreimpresiones (en The Gentlemen y en muchas otras
series, como en Bandidos, relacionadas con el dinero).
Eso sí, en el apartado visual, el director de Despierta la furia –su mejor película, de lejos- se permite alardes con los que las producciones medias de Netflix ni siquiera sueñan (como sus protagonistas, tiene pedigrí).
Sus resortes dramatúrgicos pasan por darle a la tecla de rebobinado y de avance (contar el resultado de una pelea para luego ver qué sucedió), troceando el relato a voluntad. El ritmo siempre es endiablado y cuando no se imprime desde la mesa de edición -ese gusto por el montaje alterno- se hace bien desde los diálogos (todos ellos dotados de un ingenio inocuo, como si a Oscar Wilde la hubiesen vacunado contra la mala baba), bien desde la banda sonora.
En The Gentlemen, la serie, no faltan los tics que hicieron de Ritchie una joven promesa a principios del siglo XXI. Su gusto por las historias alambicadas –aquí combinando una trama serializada (retirar la planta de procesamiento de marihuana de los bajos de la mansión de los Hamstead), con pasajes episódicos (resolver un entuerto por capítulo)-, los choques entre las clases altas y el lumpen (estamos ante una serie rematadamente pija), la presencia de los gitanos, el uso de un humor distanciador que a veces desemboca en secuencias grotescas (el video de la gallina, al final del primer episodio), las peleas clandestinas, las persecuciones vertiginosas, los protagonistas con rollazo (ojo a la química entre James y Kaya Scodelario) y la aparición de personajes extravagantes como Gospel John (Pearce Quigley).
Los fans del director de Snatch están de enhorabuena. Seguramente, Netflix también, pues la obra de Guy Ritchie parece haber sido concebida para liderar un catálogo en el que abundan los fuegos de artificio.