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Nos acercamos al final del cuarto centenario de la segunda parte del Quijote. Se me disculpará que celebre este acontecimiento con un episodio de la primera parte, que refleja la esencia del pensamiento cervantino y expresa en buena medida lo más particular del carácter español. Me refiero al incidente de los galeotes (I, XXII), que pone de manifiesto la poca estima por leyes y jueces de un escritor familiarizado con las rejas, los malos tratos y las cadenas. Sus cinco años de cautiverio en Argel no pueden separarse de sus breves encarcelamientos en Castro del Río (Córdoba) y en la Cárcel Real de Sevilla por apropiarse de dinero público, mientras desempeñaba el oficio de recaudador de tercias y alcabalas. Los historiadores no han logrado esclarecer la inocencia o culpabilidad del viejo soldado, pero parece indudable que su experiencia le inculcó simpatía e indulgencia hacia las flaquezas humanas. El antiguo discípulo de Juan López de Hoyos, insigne gramático de tendencias erasmistas, siempre entendió el cristianismo como una forma de misericordia y no como un rigorismo moral que no se cansa de proclamar las miserias de nuestra especie. Su visión humanista pocas veces resplandece con tanta fuerza como en el lance de los galeotes. Cuando el viejo y vapuleado hidalgo se cruza con una hilera de condenados a galeras, escucha sus historias y, lejos de sentir que el brazo de la justicia actúa con ecuanimidad, experimenta indignación y tristeza. No parece casual que la voz narrativa descanse una vez más sobre Cide Hamete Benengeli, “autor arábigo y manchego”. Se podría aventurar que Cervantes escoge una voz marginal para hablar de la suerte de los marginados, pobres y desventurados. Los cervantistas aún polemizan sobre su posible ascendencia conversa. Américo Castro, siempre inspirador, sostiene que afecta a ambas líneas familiares, pero Jean Canavaggio refuta estas tesis con minuciosos estudios documentales. Marthe Robert asegura que “La Mancha” del Quijote no es un espacio geográfico, sino una alusión a un linaje infamante que explica las ensoñaciones de hidalguía, auténtica matriz de la locura del supuesto “cristiano viejo”.
Las cuestionadas teorías de Américo Castro no me parecen superadas. Su intuición principal conserva su poder explicativo: la identidad española es el producto de la “vividura” de las minorías judías y musulmanas, marginadas y silenciadas, pero con una experiencia interior más libre y creativa, que aportó al cristianismo una espiritualidad más compleja y sincera. Aunque es probable que Cervantes y Santa Teresa de Jesús desconocieran sus orígenes, su obra se alimenta de ese conflicto, lo cual explica que ambos se definan por cierta rebeldía que bordea el terreno de reformistas y alumbrados. Ese talante explica la actitud de don Quijote con los galeotes, que puede interpretarse como un desafío al orden social de su época. Cuando Sancho le explica que “son gente forzada por el rey”, el hidalgo responde: “aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables”. Sin escuchar la llamada a la prudencia de Sancho, se dirige a los presos y les pregunta por sus faltas. El primero –un mozo de Piedrahíta de unos veinticuatro años- confiesa que robó una cesta de mimbre atestada de ropa blanca, lo cual le costó cien azotes y tres años en galeras. No hubo lugar a tormento, pues le arrestaron mientras cometía el delito. El segundo, “triste y melancólico”, no responde, pero el de Piedrahíta toma la palabra, contándole su historia: “Éste, señor, va por canario, digo, por músico y cantor”. Se trata de un cuatrero condenado a seis años y doscientos azotes. Sus compañeros de cadena le desprecian, pues consideran que no hay peor cosa “que cantar en el ansia”, es decir, confesar durante el tormento del agua, el más leve que aplicaba la justicia. El tercero explica que le envían cinco años a galeras por no tener diez ducados. El caballero andante le ofrece veinte para librarle de su aciago destino, pero el cautivo le contesta que a esas alturas el dinero vale tan poco como si se “hallara en mitad del golfo” (esto es, en mitad del mar), muriéndose de hambre. De tener los veinte ducados que le ofrece, “hubiera untado con ellos la péndola del escribano y avivado el ingenio del procurador”. Cervantes insinúa claramente que la péndola o pluma de escribir es venal y se deja sobornar, falsificando los papeles necesarios para exonerar al que puede comprar su libertad. El cuarto condenado es un hombre venerable con barba blanca hasta el pecho. Se le ha condenado a cuatro años por alcahuete y hechicero. Don Quijote no excusa la hechicería, pero justifica el oficio de alcahuete, “que es oficio de discretos y necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida”. La vena erasmista sale a flote cuando el caballero andante cuestiona el poder de los hechizos y esboza una defensa de las pobres mujeres acusadas de brujería: “…que es libre nuestro albedrío y no hay yerba ni encanto que le fuerce: lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos, con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad”. Su liberalidad con los asuntos carnales también contrasta con el puritanismo de su tiempo, que establece penas severísimas para cualquier forma de relajación en las costumbres.
