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Las pérdidas suelen ser fructíferas en el terreno de la literatura, pero raramente reservan un rincón a la esperanza y, menos aún, una coda redentora, capaz de disipar la oscuridad asociada a la muerte. Clive Staples Lewis (Belfast, 1898-Oxford, 1963) perdió a su esposa, la escritora norteamericana Helen Joy Gresham, tras un breve matrimonio. Se trató de un enlace tardío entre un solterón que bordeaba los sesenta y una divorciada diecisiete años más joven. El cáncer les concedió una pequeña prórroga que les permitió conocerse mejor, disfrutando de una intimidad tranquila, que incluía pequeñas excursiones al campo, lecturas compartidas y charlas apasionadas sobre filosofía, ética y teología, pero al cabo de cuatro años la muerte se cobró la vida de Joy, dejando a Clive hundido en el desconsuelo. Aunque los dos eran creyentes, el trágico final tambaleó sus convicciones, especialmente las de Clive, conocido apologista cristiano. Joy superó los momentos de duda y, poco antes de morir, exclamó: “Estoy en paz con Dios”. Clive se enfrentó con el duelo mediante unos cuadernos que recogieron su desesperación inicial, su crisis de fe, su lenta aceptación de lo sucedido y la consolidación de sus creencias, que asumieron la experiencia como una prueba y una oportunidad de profundizar su conocimiento de Dios.
“Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo”, escribe al principio. “Y nadie me habló nunca de la desidia que inyecta la pena”, anota un poco más adelante. El miedo y la desidia se hacen particularmente insoportables cuando se cree en un Dios bueno y providente. En esos momentos, se espera alguna señal, algún signo que manifieste su existencia y espante el temor al vacío, a la posibilidad de un universo que fluye ciegamente y sin propósito, sin otra ley que el azar. El silencio de Dios evoca la desolación de una casa vacía y con las puertas atrancadas. Es inútil alzar la voz o pegar golpes. Nadie responde. Lewis no teme perder la fe, sino descubrir que Dios no es bueno, que nos ha abandonado al sufrimiento, que ha creado un cosmos implacable, condenándonos a encadenar pérdidas y duelos. Antes aceptaba que su existencia se manifestaba mediante el silencio, la ausencia, el aparente no ser, pero al mismo tiempo opinaba que sembraba huellas, como la sensación de cercanía que experimentó tras la muerte de un buen amigo. No se cansa de pedir algo semejante, pero sus ruegos no obtienen respuesta. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama se le abrirá”, leemos en Mateo (7:7-8). ¿Acaso Dios formula falsas promesas?
Lewis comprende que un aspecto particularmente penoso de la desgracia es su inevitable sombra, la compulsión de meditar sobre ella. El sufrimiento siempre es reflexivo, pues la conciencia se interroga sobre su origen, duración y sentido. La pérdida de Joy impregna toda la existencia: “El acto de vivir se ha vuelto distinto por doquier. Su ausencia es como el cielo, que se extiende por encima de todas las cosas”. Frecuentar los sitios que poseían un especial significado para los dos resulta doloroso, pero hay algo peor: “Hay un lugar donde su ausencia vuelve a albergarse y localizarse, un lugar del que no puedo escaparme. Me refiero a mi propio cuerpo. ¡Cobraba una importancia tan distinta cuando era el cuerpo del amante de H! Ahora es como una casa vacía”. Helen era el primer nombre de Joy y el que Clive utiliza en sus cuadernos, aunque limitándose a la letra inicial. Lewis evoca los últimos momentos con tristeza y nostalgia: “Qué largo y tendido, qué serenamente, con cuánto provecho llegamos a hablar aquella última noche, estrechamente unidos”. Unas palabras enigmáticas de H. entreabren una puerta, insinuando que la muerte no es lo definitivo: “Incluso si nos muriéramos los dos exactamente en el mismo instante, tal como estamos echados aquí ahora uno al lado del otro, sería seguramente una separación mucho mayor que la que tanto temes”. Lewis especula con la posibilidad de una comunicación después de la muerte, situada más allá del tiempo y el espacio. La separación física no implica un alejamiento irreversible, sino el comienzo de otra etapa, que no logramos imaginar o representar: “Por supuesto que ella no sabía, o al menos más de lo que yo sé. Pero estaba cerca de la muerte; lo suficientemente cerca como para dar en el clavo”. Lewis rechaza la idea de una simple reparación, pues le parece rebajar a Dios a la mera condición de prestidigitador que hace desaparecer y reaparecer las cosas. La eternidad, si existe, debe ser algo diferente. La separación de los cuerpos duele, pero infinitamente menos que el distanciamiento de las almas. H., que conoce su inminente final, intenta consolar a su esposo, apuntando la expectativa del reencuentro.
