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Soy un lector tardío de Azorín. Cuando era un estudiante universitario, ya se había propagado el descrédito de su obra por razones estéticas e ideológicas. Se consideraba inaceptable su ocurrencia de agrupar a escritores tan dispares como Benavente, Rubén Darío y Miguel de Unamuno en la imaginaria “generación del 98”, y su prosa se consideraba cursi, apolillada y tediosa. Se utilizaba su conservadurismo político como argumento definitivo para enviar sus libros al desván del olvido. Por esas fechas, yo era un lector apasionado de Gabriel Miró. Conocía la profunda amistad que les unía y me conmovía que Azorín hubiera acudido corriendo a la casa de Miró, cuando le comunicaron su muerte repentina en 1930. Dicen que pidió ver el cadáver y que no pudo reprimir las lágrimas. Esa anécdota perduró en mi memoria como una estampa trágica y de cierta belleza, alentando una curiosidad que me hizo cuestionarme el severísimo juicio contra el escritor.
Poco antes de iniciar la universidad, había leído Las confesiones de un pequeño filósofo (1904) en un enorme volumen con las tapas en piel verde y adornos dorados que incluían el dibujo de una lechuza y de un joven arrodillado -¿tal vez Calixto?- con melena y jubón renacentistas, regando un árbol con el tronco retorcido. Eran las Obras selectas publicadas por Biblioteca Nueva en 1943, con una lámina preliminar que reproducía el famoso retrato de Zuloaga –otro artista postergado, casi maldito por su connivencia con la dictadura franquista-, con una vista de Toledo al fondo y unos campos desnudos, amarillos, bajo un cielo de un azul limpio y cristalino. No me había pasado desapercibido el breve capítulo “Es ya tarde”, que hablaba del sentido del tiempo en los pueblos, donde “sobran las horas”, pero flota la sensación de que “siempre es tarde”. Un joven Azorín confesaba: “Yo os digo que esta idea de que siempre es tarde, es la idea fundamental de mi vida: no sonriáis. Y que si miro hacia atrás, veo que a ella le debo esta ansia inexplicable, este apresuramiento por algo que no conozco, esta febrilidad, este desasosiego, esta preocupación tremenda y abrumadora por el interminable sucederse de las cosas a través de los tiempos”. Con diecisiete años, me sentí completa e incomprensiblemente reflejado en esas palabras, pero con la diferencia de que yo sentía que realmente llegaba tarde a todas las cosas importantes: la literatura, el amor, la amistad. Carecía de la perspectiva de la edad y no reparaba en el carácter relativo y elástico del tiempo. En cualquier caso, aprendí de Azorín que el tiempo no era una medida, sino una vivencia.
No compartí ese hallazgo con ningún compañero de universidad, pues admitir que apreciabas la literatura de Azorín era una ofensa para los que dedicaban sus horas a deambular por los insondables abismos abiertos por Lacan, Deleuze o Derrida. Siempre pensé que había obrado con cobardía, pero no es fácil nadar contra corriente, especialmente cuando la crítica entona las exequias de un autor, advirtiendo que su ocaso es irremediable. Mi admirado José-Carlos Mainer escribió hace tiempo: “No parece que el crédito de Azorín ande por donde solía hace años y es de temer que esta situación de purgatorio vaya a ser duradera”. Mainer señalaba que Vargas Llosa y Trapiello habían intentado renovar el interés por el autor con admirables textos –el Nobel peruano le dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia Española-, pero esos gestos no habían calado en el lector de nuestros días.
Hace unas semanas, escarbaba en mi biblioteca, buscando alguna lectura al azar, cuando me encontré con un libro de Azorín que se titula La amada España. Publicado por Destino en 1967, reúne un conjunto de artículos escritos entre 1927 y 1935 para el diario argentino La Prensa. Se podría decir que el resultado es un libro de viajes con la poética del autor: frase breve, sencilla, precisa; amor por lo humilde y pequeño; descripción e introspección concertadas para captar la esencia de los pueblos y las ciudades; misticismo estético que combate la fugacidad del tiempo con la exaltación del paisaje y la intuición de lo eterno; un subjetivismo extremo que se camufla bajo un yo lejano y difuso.
Siento especial predilección por “La España invisible”, un artículo de 1928, que divaga sobre nuestra identidad nacional: “La España que de puro visible no se ve. Esta España humilde, prístina, sencilla, no la pueden ver todos”. ¿Dónde comparece esa España? ¿Se manifiesta de algún modo concreto, material? Según Azorín, esa España se hace visible en las paredes blancas y desnudas que proliferan en Castilla: “Una pared que no tiene nada y no es nada. Blanca, nítida, enjalbegada de cal. No es nada y, sin embargo, ¡cuántas emociones suscita!”. Las paredes blancas de Castilla son “paredes teresianas” y las paredes blancas de la Mancha son “paredes cervantescas”. “¡España, España!” –exclama Azorín-. Toda tu esencia se halla condensada en la pared blanca y en la mesita de sencillo y tosco pino. ¡Sensibilidad desbordante de Santa Teresa! ¡Desfoque lírico de San Juan de la Cruz!”.
A finales de 1906, Azorín aún suscribía el credo anarquista. El 28 de diciembre de ese año publica un artículo en La Tribuna de Barcelona que sería reproducido en 1907 en el semanario libertario Tierra y Libertad. “El socialismo anarquista –escribe Azorín- no es algo concreto, definido, dogmático; es aspiración más bien que sistema; impulso más bien que escuela; es ideal eterno en la realización constante, en elaboración perpetua. Todo el progreso de la Humanidad, toda la lucha cruenta e incruenta, feliz o malograda, por el bienestar, por la paz, por la fraternidad universal es el anarquismo”. Azorín repudió sus textos radicales de juventud, pero yo aprecio la misma respiración, aunque con otra cadencia, con otro ritmo. Antonio Machado apuntó que Azorín se hizo conservador por “asco de la greña jacobina”. Al margen de su trayectoria política, que puede suscitar adhesión o antipatía, nunca dejó de buscar el “ideal eterno”, pero su carácter depresivo y asténico le empujó hacia una perspectiva fenomenológica. Desde su punto de vista, la excelencia moral y estética no se halla en la Idea, sino en las cosas mismas, que hablan al que mantiene su sensibilidad atenta y despierta.
Azorín no es un clásico irrecuperable, sino una de las aventuras más fascinantes de la literatura española. Sólo una pluma particularmente dotada podía apreciar los paisajes minimalistas, donde aparentemente “no hay nada”. Al igual que el desierto, los campos de Castilla son elocuentes por su desnudez y desolación: “La Mancha tiene un profundo encanto; el encanto de la llanura lisa y desamparada”. Para apreciar esta áspera belleza es preciso sentir la “elaboración perpetua” del tiempo, que no se muestra a primera vista, sino en el recuerdo. “La visión esencial de las cosas” nunca es instantánea. Nos la da la evocación, el trabajo selectivo de la memoria, la inquietud constante de la inteligencia, que nunca se conforma con lo inmediato. La literatura de Azorín es un viaje del espíritu. Los primeras páginas de sus libros parecen “un pasillito blanco”, pero si no nos detenemos, desembocamos en un balcón que nos permite contemplar el conflicto entre el ser y la nada, la palabra y el silencio, lo grande y lo pequeño. Nunca es tarde para leer a Azorín. Sus obras no son pinturas costumbristas, sino complejas perspectivas que nos revelan la poesía de una tapia, un callejón estrecho o un patio con un huerto.