Otro galeote más joven admite que mantuvo trato carnal con dos primas hermanas. Por último, habla Ginés de Pasamonte, famoso bandolero que ha compuesto el libro de su vida, “tan bueno […] que mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren”. Es el más arrogante y descarado. Ya ha servido en galeras y no le atemorizan los diez años de condena, que equivalen a una pena de muerte. Tras escuchar estos relatos, don Quijote se dirige a los cautivos, a los que llama “hermanos carísimos”, cuestionando el procedimiento legal que les ha reducido a su triste situación: “…podría ser que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros deste, el poco favor del otro, y finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades”. Después, habla al comisario y a sus ayudantes, exigiendo que liberen a los galeotes: “…porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres. Cuanto más […], que estos pobres no han cometido nada contra vosotros. Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello”. Lo que viene después es previsible y recuerda la cena de Viridiana: don Quijote libera a los presos por la fuerza, y les pide que se presenten ante Dulcinea del Toboso, relatándole su hazaña. Como en peripecias anteriores, caballero y escudero acaban molidos a palos. Los galeotes no se conforman con arrojarles piedras, sino que les despojan de sus escasas pertenencias. Sancho pierde el gabán y don Quijote la bacía, que acaba hecha pedazos después de machacarle las espaldas. No es improbable que el destrozo de la bacía simbolice la obstinación de la realidad por malograr todos los sueños.
Se podría pensar que Cervantes escarnece una vez más al caballero andante, pero su forma de razonar no parece la de un demente, sino la de un hombre cuerdo y valiente que se rebela contra una justicia brutal y corrupta, y pone en entredicho las supersticiones sobre brujas, aquelarres y maleficios. Cuando pide la libertad de los galeotes, alegando que “allá se lo haya cada uno con su pecado”, recuerda la máxima evangélica: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y se os perdonará” (Lucas 6, 37). Don Quijote es demasiado noble y generoso para ser una simple parodia del ideal caballeresco. A pesar de sus disparates, actúa como un reformador moral que pide compasión para los débiles y tolerancia en los asuntos amorosos. Sus palabras son notas de la misma cuerda pulsada por Erasmo de Rotterdam, que había gozado del apoyo inicial de Carlos V, pero a principios del XVII, la Contrarreforma había borrado cualquier signo de tolerancia y se gestaba la Guerra de los Treinta Años, que cambiaría el mapa político de Europa, precipitando la caída del Imperio español. No parece insensato recurrir a un loco para expresar una visión del mundo que podía acarrear la prohibición de imprimir la obra y la desgracia de su autor. Cervantes no es un hereje, pero sí un espíritu libre que nunca olvidará las enseñanzas erasmistas de López de Hoyos.
Es difícil recomendar una edición del Quijote, pero esta vez parece sencillo. La edición en dos volúmenes de la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española realiza un admirable trabajo crítico y filológico que permite adentrarse en el texto con los apoyos necesarios para comprender la obra en su contexto original. La adaptación al castellano moderno realizada por Andrés Trapiello no es una opción menos desdeñable, especialmente para los que se han sentido derrotados por la prosa de los siglos XVI y XVII. Nada más lejos en Cervantes que el ideal del “arte por el arte”. El Quijote no es un prodigio formal, sino un libro humanísimo que encarna el espíritu de una nación que ha vivido infinidad de paradojas y que ha sobrevivido a sus pasiones más dañinas, reinventándose en los momentos más críticos, gracias al ingenio, la ensoñación y la rebeldía.