Al releer las primeras páginas de su cuaderno, Lewis repara en que sólo habla de sí mismo, de su dolor y su desconsuelo, sin reparar en el punto de vista de H., que ya no parece su esposa, sino un enorme vacío que crece día a día, restando sentido a su vida. H. no era esa mitad complementaria que había rematado el arco de su existir, sino la alteridad que revela el egoísmo del yo, su lamentable narcisismo. Con su desaparición, “el áspero, agudo, tonificante regusto de su otredad, se ha esfumado”. Cuando surge la idea de que continuara viva en su memoria, Lewis se rebela y exclama: “¿Vivir? Eso es precisamente lo que nunca volverá a hacer”. No le alivia visitar su tumba, pues entiende que ese gesto sólo tiene un valor simbólico, sin rebajar un milímetro el espanto de la muerte: “La tumba y la imagen tienen una función equivalente como lazos con lo irrecuperable y como símbolos de lo inimaginable”. Con una rara honestidad, Lewis admite que sus pasadas oraciones fluían calmadamente, porque no le importaban realmente las pérdidas sufridas, “al menos no de una forma desesperada”. Ahora se pregunta si la vida terrenal es el preludio de una eternidad que no podemos concebir y que tal vez no saciará nuestras ansias de felicidad: “Sé que la cosa que más deseo es precisamente la que nunca tendré. La vida de antes, las bromas, las bebidas, las discusiones, la cama, aquellos minúsculos y desgarradores lugares comunes”. Todo aquello se acabó. Jamás volverá. La restauración de la dicha pasada es una fantasía infantil: “La realidad nunca se repite. Nunca cuando se nos quita una cosa, se nos devuelve exactamente la misma cosa”. Cuando un amigo le dice que no se aflija como los que no tienen esperanza, admite que los consuelos sobrenaturales sólo alivian a los que aman a Dios más que a sus muertos. Lewis se pregunta si H. también sufre el dolor de la separación. La congoja se hace más aguda al especular sobre las motivaciones de la voluntad divina: “Si la bondad de Dios no es consecuente con el daño que nos inflige, una de dos: o Dios no es bueno, o Dios no existe; porque en la única vida que nos es dado conocer nos golpea hasta grados inimaginables, nos hace un daño que supera nuestros más negros presagios. Y si Dios es consecuente al hacernos daño, puede seguírnoslo haciendo después de muertos de una forma tan insoportable como antes”. La sospecha de estar bajo el dominio de un Dios nada compasivo se transforma en estupor, cuando se repara en la dureza con la que se ha tratado a sí mismo, aceptando la humillación y la agonía de una ejecución pública particularmente cruel: “Se crucificó a Él mismo”.
¿Por qué existe la conciencia?, se pregunta Lewis. ¿Acaso no sirve tan sólo para agravar nuestro sufrimiento? La conciencia nos muestra nuestras limitaciones y alienta nuestros miedos. “Lo que realmente me asusta –escribe- es pensar que somos ratones atrapados en una ratonera. O, todavía peor, ratones en un laboratorio”. Se ha dicho que Dios es un geómetra, pero su forma de actuar recuerda más bien a la de un descuartizador. Eso sí, sin Dios el universo se degrada hasta la más absurda banalidad. Si no hay ninguna forma de trascendencia, la vida es sólo tiempo, “una vacía continuidad”. Lewis no oculta que esa posibilidad le produce una náusea metafísica, existencial.
