'Celeste' no defrauda
La miniserie creada por Diego San José, estrenada en San Sebastián y protagonizada por una insuperable Carmen Machi, indaga sobre la evasión de impuestos con una mezcla de 'thriller' y costumbrismo.
En la trilogía protagonizada por Juan Carrasco (Javier Cámara), su creador Diego San José deformaba los perfiles de la sátira política para, poco a poco, ir desprendiéndose parcialmente de la comedia hasta abrazar el drama (acuérdense del episodio ‘2009’, dirigido por Pilar Palomero).
La importancia capital de aquellos tres destellos de agudeza analítica que sacaron de su abúlico letargo al adocenado panorama televisivo nacional no solo radicaba en tocar temas como la corrupción o el tráfico de influencias, o en la particularidad de su tono, en una clara apuesta por desligar el humor de la blancura crítica y apartarlo de las audiencias familiares, sino también en su diseño visual e, incluso, en el infrecuente hecho de entregarle el mando de la función a un protagonista que no buscaba la empatía del público.
Ahondando en esa línea de trabajo, el guionista irundarra aborda un asunto tan candente como escasamente tratado por la teleficción patria: el fraude fiscal. Como sucede con tantos y tantos temas presentes con insultante cotidianeidad en la gran mayoría de espacios informativos, la evasión de impuestos no figura entre los tópicos favoritos de nuestras series de televisión (ni de nuestras películas).
El valor de Celeste no se encuentra únicamente en lo temático. Al igual que sucedía, sobre todo, en Vamos Juan y Venga Juan, la toma de decisiones tonales y de puesta en escena, aquí al completo en manos de Elena Trapé, son las que marcan la diferencia. Podemos definir la nueva producción de 100 balas y Movistar Plus + como un thriller costumbrista, como si los Woodward y Bernstein de Todos los hombres del presidente en lugar de reunirse en un parking con "garganta profunda" lo hubieran hecho alrededor de una mesa camilla tomándose un café con leche servido en vaso de media caña.
Hay aquí una desestilización del género —o, mejor dicho, una re-estilización que pasa por la sumisión de todos sus tropos a un contexto que termina por desnaturalizarlos para darles nueva forma—. Todo arranca con la prejubilación de Sara Santano (Carmen Machi), una inspectora de hacienda gris y viuda con demasiado pasado y un futuro tan descorazonador como previsiblemente corto.
Sin embargo, en su último día de trabajo, su superior le tiene guardada una sorpresa. Y es que una de las mentes más brillantes de la Agencia Tributaria, segunda de su promoción, no puede irse así, cargando con una bicicleta estática y con el protocolario adiós de sus compañeros. Alguien como Sara tiene que irse por la puerta grande. Para ello tendrá que demostrar que la cantante mexicana Celeste (Andrea Bayardo) ha vivido en España, al menos, 184 días (la mitad del año, más uno), lo que la obligaría a tributar en el país y devolver a las arcas del estado más de 20 millones de euros.
Si el arranque es el planteamiento recurrente de numerosos thrillers yanquis, de El juramento (Sean Penn, 2001) a Asesinato justo (Jon Avnet, 2008) o incluso Arma letal (Richard Donner, 1987), la presencia de otros lugares comunes del género también será frecuente: indagaciones, interrogatorios, persecuciones, estampas icónicas (el investigador frente al tablón, las demostraciones de autoridad de la inspectora).
De hecho, la textura cenicienta y lo afilado de los encuadres (y de los cortes en el montaje) remite claramente al thriller setentero, solo que la chabacanería contextual hace que la gravedad de las situaciones, que no de los hechos, adquiera una consistencia gelatinosa, divertida. Aquí no se persigue a traficantes, ni hay registros aparatosos, ni tiroteos a discreción. Aquí la única hemeroteca que se revisa es del Hola, se interroga a peluqueros y maîtres, se improvisan asociaciones con un paparazzo adicto al whisky japonés y al cinismo (atención a la actuación de Manolo Solo) y las persecuciones tienen que ver más con Benny Hill que con The French Connection.
Pensemos, por ejemplo, en el momento en el que Sara entra a un restaurante para averiguar qué seudónimo usa la cantante y cuantos días del año anterior comió o cenó allí. La inspectora saca su carné como Harry Callahan sacaba su magnum y empieza disparar frases de aquellas que Jules Furtham le escribía a Humphrey Bogart para que las escupiese como si fuese una Thompson con el cargador lleno.
Solo que quien las profiere es Carmen Machi. Una insuperable Carmen Machi, dicho sea de paso. Esos son los contrastes que engrandecen la apuesta, que la apartan de lo estereotípico haciendo que los códigos del género se tornen indisociables de lo cotidiano sin caer nunca en la parodia ni en el costumbrismo trasnochado.
