Rubén Darío nació en 1867 en San Pedro de Metapa, Nicaragua. Niño prodigio, compuso su primer soneto en 1879, inspirándose en poetas como Ramón de Campoamor, Zorrilla y Núñez de Arce. Más adelante, descubre a Víctor Hugo, que revoluciona su concepción de la poesía. El poeta salvadoreño Francisco Gavidia le anima a adaptar el verso alejandrino francés a la métrica castellana, preludiando uno de los rasgos esenciales del modernismo. En 1887, aparece su primer libro de poemas, Abrojos. Aún no ha fraguado una poética personal, pero la madurez literaria llegará enseguida con Azul… (1888), un conjunto de poesías y relatos que encenderán el elogio de Juan Valera, que publica dos cartas abiertas en "El Imparcial", destacando su “poderosa individualidad de escritor”. Los sonetos dedicados a Leconte de Lisle y Catulle Mendès despejan cualquier duda sobre la sintonía con el parnasianismo, pero no es menos notable la influencia de la mitología grecolatina, los cuentos de hadas o el teatro de Shakespeare. Lo estético convive con la protesta antiburguesa de inspiración naturalista (“El Rey Burgués”, “El fardo”) y la exaltación de la América precolombina (“Caupolicán”).
Corresponsal del diario argentino "La Nación", viaja a España, Nueva York y París. Conoce José Martí y a Paul Verlaine. Nombrado cónsul honorífico de Colombia en Buenos Aires, se relaciona con Leopoldo Lugones y el poeta e historiador boliviano Ricardo Jaimes Freyre. Sus amoríos y su afición al alcohol convierten su vida en un sobresalto continuo. En 1896 publica Los raros, una galería de semblanzas que privilegia a los simbolistas franceses (Verlaine, Villiers de l’Isle Adam), pero que no presta menos atención a Poe y Lautréamont, dos visionarios que anticipan las intuiciones del surrealismo. Ese mismo año, sale de la imprenta Prosas profanas, que representa su consagración definitiva. La originalidad y el desafío de la obra se manifiestan desde el título, pues como ha señalado Octavio Paz constituye una provocación “llamar ‘Prosas’ –himnos que se cantan en las misas solemnes después del Evangelio- a una colección de versos predominantemente eróticos”. En sus “Palabras liminares”, advierte Darío: “mi literatura es mía en mí; quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal”. No niega su herencia cultural, pero admite que tiene otros afectos: “Mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París”.
Por último, reivindica la lección pitagórica sobre el alma, la música y la armonía: “Como cada palabra tiene un alma, hay en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal”. Las palabras no se agotan en su significado. Son objetos con una belleza propia, independiente. Prosas profanas contiene poemas memorables: “Era un aire suave” (“…el hada Harmonía ritmaba sus vuelos, / e iban frases vagas y tenues suspiros / entre los sollozos de los violonchelos”); “Sonatina” (“La princesa no ríe, la princesa no siente; / la princesa persigue por el cielo de Oriente / la libélula vaga de una vaga ilusión”); “Coloquio de los centauros” (“toda forma es un gesto, una cifra, un enigma”); “Responso” (“Padre y maestro mágico, liróforo celeste” […] “que púberes canéforas te ofrenden el acanto”). Rubén Darío ambienta sus poemas en la Grecia clásica, la Florencia del Renacimiento, la Alemania de Heine y Wagner, la España de Merimée, el Lejano Oriente. El cisne encarna el ideal de belleza: “el ebúrneo cisne, sobre el quieto estanque, / como blanca góndola” dibuja una estela. “Olímpico”, “alado aristócrata”, se desliza por la cueva encantada de Luis II de Baviera. Su proporción y equilibrio evocan los versos de Ovidio, Garcilaso y Góngora, pero su hermoso canto anuncia su propia decadencia. Su inmolación representará el fin del modernismo, que Darío ya intuye: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”, pero “no hallo sino la palabra que huye, / […] y el cuello del gran cisne blanco que me interroga”.
