La primera edición de Platero y yo se publicó en 1914, con 63 capítulos que evidenciaban una personalísima vivencia de la lengua castellana, sin rastros de retórica, aspereza o exotismos. Nacía una de las grandes obras de la literatura universal y uno de nuestros clásicos más frescos y conmovedores. En 1917 aparecería una segunda edición, con los 138 capítulos definitivos. Cada capítulo de Platero y yo es un pequeño poema en prosa. El estilo cuidado y primoroso convive con un ritmo narrativo ágil, fluido y altamente emotivo.
Juan Ramón Jiménez (Moguer, Huelva, 1881-San Juan, Puerto Rico, 1958) inició su trayectoria literaria bajo la influencia del Modernismo, pero no tardó en independizarse de cualquier corriente estética, construyendo una obra dinámica, mística, autocrítica y profunda. Nunca se sintió cómodo con los postulados de la Generación del 98. No compartía su pesimismo ni su angustia vital, y los campos de Castilla sólo le producían tristeza y desolación. Su pluma siempre prefirió exaltar el paisaje andaluz, con sus vegas, valles y marismas. Eso sí, hay un indudable parentesco con Antonio Machado, acentuado por su mutua admiración hacia Bécquer y el Simbolismo. Los dos buscan la palabra exacta y desnuda, que posibilita un diálogo con el alma, el mundo y Dios, las tres claves de la razón para hallar un sentido trascendente a la existencia. Ambos comparten el afán de una España moderna, plural y progresista, pero que conserva los aspectos más valiosos de nuestra tradición: el humanismo cervantino, el erasmismo, el aliento místico de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, el romanticismo liberal de Espronceda. La visión de la enseñanza de Giner de los Ríos y la vocación divulgativa de la Misiones Pedagógicas sintetizan ese anhelo, que únicamente se materializará mediante la educación de las clases populares. Sólo entonces surgirá una nueva conciencia nacional basada en las virtudes republicanas: libertad, igualdad fraternidad.
A veces se sitúa a Juan Ramón Jiménez en la Generación de 1914, pero el arte puro y deshumanizado está muy lejos de su sensibilidad. Lo mismo podría decirse de Gabriel Miró, al que también suele encuadrarse en el Novecentismo. Gabriel Miró y Juan Ramón Jiménez no entienden el arte como juego y pirueta, sino como compromiso moral con los pobres, los parias y los excluidos. Ambos son cristianos sinceros, que reivindican la pureza evangélica, pero no muestran ningún aprecio por el clero. En ese aspecto, siguen la estela de las “novelas espirituales” de Pérez Galdós, donde personajes como Nazarín o Benina obran conforme a las enseñanzas del cristianismo primitivo. En Misericordia (1897), Galdós se acercó al “proletariado ínfimo, paupérrimo”, contemplando de cerca los cuadros más desoladores de pobreza e injusticia. Benina, la criada que sostiene con sus limosnas a su orgullosa e ingrata señora, es una atípica versión de Cristo, que nunca escatima el perdón ni la ternura.
Se podría decir lo mismo de Platero, donde “la pena y la alegría son gemelas, cual las orejas” del “borriquillo niño que tan bien entendía a los niños”. En el “mar de duelo” de una Andalucía oprimida por caciques y terratenientes, los niños son “una isla de gracia, de frescura y de dicha”. Juan Ramón sufre al presenciar la miseria que aflige a los más pequeños, descalzos, desnutridos, explotados como mano de obra barata y sin escolarizar. En su “Advertencia a los hombres que lean este libro para niños”, rescata una frase de Novalis: “Dondequiera que haya niños, existe una edad de oro”. Es difícil no recordar la advertencia de Jesús en el Evangelio de San Mateo: “En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”. En el Evangelio de San Marcos, anterior en el tiempo, podemos leer: “…el que se humilla como este niño será el más grande en el reino de los cielos”. Sería un error pensar que Cristo incita a la servidumbre y la obediencia. Desde mi punto de vista, el propósito es dignificar a los humillados y olvidados. Al escoger a Platero como protagonista, Juan Ramón Jiménez manifiesta su amor por lo humilde y lo pequeño. Pocos animales han sido tan escarnecidos como el burro, pese a su bondad, paciencia y sabiduría, verdadero “Marco Aurelio de los prados”.
