Al final del quinto episodio de Mi reno de peluche, el fracasado cómico Donny Dunn (Richard Gadd) parece haber superado los traumas que, como dos lastres, se han agarrado a su autoestima para hundirla en una sima de inmensurables profundidades.
La secuencia tiene lugar en un bar. Donny brinda con su pareja, Teri (Nava Mau), “por los nuevos comienzos”. Sin embargo, ese supuesto reinicio está filmado de tal manera que la posibilidad queda inmediatamente invalidada.
Justo después del brindis, un corte de montaje situará la cámara sobre el espejo que decora una de las paredes del local para iniciar un pausado travelling de retroceso. De ese modo, y en primer lugar, la imagen de la pareja feliz se invierte, sugiriendo que ese instante de felicidad no es más que un espejismo.
El paulatino desplazamiento de la cámara reduce las presencias de Donny y Teri, que van perdiendo su protagonismo hasta confundirse con el resto de los comensales, enrareciendo lo que parecía una estampa romántica.
Cuando las voces de los padres de Donny enunciando mensajes alarmantes, preocupados por un hijo que no aparece, se apropien de la banda de sonido, sabremos que el nuevo comienzo que se nos anunciaba nunca llegará (algo que, por cierto, todavía cobra mayor relevancia si se atiende al pasado del padre y a la ‘institucionalización’ de los abusos).
Pero ¿qué le pasa a Donny Dunn? Nos hemos tomado la licencia de abordar el análisis de Mi reno de peluche (Baby Reindeer en su feliz formulación original, deslucida por una traducción casi obscena) con un apunte formal antes de destripar sus interioridades argumentales porque entendemos que nos ayudará a desentrañar mejor una propuesta absolutamente a contracorriente no ya dentro del catálogo de Netflix sino incluso en el seno de la ficción seriada contemporánea.
Es evidente que uno puede encontrar antecedentes más o menos directos a la propuesta escrita y producida por Richard Gadd, algo así como un cruce entre Fleabag -como la serie creada por Waller-Bridge, está también surge de un monólogo teatral estrenado en el Fringe Festival de Ediumburgo- y Podría destruirte –como en la de Michaela Coel, Gadd parte de su traumática experiencia previa para construir el relato-.
['El régimen': Kate Winslet, entre Margaret Thatcher y Vladimir Putin]
Encontramos, además, una mezcla de tonos que también refiere a las dos series recién citadas, pues culebrea con sorprendente agilidad entre la comedia embarazosa y el drama descarnado.
Pero, repetimos, ¿qué le pasa a Donny Dunn? Pues bien, este aspirante a monologuista, que paga sus facturas sirviendo pintas en un pub, observa cómo su amabilidad es asumida por una clienta como una invitación a acceder, sin restricciones, a su privacidad. Ella es Martha Scott (Jessica Gunning), mujer con sobrepeso, deslenguada y locuaz, y empieza a acosar sistemáticamente a Donny por todos los medios a su alcance.
A lo largo de los tres primeros episodios, asistimos a la consolidación de esa relación tóxica, con su inicio aparentemente inocente, su escalada de tensión marcada por la sobreabundancia epistolar y la consiguiente persecución en redes sociales, hasta llegar al hostigamiento físico.
A pesar de todo ello, Donny no la denuncia. ¿Por qué no lo hace?, nos preguntamos una y otra vez. Analicemos a nuestro protagonista. A sus casi treinta años vive en casa de la madre de su ex, tiene un trabajo precario y sus shows están lejos de ser el trampolín hacía un éxito que anhela.
Pese al incordio que supone la presencia de Martha en su vida -mensajes constantes, presencia asidua en el pub, desplantes públicos, la seguridad de que alejarla de él traerá graves consecuencias- es la única persona que le presta atención, y no solo eso, su risa contagiosa empieza a provocar que sus actuaciones funcionen.
En esos tres capítulos iniciales observamos un patrón de conducta en el que la necesidad de atención y de reconocimiento priman sobre la angustia, el desamparo y la incertidumbre. De hecho, Donny empieza a salir con Teri, una mujer trans, para la que dibuja una nueva biografía alejada de su patética realidad (miente sobre su nombre, su profesión, etc.).
Pese a todo, con Martha sigue mostrándose tal y como es, se construye una relación amor/odio -verbalizada más adelante en forma de lacerante aforismo: amo odiarme- en la que, pese al maltrato reiterado, Donny sigue buscando (y, en ocasiones, encontrando) validación.
Gadd, acosado en su vida real por una mujer que, a lo largo de tres años, le envió más de 40.000 correos electrónicos y 350 horas de mensajes de voz, explica muy bien esa mecánica pavloviana de atracción por el desastre que a no pocas personas les cuesta entender cuando se refiere a mujeres maltratadas o abusadas que no denuncian los hechos (fíjense en la primera secuencia de la serie), que regresan cada día al hogar en el que las muelen a palos o que siguen frecuentando la compañía de quien las violó.
