'La casa del dragón': estirando el chicle
La segunda temporada de la precuela de 'Juego de tronos' ofrece más de lo mismo en todos los terrenos, llegando a resultar rutinaria.
Rhaenyra Targaryen (Emma D’Arcy) celebra las exequias de su hijo Lucerys (Elliot Grihault), asesinado a manos de Aemond (Ewan Mitchell) y su dragón Vhagar al final de la primera temporada. Alicent Hightower (Olivia Cooke) reza en el templo de Desembarco del Rey. El montaje alterno que sutura las dos secuencias y el fuego serán los elementos que unan el destino de estas dos mujeres al tiempo que sintetizan el argumento de la serie: Rhaenyra, líder del Consejo Negro, reclama su derecho a sentarse en el Trono de Hierro; Alicent peleará para que su hijo Aegon II (Tom Glynn-Carney) siga, como cantaría José Alfredo Jiménez, siendo el rey.
Aunque la prensa haya tenido acceso a cuatro de los ocho episodios que componen la segunda entrega de la precuela de Juego de tronos (David Benioff & D.B. Weiss, 2011-2019), no es necesario profundizar en los requiebros de la trama desarrollada por Ryan J. Condal y apadrinada por George R.R. Martin para apuntar algunas conclusiones que no gustarán al fandom (recuerden que la labor de la crítica nunca fue hacerles arrumacos a los seguidores de tal o cual franquicia, sino la de explicar cómo funcionan determinadas mitologías).
Sometida a la tiranía del argumento, La casa del dragón regresa entregándonos más de lo mismo en todos los terrenos. Personajes que se espejan en otros pertenecientes a la saga y actúan de igual modo —Larys (Matthew Needham) y Varys (Conleth Hill)—; motivos temáticos que se repiten —traiciones intrafamiliares, arribismo y venganzas impías— y una plantilla visual cuya desesperante funcionalidad solo se ve superada por la reiteración constante de recursos: si hubieran dejado que una inteligencia artificial diseñase el storyboard de La casa del dragón, la factura final no sería muy distinta.
Seis días después de que Max emitiese A Son for a Son (2.01), no hay necesidad alguna de ofrecerles la sinopsis de un episodio que ya habrán visto o a la cual pueden acceder a través de las mil y una recapitulaciones disponibles en la red (y que no vienen mal para recordar lo que pasaba en la primera temporada, esa de la que solo se acordaban aquellos que pidieron ir a Poniente de viaje de fin de carrera: les confieso que yo la había olvidado por completo).
[Atención: spoilers del primer episodio de la segunda temporada]
En cualquier caso, uno no deja de sorprenderse con la facilidad con la que dos tunantes pueden entrar al mismísimo salón del trono sin ser vistos —mientras el rey Aegon se marca un Froilán con sus amigotes— o plantarse en la alcoba de la reina sin encontrar obstáculos. Está a punto de estallar una guerra civil, todo el mundo sabe que Rhaenyra quiere vengar la muerte de su hijo y que Daemon (Matt Smith) sigue sin asistir a los cursillos de control de la ira, pero en el castillo de Desembarco del Rey no hay vigilantes en las puertas (ni siquiera en la habitación de la reina), ni en los pasillos. Y no me vengan con que el mercenario y el cazador de ratas acceden por pasadizos secretos; esa excusa solo vale para la primera parte de su incursión, después se pasean por las estancias de palacio como si aquello fuese una visita guiada.
Por cierto, la improvisada pareja de ejecutores vale tanto para matarifes como la reina Haelena (Phia Saban) para concursar en La Voz: los primeros se dedican a cumplir con su trabajo, pero se olvidan de la regente quien, tras salvar a su hija, prefiere no ponerse a gritar como si hubiera visto al fantasma desdentado de su padre Viserys (Paddy Considine), y corre a refugiarse bajo las sábanas de su madre, solo que la pilla ocupada jugando al edredoning con sir Criston Cole (Fabien Frankel) y tiene que quedarse a los pies de la cama.
Ni Haelena da la voz de alarma ni a los otros les preocupa dejarla descuidada. Parece extraño que uno de los múltiples instaladores de alarmas que pululan por nuestros medios de comunicación no haya insistido en meter un anuncio en mitad del episodio. Hay trenes (y dragones) que solo pasan una vez.