En 1899, desembarca en Barcelona. "La Nación" le ha encargado una serie de reportajes sobre la crisis que sufre España, después de perder sus últimas colonias de ultramar. Sus artículos simpatizan abiertamente con la causa española, sin ocultar su desdén por el imperialismo norteamericano. Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Villaespesa y otros jóvenes autores le aclaman como maestro. En 1902 conoce a Antonio Machado en París, que le expresa su admiración. En 1905 publica Cantos de vida y esperanza, con un prólogo que reivindica “la aristocracia del pensamiento”, el hexámetro -con su música interna, mucho más profunda que la rima silábica- y el verso libre, con una flexibilidad que libera al poeta de viejas servidumbres formales: “…en esta tierra de Quevedos y Góngoras, los únicos innovadores del instrumento lírico” […] han sido “los poetas del Madrid Cómico y los libretistas del género chico”. Darío define el modernismo como “un movimiento de libertad, que le tocó iniciar en América y se propagó hasta España” y declara: “Yo no soy un poeta para muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas”. Aunque anuncia que ha abandonado su “torre de marfil” (“Yo soy aquel que ayer no más decía / el verso azul y la canción profana”), el anhelo por la belleza perdura con sus tintes parnasianos (“Marcha triunfal”). Darío no se ha apartado de la consigna de Verlaine, según el cual el poema debe ser música, pero se arriesga más en cuestiones filosóficas y políticas. Aunque desea tener fe, confiesa su pesimismo existencial: “Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto”. En cambio, no titubea a la hora de exaltar el genio de España. En su “Oda a Roosevelt” opone la América española y católica, que “sueña. Y ama, y vibra, y es la hija del sol” a la América “bárbara” del Norte, que entiende el progreso como “erupción” y apunta al porvenir con una “bala”.
Los últimos libros de Rubén Darío incluyen algunos de sus poemas más célebres: “Salutación al águila”, “Oda a Mitre”, “La canción de los pinos” (El canto errante, 1907), “A Margarita Debayle”, “El clavicordio de la abuela” (Poema del otoño, 1910), “Los motivos del lobo”, “La cartuja” (Canto a la Argentina, 1914). Darío murió el 6 de febrero de 1916 en León, Nicaragua. Poco antes había abandonado Europa, escribiendo a un amigo: “Voy en busca del cementerio de mi tierra natal”. Darío no es cursi ni escapista, sino moderno, cosmopolita y profundo. Actualizó y revigorizó la poesía española e hispanoamericana en una época de mediocridad y prosaísmo. Tejió una telaraña entre Buenos Aires, Madrid, París y Nueva York, permitiendo que el idioma circulara en todas direcciones. Atribuyó al poeta la función de interpretar la realidad, recurriendo a la metáfora como clave hermenéutica. Exploró el abismo nihilista, con su caudal de angustia y desesperanza. Transformó la sinestesia en categoría filosófica, postulando que los pitagóricos no se equivocaban al afirmar que el ritmo –una fuerza cósmica- es el lenguaje secreto de las cosas. Escribe Octavio Paz: “El modernismo se inicia como una estética del ritmo y desemboca en una visión rítmica del universo”.
Si alguien quiere una edición rigurosa y cuidada de la obra poética de Rubén Darío, le recomiendo el tomo publicado por la exquisita y meritoria Biblioteca Castro, al cuidado de José Carlos Rovira. La prosa puede encontrarse en volúmenes dispersos de Cátedra, Alianza, Losada, Visor y otras editoriales. Los amantes de las ediciones antiguas pueden buscar los pequeños volúmenes de Afrodísio Aguado o Aguilar. Rubén Darío marcó el rumbo de la poesía del siglo XX en lengua castellana y aún no ha perdido su capacidad de inspirar, invitando a las nuevas generaciones a sintetizar tradición y modernidad para trascender los límites de la razón, el lenguaje y lo real.