El hispanista Michael P. Predmore ha señalado las múltiples analogías entre Cristo y la pareja compuesta por el poeta de “barba nazarena” y la “blandura gris” de Platero. De hecho, la obra podría leerse como un nuevo evangelio, que anuncia la locura de amar a los más vulnerables y marginados: niños pobres, enfermos de tisis, ancianos sin hijos, perros sarnosos, yeguas viejas. No es extraño que los niños de Moguer chillen: “¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!”, cada vez que el poeta y el burro cruzan sus calles. Los niños han mimetizado la maldad de los adultos y no aprecian que Platero es “tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…”. El poeta se espanta al pensar qué habría sido de Platero en otras manos, pues hay hombres que a los burros “les dan arsénico y les ponen alfileres en las orejas para que no se les caigan”. Afortunadamente, Platero “tiene una cuadra tibia y blanda como una cuna” y cuando muera será enterrado “al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña”, con “el infinito cielo azul constante de Moguer”, custodiando su sueño. Platero es como el “niño tonto” de la calle de San José: “todo para su madre, nada para los demás”, pero en esa fragilidad está la gracia de “ser naranja en flor, ser viento puro, ser sol alto”. El cristianismo de Juan Ramón está transido de espíritu franciscano, con esa pasión por la naturaleza que roza el panteísmo. Cuando se acerca a un jardín llamado El Vergel, acompañado por Platero, un guarda les impide pasar, pues está prohibido acceder con animales al recinto. El poeta, abatido, se marcha, pues si el Platero “no puede entrar por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar”. Más adelante, cuando el canario de unos niños aparece muerto en su jaula, el poeta se pregunta: “¿habrá un paraíso de los pájaros? ¿Habrá un vergel verde sobre el cielo azul, todo en flor de rosales áureos, con almas de pájaros blancos, rosas, celestes, amarillos?”.
La Pasión de Platero sólo puede finalizar con su muerte, pero “la bella mariposa de tres colores” que revolotea por la cuadra en esa hora aciaga contiene la promesa de la resurrección. Pasa el tiempo y el poeta se pregunta: “Platero, ¿verdad que tú nos ves? Sí, tú me ves. Y yo creo oír, sí, sí, yo oigo en el poniente despejado, endulzando todo el valle de las viñas, tu tierno rebuzno lastimero…”. Y cuando el poeta visita en abril “la sepultura de Platero, que está –como prometió- en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y paternal”, aparece “una leve mariposa blanca”, que revolotea “igual que un alma, de lirio en lirio…”. La mariposa simboliza el renacer de la vida y los lirios la pureza, el estado de inocencia. Juan Ramón no deja nada al azar. Platero y yo es un riguroso ejercicio estético, con una intención claramente espiritual y un cristianismo elemental, lejos de cualquier ortodoxia o dogmatismo.
En los últimos cien años, sólo la Biblia y el Quijote superan a Platero y yo en número de traducciones. El año pasado aparecieron varias adaptaciones infantiles, aprovechando el centenario. Entiendo el noble propósito de acercar los clásicos a los más pequeños, pero no creo que a Juan Ramón Jiménez le hubiera agradado la iniciativa. De hecho, escribió: “Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren”. En otra ocasión, subraya: “Creía y creo que a los niños no hay que darles disparates para interesarles y emocionarles, sino historias y trasuntos de seres y cosas reales tratados con sentimiento profundo, sencillo y claro. Y esquisito. No es, pues, Platero, como tanto se ha dicho, un libro escrito sino escojido para los niños”.
Yo me permito recomendar la edición de Cátedra, con un estudio preliminar y notas de Michael P. Predmore, que comenta la obra con nitidez y hondura. Si alguien quiere una edición con encanto, le remito a la que publicó Aguilar en 1953 en su colección Crisol, con papel biblia, formato pequeño –semejante al del Kempis- y 50 bellísimas ilustraciones de Rafael Álvarez Ortega.
Platero y yo “vive en lo eterno” y tiene en su mano, “grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada de aurora”.