De hecho, la reiteración es un elemento clave para entender el funcionamiento de esta producción de Netflix y, por extensión, de la mente del propio Dunn/Gadd. El cuarto episodio es un largo flashback que, como un valle de lágrimas, abre en canal Baby Reindeer (su estructura es 3 + 1 + 3, siendo este cuarto episodio una especie de variante del bottle episode).
En esa cápsula aislada temporalmente del presente narrativo, Donny nos cuenta cómo, en sus inicios como cómico en Edimburgo, fue drogado y violado repetidamente por un guionista de éxito, una suerte de gurú oscuro que bajo la promesa de mejorar su trabajo y ayudarle a conseguir el éxito, abusó de él.
Encontramos ahí el detonante de su comportamiento, que nos sirve no solo para explicar cómo se ha conducido en la primera parte de la serie, sino también para observar cuáles son los resortes que activan su comportamiento.
“Soy bisexual porque da igual con quien este, me siento inferior al otro”, afirma Donny en el capítulo inmediatamente posterior (el 5) cuando Teri le pregunta por sus inclinaciones. Con la autoestima enterrada en un sótano, destrozada por un abusador a quien veía como su mentor, la hiriente atención que le presta Martha es mejor que la alternativa.
Si al inicio hemos hablado de esa imagen especular que invierte el significado inicial de una secuencia optimista, pensemos en como Richard Gadd utiliza los recursos de la comedia -y de la stand up comedy en particular- en un sentido similar.
Baby Reindeer (me quedo con el título original) arranca como una comedia grotesca con el acoso sin cuartel perpetrado por una señorita de perfil orondo y evidentes problemas psicológicos. Si la ferocidad de sus actuaciones desarbola el cliché que casi obliga a proferir cierta simpatía a personas con la anatomía de Martha (simpatía que oculta un evidente sentimiento de condescendencia), el barniz de comedia incómoda con el que principia la serie irá diluyéndose para abrazar el drama más desolador.
Las risas van dando paso a una tragedia envuelta en patetismo. Para ello, la voice over de Dunn, que remite al monólogo cómico, va apartándose de lo anecdótico para adentrarse en lo confesional: no se trata de extraer pequeños pasajes de tu vida para buscarles el envés humorístico, sino de abrirse en canal para expurgar los males de alma y explorar las más íntimas contradicciones (como hizo, por otros medios, Aziz Ansari en la espléndida temporada final de Master of None).
[Cata de series: Disney+ barre con 'Coppola' y 'X-Men 97']
El clímax, situado en el sexto capítulo, arranca con el elocuente I Started a Joke de los Bee Gees (repasen la letra), y nos presenta a Donny participando en las semifinales de un concurso de monólogos. Como la serie, su actuación va perdiendo el brillo de la comedia para abrirse como un abismo habitado por el trauma al que la audiencia, cautiva, se ve obligada a mirar.
El uso asfixiante de primeros planos (próximos y con angulaciones bizarras, incluso molestas) o el decorado adoptando connotaciones pesadillescas, nos entregan un brutal ejercicio de anticomedia, como si el drama fuese la verdad última del posthumor.
Ese clímax se contrapone al uso de los recursos visuales del formato stand-up que se emplean en el arranque del primer episodio, casi un cruce de monólogos entre Donny y Martha, exacerbado por una iluminación que llega incluso a imitar la de un escenario, el foco sobre el actor y la oscuridad ocultando el resto de la escena. La vida cotidiana vestida de club de la comedia muda en escenario teatral soñado por David Lynch: bienvenidos al otro lado del espejo.
En este crudo exorcismo, Richard Gadd trata de explicarse a través de la ficción, pero sobre todo intenta hacernos comprender lo que, para nosotros, afortunados por no haber tenido que pasar por lo que él pasó, puede resultar incomprensible.
Si las situaciones se repiten, si la idea de bucle se impone, si las reflexiones en voz alta son recurrentes, si los tiros de cámara y la proximidad del objetivo denotan una planificación invasiva, si su ritmo es adictivo, es porque Donny Dunn es incapaz de salir de esa espiral de abandono, autoodio y tristeza que lo engulle.
En un final demoledor, el protagonista se siente culpable por haber facilitado la condena de Martha –la puesta en escena, utilizando las láminas verticales de los habitáculos que dividen la corte judicial, los encarcela a los dos- mientras sigue escuchando, como un podcast sanador, las horas y horas de audios que ella le envió y que sigue conservando.
Ni el cierre de esa etapa le servirá para, acto seguido y en un ataque de valentía, enfrentarse a su violador -quien actúa frente a él como si nada hubiese pasado- que le ofrece trabajo como guionista en un nuevo programa. Un cierre (en falso) basado en la repetición de patrones -tan difícil romper- que recuerda al final del Enric (Roger Casamajor) de La Mesías.