'El circo de los muchachos': ensayo (fallido) para una utopía
- La serie de Elías León Siminiani explica la gestación de la comunidad circense creada por el cura Jesús Silva en un barrio a las afueras de Ourense.
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En 1956, inspirado por la película Forja de hombres (Norman Taurog, 1938), el padre Jesús Silva fundó en Benposta, un barrio a las afueras de Ourense, una singular comunidad educativa que dio cobijo a un puñado de niños de la zona, no necesariamente desamparados.
La utopía pedagógica fue cobrando entidad con relativa rapidez hasta constituirse como una oficiosa municipalidad autosuficiente, sin que a nadie pareciera importarle demasiado su talante democratizador ni un concepto de la fraternidad que la dotaba de una gravedad propia muy alejada de las leyes del Movimiento.
En paralelo a la consolidación de la llamada 'Ciudad de los muchachos', título original de la película de Taurog, y del primigenio proyecto formativo, aquel cura consiguió, gracias a su don de gentes, al riñón económico familiar y a su tesón, mantener alejada de las garras del franquismo su pequeña revolución autárquica.
Por si la ampliación y el crecimiento de la iniciativa, que arrancó en la casa familiar y después se trasladó a una finca en Benposta, no fuesen suficientes, el padre Silva se propuso internacionalizar su utopía con la creación de un circo, formado por parte de los jóvenes que residían en la recién creada ciudad, que, al menos desde finales de los 60 y buena parte de la década de los 70, fue mundialmente famoso, actuando en el Grand Palais de Paris, en el Madison Square Garden o realizando giras por todo el globo.
El circo de los muchachos, estrenada ayer por Prime Video, explica la gestación de un movimiento único dentro de la historia contemporánea de España y su posterior desmembramiento, provocado al alimón por el paso a la adultez de unos infantes que se hallaban en situación de desamparo cuando cumplían la mayoría de edad, por las luchas de poder internas y por los pleitos con la Xunta de Galicia, que derivaron en el lanzamiento de una batería de graves acusaciones y en enfrentamientos directos.
Sobre todo ello, y a lo largo de cinco episodios, el cineasta Elías León Siminiani arma un muy particular documental que, pese a sus no pocos hallazgos, termina desinflándose a medida que su metraje avanza.
En su primer y modélico capítulo encontramos todos sus aciertos, la mayoría de ellos relacionados con el tono. Si un teórico fundamental para entender el documental contemporáneo como Josep María Catalá ha analizado la penetración de lo emocional en el núcleo de un formato al que siempre se le ha presumido una (falsa) asepsia vinculada con su supuesta objetividad, El circo de los muchachos bien podría servir como una adenda a esta tendencia analítica.
Siminiani aplica a su manera de proceder ideas como la inocencia o la ternura en este artefacto que se sitúa a mitad del camino entre el cuento infantil y el melodrama social, sin descuidar jamás su valor testimonial.
El uso de la voice over de un niño que nos guiará por el relato y que irá cambiando a medida que los protagonistas crezcan, la acaramelada música compuesta por Federico Jusid, o la yuxtaposición comparativa de imágenes que trabajan sobre el paso del tiempo, juegan con la implicación emocional de un espectador que, además, se ve interpelado por la autenticidad de los testimonios, por las puntuales y emotivas dramatizaciones, y por el uso de un goloso material de archivo prácticamente inédito.
Al igual que en muchos de sus trabajos anteriores, el director de esa pequeña obra maestra que es Arquitectura emocional 1959 (2022), muestra las interioridades del propio proceso de rodaje, un recurso que funciona a la hora de revelar la toma de posición del autor, amén de mostrarnos cómo fabrica su documental, pero que, al contrario que en otras ocasiones, carece de la fuerza que otorga la autoridad.
Las documentalistas de la serie, cuyo riguroso trabajo no admite impugnación alguna, no tienen el peso de los expertos y su aparición no supone un valor per se, como si lo era, por ejemplo, la del periodista Nacho Carretero en 800 metros (León Siminiani & Ramón Campos, 2022).
Precisamente, y gracias a su ardua labor de investigación, la cantidad de datos con los que Siminani cuenta para reconstruir tan tremebunda historia termina por jugar en su contra, pues a fuerza de querer contarlo todo, siempre impulsado por un loable afán didáctico que se traduce en la continua presencia de mapas e indicaciones para que el espectador sepa siempre dónde se encuentra, termina por acumular un sinfín de pasajes que se asemejan demasiado unos a otros.
Por ejemplo, tratar de exponer la sucesión de contenciosos entre el padre Silva y la Xunta a raíz de la titularidad de los terrenos de Benposta requería de un mayor grado de síntesis, sobre todo porque el intento por mostrar cada matiz desemboca en una iteración de recursos que empobrece una propuesta genuina en sus inicios (¿cuántas veces vemos el mapa con del campo de fútbol?).
Lo que, en sus primeros compases, resultaba rompedor, termina pareciéndose demasiado a un reportaje de 'Informe Semanal' convenientemente ornamentado con las consabidas piruetas metalingüísticas. Aunque la convoque desde otras posiciones, El circo de los muchachos carece de la energía de, por ejemplo, Wild Wild Country (Chaplan & Maclan Way, 2018), y la comparación no es gratuita, porque aquí también hay ritos sectarios (la llamada 'Gran aventura'), organizaciones de dudosa transparencia o sospechas de malos tratos continuados, cuestiones que se exploran tarde, y no a fondo, en virtud del respeto al orden cronológico, y que, desde un punto de vista narrativo, parecen contener el verdadero conflicto de la serie, otra cosa es que el tratamiento que se le dé nada tenga que ver con la citada producción de Netflix.
Con todo, a Elías León Siminiani hay que agradecerle no pocas cosas. En primer lugar, que se aparte de las tendencias dominantes, en este caso el amarillismo que embadurna la mayoría de los documentales basados en hechos reales. En segunda instancia, que siga manteniéndose fiel a su muy particular trabajo compositivo, amén del uso del montaje, un modo de proceder inencontrable en el panorama nacional, más allá del resultado final.
Tampoco deberíamos desatender su afán de exhaustividad, que aquí le lleva a abordar cuestiones como la misoginia dentro de un supuesto movimiento revolucionario que quizá no lo fue tanto o a describir los distintos contextos políticos en los que se desarrolló la historia.
Pero, sobre todo, debemos agradecerle su esfuerzo por injertar el documental de los más variopintos géneros, desde la novela de espionaje en la estancia del circo en Chile y Argentina durante sus respectivas dictaduras, hasta el melodrama fraternal, con ese encuentro entre (ahora) dos viejos payasos que se habían perdido la pista, registros que sirven para seguir ampliando al máximo las posibilidades del formato.