La fe reaparece lentamente, como una inesperada y tardía madurez. Admite que si su fe se ha desplomado con el golpe helado de la muerte, es porque sólo era “un castillo de naipes”, simple imaginación. La muerte de H. es una tortura, pero “sólo bajo tortura podrá el hombre descubrirse a sí mismo”. Lewis se plantea que las torturas tal vez son necesarias, como fue necesaria la muerte de Dios en la Cruz. El duelo no es una simple separación, sino “un aspecto integral y universal de la experiencia del amor”. La ausencia física nos conmina a continuar amando, no a evocar luctuosamente nuestro pasado. Ya no se trata de compartir la vida, sino de conocer al ser que se marchó de una forma más profunda y perdurable. El dolor de la pérdida es inevitable, pero no debe convertirse en resentimiento y encono, dos emociones que nos separan aún más del ser querido. El matrimonio no se desvanece con la muerte, sino que continúa, como las estaciones que se suceden regularmente. “Éramos uña y carne –reconoce Lewis-. Ahora la uña se ha separado de la carne”. Sería absurdo negar que es una experiencia traumática, pero no representa el fin: “Seguiremos casados, seguiremos enamorados”. Se abre un nuevo período, una nueva vida, que exige un aprendizaje y una reelaboración de la fe.
En su último cuaderno, Lewis se muestra más sereno. Ya no está enojado con Dios. “Mi idea de Dios no es una idea divina. Hay que hacerla añicos una vez y otra. La hace añicos Él mismo. Él es el gran iconoclasta. ¿No podríamos incluso decir que su destrozo es una de las señales de su presencia?” Sólo amando al Dios que nos golpea para hacernos madurar, podemos preservar los lazos con nuestros seres amados. ¿Cómo será la eternidad? ¿Cómo acontecerá la resurrección? Es imposible saberlo. “El cielo resolverá nuestros problemas, pero no creo que lo haga a base de mostrarnos sutiles reconciliaciones entre todas nuestras ideas aparentemente contradictorias. No quedará piedra sobre piedra de nuestras nociones. Nos daremos cuenta de que no existió nunca ningún problema”. Una noche, Lewis siente la proximidad de H. No le incomoda reconocer que se trata de un verdadero encuentro. No hay intimidad física, sino comunión espiritual. Especula que la vida eterna quizás consista en una comunidad de intelectos, pero recuerda que el Evangelio habla de la resurrección de la carne. “No somos capaces de entender. Puede que lo que menos entendamos sea lo mejor”.
¿Qué es un clásico? ¿Podemos considerar que Una pena en observación pertenece a esa categoría? Es imposible responder de una forma unívoca y definitiva. Se tiende a pensar que los clásicos son obras donde cada página obedece a una especie de fatalidad creativa. Desde ese punto de vista, clásico es el libro donde no sobra o falta nada, pues cada palabra forma parte de un todo indisociable y necesario. Creo que esa idea es falsa. Moby Dick es una novela caótica, con infinidad de capítulos indeseables. La trama se diluye y pierde inspiración cuando Herman Melville comienza a describir las partes de la ballena y el proceso de disección y almacenamiento de sus restos. Sin embargo, es un clásico indiscutible. ¿Por qué? Porque expresa una crisis profunda, sincera y compleja sobre las nociones de bien y mal. Los grandes clásicos no despuntan por su perfección formal, sino por su intensidad. Crimen y castigo nació como un folletín por entregas, incurriendo en torpes reiteraciones, pero nadie discute su excelencia. Su valor procede de la crisis espiritual de Dostoievski, un cristiano atormentado por las ideas de culpa y redención, que acepta el reto de rebatir el asalto contra la moral lanzado por Nietzsche. Una pena en observación también brota de una crisis. La pérdida del ser amado oscurece todo, insinuando que el mal y la banalidad son las leyes ocultas del cosmos. Desde una perspectiva externa a la fe, la superación del duelo planteada por Lewis no resulta convincente, pero desde el punto de vista literario y psicológico constituye un extraordinario y lúcido testimonio de una peripecia que nos afecta en lo más íntimo. Casi todos sobrellevamos alguna pérdida y vivimos con la certeza de afrontar nuevas desgracias. Por eso es imposible leer las reflexiones de Lewis con indiferencia. Al margen de las creencias personales, Una pena en observación (Anagrama, 2006, con traducción de Carmen Martín Gaite) es una conmovedora historia de amor, con un punto de locura, pues describe la pasión como un sentimiento que se extiende más allá de la muerte. Sólo un clásico puede reunir estos elementos sin naufragar en el sentimentalismo o la retórica. Lewis murió tres años después que su esposa. Tras leer su planto, es inevitable pensar que se reunió con ella para escuchar el sonido de la eternidad.