Y es que Carmen Machi no es un héroe de acción (aunque a veces lo parezca). Es una señora de sesenta años, que convive con un perro al que no quiere y cuyo futuro se presume tan apasionante como extraviarse en un cuarto de contadores. Aferrada a ese último encargo, y marcada por un sonado fracaso anterior, Sara desarrolla una monomanía que trasciende lo profesional para flirtear con lo aspiracional. Esa obsesión progresiva germina en el terreno del deseo.
Para Sara, Celeste empieza a aparecer en todos lados: en las marquesinas, en lonas enormes que decoran edificios, en la radio, en la televisión, en YouTube, en Spotify, … Y es que, más allá de relatar una persecución contrarreloj o de mostrar cómo se ejecutan las estrategias para evadir impuestos, independientemente de meter el dedo en la llaga con citas indirectas a Amancio Ortega, a los papeles de Panamá, a Shakira o Arantxa Sánchez Vicario, detrás de la peripecia de Sara Santano late el deseo de ser otra. Una aspiración que, paradójicamente, comparte una antagonista que no termina siendo tal y que, además, está escrita desde la afabilidad y la concordia, no como si fuese una villana que disfrutaría de una sobremesa con Mario Conde.
De hecho, la relación Celeste-Sara se plantea como un juego de espejos, sin duda objeto clave para descifrar los significados profundos de la serie, pues están siempre presentes en los momentos decisivos (el encuentro en el baño en el segundo episodio, su tête à tête final). La una como reflejo deformante de la otra, una señora de orden que no termina siéndolo tanto y una diosa del pop que delinque pero que arrastra no pocos lastres emocionales: dos mujeres vinculadas por un deseo compartido.
Esa unión entre ambas no se circunscribe a sus encuentros puntuales, ni tiene que ver solo con el encargo profesional que recibe la inspectora, sino que ya desde la primera secuencia se nos indica que la una y la otra, pese a las visibles diferencias, son dos caras de la misma moneda. Diego San José y Elena Trapé juegan con las transiciones visuales al inicio de cada episodio para indicarnos que hay un hilo invisible que las une.
El envolvente y colorista plano secuencia inicial que nos muestra a Celeste camino del escenario antes de iniciar un concierto se corta cuando la cantante va a abrir las cortinas que la separan de su público para dar paso a la apertura de puertas de un ascensor gris. Del interior del cubículo saldrá Sara, que caminará por las anodinas oficinas de la agencia tributaria en dirección a su mesa.
La oposición en la colorimetría, los muy distintos ambientes o la fisonomía y el vestuario de las dos mujeres denotan las obvias diferencias entre ambas. Lo interesante no está en tan rotundas evidencias, sino en la conexión que establece la continuidad marcada por el mismo tipo de movimiento de cámara; una conexión que, como iremos viendo, es más profunda de lo que en un principio pudiera parecer.
Esta miniserie de seis episodios que se ve del tirón —no llega a las tres horas de duración— está repleta de detalles. Desde un guion modélicamente estructurado, verbigracia las dos apariciones de Aixa Villagrán que interpreta a la hija de Sara o el personaje de la joven inspectora Dani (Clara Sans), un clon rejuvenecido de su superiora, hasta un glorioso quinto episodio en el que los guionistas empiezan a recoger todo lo que han sembrado previamente. Quédense con estos apuntes: pulsera, detergente, peluche. Lo entenderán cuando la vean, todavía es demasiado pronto para iniciar la temporada de spoilers.
A nivel visual destaca, por ejemplo, el tratamiento del espacio. Sara vive en un piso filmado como una jaula. Se mueve, preferentemente, entre la cocina y el salón. La única estancia que no pisa es el despacho de su marido, que sigue exactamente tal y como este lo dejó al morir, dos años atrás.
La reutilización de esa habitación y el consiguiente desplazamiento de Sara de los espacios puramente domésticos a uno esencialmente laboral, denotan un movimiento emancipatorio que también tiene que ver con dar carpetazo a un pasado afectivo socavado por el engaño (el plano final del quinto episodio no puede ser más elocuente).
Con todo, lo más interesante de la propuesta lo encontramos en el declive moral de la protagonista, una mujer que, en nombre del servicio público, se salta a la torera cualquier epígrafe del código deontológico con tal de lograr su objetivo. De hecho, Sara Santano no está tan lejos de aquel empleado de banca apocado que empezó ajustándole las cuentas a una organización criminal para terminar sacándole rédito a su venganza personal. Se llamaba Modesto Pardo (Antonio Resines) y protagonizaba La caja 507 (Enrique Urbizu, 2002). Al final, es muy posible que Celeste sí sea un thriller.