'The Way': la clase obrera ya no va al paraíso
A partir de unas revueltas en las acerías de Gales, la serie de Filmin reflexiona sobre el presente y el futuro de los trabajadores.
A partir de unos hechos cuyos orígenes pueden rastrearse en la realidad —las protestas más o menos continuadas en el tiempo de los trabajadores de las acerías de Port Talbot contra el desmantelamiento del tejido industrial galés por parte de grandes corporaciones transnacionales— el actor y director Michael Sheen, el guionista James Graham y el documentalista Adam Curtis desarrollan una miniserie que hibrida, con sorprendente naturalidad, estilos muy distintos para conformar un reflexión sobre el presente y el futuro de la clase obrera (y de la sociedad contemporánea en general).
No resulta difícil distinguir la presencia de los tres creadores que figuran detrás de esta producción para la BBC que Filmin estrenó esta misma semana con un montaje de cuatro episodios en lugar de los tres originales. Michael Sheen, que se reserva un pequeño pero relevante papel, debuta en la dirección* demostrando su destreza para manejar a los actores; la escritura de Graham se percibe en la descomposición familiar de los Driscoll, protagonistas de esta odisea proletaria que guarda no pocas similitudes con los hechos relatados en Sherwood (James Graham, 2022); y la mano de Curtis, uno de los pensadores audiovisuales más importantes de los últimos tiempos, se observa en el uso del material de archivo y en las decisiones de montaje pero, sobre todo, en la elaboración de un discurso que queda resumido en el último episodio y que impregna la idea que envuelve toda la serie: si nuestras pantallas se nutren únicamente de nostalgia seremos incapaces de pensar un futuro distinto.
Precisamente, para buscarle una alternativa a tan desolador presente, The Way propone remodelar los códigos del drama social y desviarlos hacia una ficción distópica conectada con la actualidad (es decir, propone que pensemos, y que veamos, algo que se nos ha contado mil veces de manera distinta). Digamos que aquí cambia el marco, el contexto, pero no los temas.
Lo que arranca como una película de reivindicación fabril al uso (La cuadrilla), deviene asfixiante relato itinerante (similar a algunas partes de El colapso o Apagón e incluso a algunos capítulos de The Walking Dead) para terminar con una llamada a la acción y a la responsabilidad de una clase trabajadora desmovilizada, atomizada y anestesiada que necesita ser repensada.
Un accidente en una fundición de la localidad galesa de Port Talbot (lugar de nacimiento de Michael Sheen) enciende el motor de combustión de esta propuesta incendiaria, inequívocamente contestataria. Las malas condiciones laborales que terminan con un trabajador quemándose a lo bonzo en protesta por la fortuita muerte de su hijo mientras cumplía con su turno en la acería, son el detonante de la movilización masiva de los currantes del metal contra la corporación que, bajo la promesa de inversiones milmillonarias, solo busca una regulación masiva de empleos para sacar beneficios (y, ulteriormente, vender la empresa por partes).
La familia Driscoll concentra todas las tensiones de la historia. Geoff (Steffan Rodri) vive bajo la sombra de su padre, un líder sindical que capitaneó las revueltas en décadas anteriores y terminó suicidándose. Es alguien que quiere un futuro distinto, alejado de la lucha, tranquilo, así que no duda en ejercer como enlace entre la empresa y los trabajadores. Geoff transige, acata y asume la palabra de los ejecutivos porque la alternativa es pelear y ya sabe cómo termina eso.
Su mujer, Dee (Mali Harries), le afea que haya pasado de ser poco menos que un anarquista a un lameculos de la patronal. No es casual que sus evidentes diferencias y el hecho de que Geoff se pirase de casa tras la enésima crisis familiar, culminen en la presentación de los papeles del divorcio.
Thea (Sophie Melville) es la hija mayor de ambos. Además de madre de un hijo, es policía, lo que la obliga a jugar en el equipo rival cuando las protestas suben de intensidad y los gritos se cargan con el peso de la violencia. Es una mujer recta, responsable, alguien que no ha dudado ni siquiera en meter en el calabozo a su hermano Owen (Callum Scott Howells), un joven desnortado, adicto a las benzodiazepinas (con las que trafica), y visiblemente deprimido que canalizará su frustración situándose a la vanguardia del motín y, contraviniendo las enseñanzas bíblicas, lanzando la primera piedra.