Si en la escritura todo es bastante arbitrario —ver cómo los líderes de una de las dos facciones visitan la casa del enemigo como si tal cosa será una constante (!)—, la puesta en escena parece recién salida de la cadena de montaje de cualquier fábrica de automóviles. ¿Que hay que filmar una de las muchas conversaciones henchidas de gravedad y salpicadas de amenazas y dobles intenciones? Un plano general, luego planos y contraplanos acercando la escala, de repente otro salto a un plano de situación que nunca viene a cuento y luego seguimos con el encadenado de planos y contraplanos. Todo es mortalmente aburrido como una etapa llana de la Vuelta a Burgos, dolorosamente monótono como la dicción de Vicente Vallés e irrelevante como la filmografía de Ridley Scott desde 1982.
Eso sí, como hay dinero, los planos generales bien aderezados de VFX lucen pintones, por más que la aparición de los dragones nos invite a pensar que en cinco años esa cosmética digital quedará más vieja que cualquiera de las geniales y viejas creaciones de Ray Harryhausen para Simbad y la princesa (Nathan Juran, 1958) o Jasón y los argonautas (Don Chaffey, 1963).
Pero incluso en tan rutilantes composiciones, cuya impecabilidad técnica no se pone en duda, uno observa que todo se construye a partir de una idéntica matriz creativa: empezar con planos detalle para luego ampliar la escala (el inicio del viaje de Daemon al Desembarco del Rey como paradigma), las tomas áreas, el rutinario uso de los drones, las "espectaculares" peleas entre dragones (cualquier secuencia de la baratísima Godzilla Minus One les da sopas con onda)…
Puedes disponer de todos los recursos a tu alcance, si detrás no hay un mínimo genio creativo la cosa quedará en nada. Es como tener el mayor ejército sobre la tierra y dejar tu estrategia militar en manos del comandante de Lassard (sí, el de Loca academia de policía).
Hay otra cuestión llamativa, relacionada con la monumentalidad de algunas secuencias, sobre todo las que implican movimientos de tropas, y el soporte que el espectador elija para su proyección. Hay pasajes que no lucen igual en una pantalla de 72 pulgadas que en un smartphone, así que las mismas imágenes pueden recordar a Braveheart (Mel Gibson, 1995) o una partida al Age of Empires según donde cada uno las vea (en una pantalla de dimensiones medias, recuerdan más al videojuego que a cualquier película de hazañas bélicas).
Así que, mientras los unos y los otros buscan ejércitos leales entre los componentes de los Siete Reinos, La casa del dragón sigue estirando el chicle de Juego de tronos con el beneplácito de una audiencia que continúa disfrutando de los mismos esquemas argumentales —y mentales— que ordenaban viejas soap operas como Dallas (David Jacobs, 1978-1991), solo que, en lugar de luchar por el control del petróleo de Texas, lo que aquí se desea es dominar un imperio.
Las traiciones genealógicas, las pasiones desenfrenadas y el arribismo enloquecido siguen siendo idénticas; cambien las torres de perforación por dragones y las relaciones entre clanes rivales (con la shakespeariana boda secreta entre Bobby Ewing y Pamela Barnes empezaba Dallas) por intercambios de corte digamos borbónico —en los que el incesto se ve no ya con naturalidad sino con positivismo y la consanguinidad es un valor al alza— y lo tienen.
Si uno desviste de oropeles La casa del dragón, se topará con el viejo maniquí que ya usaban tipos como David Jacobs, Earl Hamner Jr. o el matrimonio Shapiro, solo que ahora está manchado de sangre y hiede a sexo explícito, conductas que permanecían en la alcoba del fuera de campo o tras el biombo de la sugerencia en Falcon Crest o Dinastía, pero que, en todo caso, las versiones modernas de J.R. (Larry Hangman) y Angela Channing (Jane Wyman) aprobarían en aras de conservar el poder.
Sirva todo esto para decir que la nueva adaptación de las novelas de George R.R. Martin se atiene a las testadas indicaciones de una fórmula y, muy probablemente por eso, resulte efectiva entre aquellos que ya saben que la serie les dará lo que esperan —traiciones, sangre, sexo y batallas de corte épico—, que es exactamente lo mismo que busca el que paga una entrada por ver la nueva de Fast & Furious o de Transformers: el placer que otorga el conocimiento anticipado de las cosas.