La Sonata de estío (1903) de Ramón María del Valle-Inclán representa el reencuentro de la novela española con la belleza. Sin menospreciar a los grandes novelistas del XIX, conviene reconocer que en esas fechas nuestra literatura necesitaba con urgencia una inyección de lirismo. La Sonata de estío relata el viaje a México del Marqués de Bradomín en la fragata Dalila, donde conocerá a una hermosa y sensual criolla, la Niña Chole, que enciende en su interior una pasión carnal, incontenible, casi enfermiza. Decadente, cínico, orgulloso y a veces demoníaco, el Marqués de Bradomín es un donjuán “feo, católico y sentimental”, que se identifica con el carlismo, una causa política que combina el apego a la tradición y el odio a los valores de la burguesía surgida de la Revolución Industrial. Bradomín no retrocede ante ningún pecado, salvo “el amor de los efebos y la música de ese teutón que llaman Wagner”, y no reconoce otra divisa que “no amar a los demás y despreciarse a sí mismo”. La peripecia puede parecer pueril, pero el amor con la Niña Chole no es un mero lance romántico, sino un desafío al poder del general Diego Bermúdez, padre y esposo de la criolla, un personaje escasamente definido, pero en el que se aprecian los rasgos esenciales del brutal dictador latinoamericano: despotismo, megalomanía, amoralidad y una crueldad luciferina.

Valle-Inclán se enfrenta con la moral de su época al introducir el tema del incesto, y al describir su amor adúltero como un éxtasis sexual que en la primera noche se resuelve con “siete copiosos sacrificios” ofrecidos al “triunfo de la vida”. La influencia de Barbey d’Aurevilly, D’Annuzio y Eça de Queirós se combina con la huella de Baudelaire y Verlaine, con el propósito de epatar al burgués y recordar el carácter subversivo del arte genuino. La prosa de Valle-Inclán prefigura a los grandes creadores de la novela latinoamericana, especialmente Alejo Carpentier y García Márquez. Poética, musical, innovadora, las frases discurren entre asombrosas metáforas y audaces piruetas sintácticas. La estética modernista despliega su corte de sinestesias y aliteraciones para describir la “tierra caliente” de un México atrapado entre cultos ancestrales y la herencia de la dominación hispánica. Si hubiera que escoger dos escenas para reflejar el espíritu de la obra, habría que mencionar la lucha épica de un mulato con una manada de tiburones a cambio de unas monedas y el sacrilegio cometido por la Niña Chole al beber de una fuente que representa al Niño Jesús vertiendo agua con “su menuda y cándida virilidad”.

Luces de bohemia (1924) conserva el amor a la belleza de las Sonatas, pero el decadentismo se convierte en conciencia política y en una visión autocrítica de la bohemia. El modernismo es “arte por el arte” y no necesita justificaciones. Su lema es “¡Viva la bagatela!”, pero eso no significa que entre sus filas no haya truhanes sin escrúpulos, como Don Latino de Hispalis, amigo y palafrenero de Max Estrella. Max es “el primer poeta de España”, un hombre de letras ciego y de notable ingenio que recuerda poderosamente al mismísimo Ramón María del Valle-Inclán, “eximio escritor y extravagante ciudadano”, según la famosa nota de prensa del dictador Miguel Primo de Rivera. Casado con una francesa y padre de una hija, Max Estrella vive en la más completa miseria y baraja la idea del suicidio para huir de sus penalidades. A fin de cuentas, “cuatro perras de carbón” son un precio razonable para un pasaporte a la eternidad. Su precaria situación no enturbia su juicio ni aplaca su humor irreverente. No es un reformista, sino un radical que pide “la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol” y que achaca la decadencia y mediocridad del pueblo español a “su chabacana sensibilidad ante los enigmas de la vida y la muerte”.

Max Estrella no es un aristócrata, sino un poeta que se siente pueblo. Aún no ha desaparecido la estela del Marqués de Bradomín (“donde yo vivo, siempre es un palacio”), pero ha surgido una nueva identidad como “hombre libre y pájaro cantor”. Arrojado a un calabozo por desórdenes en la vía pública, mantiene un breve diálogo con un preso anarquista que espera la aplicación de la infame ley de fugas. El condenado se define como un paria y Max como “el dolor de un mal sueño”. Ambos coinciden en la necesidad de utilizar la violencia para acabar con las injusticias y las desigualdades. “Un patrono muerto, algunas veces, dos… Eso consuela”, afirma el poeta ciego y, algo más adelante, cuando ya libre se encuentra con una madre que sostiene en brazos a su hijo muerto, un niño con el cráneo agujereado por la policía, la incipiente furia revolucionaria se convierte en fatalismo trágico: “¡Me muero de rabia! […] La Leyenda Negra, en estos días menguados, es la Historia de España. Nuestra vida es un círculo dantesco. Rabia y vergüenza”. Max conserva su rebeldía hasta el último instante: “Me muero de hambre, satisfecho de no haber llevado una triste velilla en la trágica mojiganga”.

La célebre escena del callejón del Gato proporciona las claves del esperpento, una forma de ver e interpretar la realidad inspirada por el genio de Goya y Quevedo: “Los héroes clásicos reflejados en espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”. No se trata de un procedimiento intuitivo, sino del producto de una lógica estricta: “La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas”. El esperpento no es una simple caricaturización que acentúa los aspectos grotescos, sino una forma de contemplar las vicisitudes del ser humano “desde las alturas”, con “una perspectiva de demiurgo”. El esperpento degrada, cosifica y animaliza al hombre hasta situarlo en un contexto de pesadillas y alucinaciones. Sin embargo, su óptica delirante es la que nos permite captar la esencia del teatro humano.

Valle no ignora que su literatura ha experimentado un giro fundamental. Tal vez por eso reúne al Marqués de Bradomín y a Rubén Darío en las exequias de Max Estrella. El Marqués, casi centenario, desmiente la versión del poeta sobre su amistad. Nunca llegaron a combatir juntos en México, participando en una rebelión de campesinos sin tierra. En realidad, el padre de Max era un capitán carlista que murió en el campo de batalla, sirviendo a las órdenes del Marqués de Bradomín. Valle-Inclán ironiza sobre su propia tendencia a la mitomanía y a la hipérbole, estableciendo analogías y diferencias entre sus dos héroes para ilustrar su peculiar itinerario desde un carlismo estético a un  heterodoxo anarquismo libertario.

Creo que no está de más finalizar esta breve nota con una de las más célebres expresiones valleinclanescas: “¡Me quito el cráneo!”. Luces de bohemia no se merece otra cosa. Es uno de los momentos estelares de una obra superlativa y una de las cumbres del teatro español, que resucita el aliento de los clásicos, con su mezcla de modernidad y tradición. La muerte de Valle-Inclán el 5 de enero de 1936 nos impidió conocer cuál habría sido su postura durante la guerra civil española. Es indudable que no habría apoyado la rebelión militar. La época carlista ya había sido descartada por la solidaridad hacia la clase obrera, pero el flirteo con el anarquismo difícilmente se habría convertido en militancia comprometida. El feroz individualismo de Valle-Inclán no parece compatible con la disciplina política. Su sentido aristocrático de la vida le habría convertido en una presencia incómoda en ambos bandos. Valle-Inclán era un raro, un dandi. Escogió vivir a contracorriente y, aunque las biografías rebajen su estatura mítica, siempre será la figura más asombrosa de las letras españolas del siglo XX.