Los disturbios y la presencia de Owen en la primera fila del follón lo convertirán en el enemigo público número uno. Tras el primer episodio, con la escalada de la lucha obrera adquiriendo tintes guerracivilistas, con Gales cerrado perimetralmente y su población reprimida y controlada por los militares, The Way mudará de piel para vestirse de road show distópico que aborda cuestiones como el racismo atávico, la inmigración interna o el control de la población por parte del estado a través de la tecnología.
La familia Driscoll al completo se verá obligada a escapar de Port Talbot en huida un tanto alocada pero motivada por el sentimiento de culpa que compunge a Thea, que quiere salvar a su hermano pequeño de una condena segura, ese al que le regaló la inauguración de su expediente de antecedentes penales tras su enésima barrabasada.
Pasemos a una visión de conjunto. Imagínense que el auge de la ultraderecha y las llamadas crisis de refugiados se dieran en el interior del propio país (la situación que Sheen, Graham y Curtis plantean podría trasladarse a Cataluña o Euskadi sin problema). Emigración forzada, salto de fronteras, huidas en patera, campos de detenidos, colonias de desplazados…
A todo eso, súmenle el voluntario aislamiento del resto de Europa en el que se ha sumido el Reino Unido tras la proclamación del Brexit y tracen los paralelismos con la incomunicación forzada de un territorio situado en el interior de sus fronteras (nótese, por ejemplo, el desprecio con el que son tratados los galeses por parte de los ingleses). Por cierto, James Graham es, además, el autor del guion de la película Brexit: una guerra incivil (Toby Jones, 2019)
A ese discurso en el que se entreveran las cuestiones de clase, las crisis migratorias y la geopolítica, añádanle todas las preocupaciones que han vertebrado el cine de Adam Curtis —siempre apadrinado por la BBC— desde The Century of the Self (2002) hasta Russia 1985-1999: TraumaZone (2022), que pasan por “la política del miedo como organización política mundial, el mito de las teorías de la liberación del individuo y el colonialismo de las máquinas sobre el hombre”, como bien señalaba Carlos Reviriego en el díptico que le dedicó, en este mismo medio, al autor de HyperNormalisation (2016) allá por 2011.
Pese a algunas metáforas excesivas —como esa onírica cesión del testigo de la lucha obrera entre abuelo y nieto— y algunas salidas de tono que parecen extraídas de algún filme de serie B (el Welsh Catcher que interpreta Luke Evans), The Way consigue enlazar con armonía la crónica social y el drama intimista no exento de humor (atención a ese momento en el que la sintonía de Benny Hill precede a un cuarteto sexual súbitamente interrumpido) con el potencial reflexivo de la obra de Curtis. Este se presenta, como es habitual en él, en forma de patchwork audiovisual en el que las texturas del material de archivo se mezclan con vídeos de cámaras de seguridad, grabaciones domésticas o clips extraídos de las redes sociales.
Todo ello siempre ordenado (y suturado por la música de Cian Ciaran) de manera que nos señale el origen de los problemas, que aquí se sitúan en la era Thatcher y las huelgas mineras, pero que también apuntan a la necesidad de refundar viejos mitos hoy ya inservibles (la figura del monje que tutela la acería bien podría homologarse simbólicamente a la máscara de Guy Fawkes de V de Vendetta) y adaptarlos a un tiempo nuevo dominado por la tecnología, las corporaciones, los sistemas de información o el (forzado) repliegue individual ante la imposibilidad de las revoluciones colectivas.
La conversión de Owen en el cabecilla de la revuelta (ejecutada por un montaje de imágenes) o de una huelga en un conflicto militar (posible por la privatización de las fuerzas de seguridad), la mostración del poder de las redes para prender la mecha de un conflicto (pero no para darle continuidad ni propósito) o la necesidad de retornar al origen de ciertos conceptos para desnudarlos de aderezos que desvían la atención del auténtico objetivo de la clase trabajadora —ideas todas ellas abordadas por Adam Curtis a lo largo de su densa filmografía— son algunos de los muchos apuntes que nos brinda una serie felizmente extraña y, sobre todo, distinta.