Mi biblioteca no cesa de crecer, expandiéndose por las paredes de mi vivienda, sorteando escaleras e inclinándose como un velero cuando se topa con techos abuhardillados. Vivo en una casa de campo, con dos plantas y un sótano. Ninguna estancia o pasillo vive al margen de esta silenciosa invasión, que sólo obedece a mis arrebatos de bibliomanía y a los azares de mi trabajo como crítico literario. Todos mis intentos de ordenar, clasificar y sistematizar el caudal de libros que fluye sin descanso bajo unos techos lamentablemente bajos han fracasado, provocándome la frustración que tal vez experimenta un torpe demiurgo desbordado por su creación. En una ocasión, le pregunté a un amigo –afectado como yo por la pulsión de acumular libros- si convenía poner límites a una biblioteca. “¿Se pueden poner límites al universo?”, contestó con un parpadeo de locura en la mirada. Entendí que era más sensato resignarse al caos, pues a fin de cuentas el universo tiende al desorden, sin que nada pueda impedirlo. Si cada biblioteca compone un universo a pequeña escala, parece inevitable que albergue agujeros negros, cuyo campo gravitatorio atrapa a algunos desdichados ejemplares, sumiéndolos en una misteriosa oscuridad, que, fatalmente, los aleja del lector que podría infundir vida a sus páginas.
Hace unos días, buscaba sin mucha esperanza un ensayo de Chesterton, cuando me encontré con la biografía de Ramón Gómez de la Serna sobre un admirable impostor: Ramón María del Valle-Inclán. Publicada en Buenos Aires en 1944, nunca pretendió usurpar el rigor de los estudios académicos, tristes y áridos como un día insípido. Un literato que escribe sobre otro literato no busca la exactitud, sino lo irrepetible, lo insólito, lo hiperbólico. O dicho de otro modo: una iluminación, que inevitablemente difiere de esa forma de superstición llamada objetividad. En el terreno de la literatura, ser un impostor representa una virtud, pues la tarea del escritor no es buscar la verdad, sino producir ficciones que puedan confundirse con la verdad. Valle-Inclán era un escritor –o sea, un impostor- en estado puro, que comenzó sus fintas literarias reinventado su nombre, con el propósito de asociarlo a la aristocracia rural carlista, ferozmente enemistada con la modernidad. Descubrió su vocación literaria hablando con la luna, que le reveló la suave distinción de la tristeza y el secreto de las rosas, cuyo encanto procede de haber sido mujeres en una vida anterior. Valle-Inclán opinaba que ser escritor no era una elección, sino la ineludible respuesta a la llamada de la belleza. Además, pensaba que sólo el escritor disfrutaba de una libertad ilimitada. El militar obedece a un despótico general; el sacerdote, al obispo y al Papa; el funcionario, a un director estólido y sin una brizna de imaginación.
Eso sí, el oficio de escritor exige un notable heroísmo. La previsible miseria obliga a ser un artista del hambre, que camina por la cuerda floja del ayuno crónico. Con físico de faquir y ojos alucinados de nigromante, Valle-Inclán no se dejó intimidar por la perspectiva de la penuria. Abrazó la vida bohemia, soportando con estoicismo la escasez y la incertidumbre. Sin embargo, sobrellevó malamente el sedentarismo, verdadero lecho de Procusto para un alma que había soñado con emular las hazañas de fieros y violentos capitanes como Pizarro y Hernán Cortés. Por eso se marchó a México, con un estrafalario uniforme que incluía unas botas con veinticinco hebillas de plata. ¿Por qué México? Porque se escribía con “x”, una letra tristemente postergada por los avatares del castellano en su incontenible tránsito hacia la modernidad. En una breve nota autobiográfica, nos contó que a bordo de la Dalila, una fragata que naufragó en su siguiente viaje, asesinó a sir Roberto Yones, “una venganza digna de Benvenuto Cellini”. El crimen no estorbó a su conciencia. No podía ser de otro modo en un joven con “alma de hidalgo”, cuyo lema era: “Desdeñar a los demás y no amarse a sí mismo”.
De regreso a España, descartó el ejercicio del periodismo, pues “la Prensa avillana el estilo y empequeñece todo ideal estético”. Valle-Inclán concebía la literatura como música. De ahí sus malabarismos con el idioma, reuniendo palabras que nunca se habían rozado o cortejado en una frase. Sus ocurrencias alumbraron un estilo con el sonido de las intuiciones pitagóricas, donde cada nota obedece a una armonía cósmica. En La lámpara maravillosa (1916), escribe: “La suprema belleza de las palabras sólo se revela, perdido el significado con que nacen, en el goce de su esencia musical, cuando la voz humana, por la virtud del tono, vuelve a infundirles toda su ideología”. Colérico e imprevisible, perder un brazo en circunstancias poco honrosas no encogió su valor. Sus bofetadas eran dignas de Lope de Aguirre, pues en su único brazo bullía la furia de un sueño incumplido: “morir fusilado”. Con la vejez, su silueta, frágil y llameante como una figura del Greco, adquirió la apariencia de un árbol. Gómez de la Serna habla de su “aspecto arborescente”. En sus dedos chispeantes se fundían el ciprés, el mirto y el laurel para crear una paradoja vegetal. Esa tendencia ascendente quizás explica que escribiera desde las alturas, transformando la comedia humana en un grotesco aquelarre. Valle-Inclán propugnaba el criterio de verdad de los que contemplan el mundo “desde la otra ribera”. Al igual que un lejano pariente, cuando alguien le preguntaba qué deseaba ser, respondía: “Yo, difunto”. Unamuno le sobrevivió unos meses, lo cual le permitió escribir: “Vivió, esto es, se hizo en escena. Su vida más que sueño fue farándula. Él hizo de todo muy seriamente una gran farsa”.
Aficionado a leer y escribir en la cama como un senador romano, Valle-Inclán pasó quince días en la Cárcel Modelo de Madrid por proclamar a gritos su desprecio por la dictadura de Primo de Rivera. Si la muerte no le hubiera sorprendido el 5 de enero de 1936, se habría alineado con los intelectuales antifascistas. No es un secreto que por sus venas corría -al igual que por las de Antonio Machado- sangre jacobina. En la versión de 1924 de Luces de bohemia ya había asegurado que los males de España sólo se solucionarían levantando “una guillotina eléctrica en la Puerta del Sol”. Su carlismo desembocó en un anarquismo incendiario por antipatía hacia la mediocridad burguesa. La proximidad de la muerte no lo acobardó: “Lo malo de morir es que hay que volver a ver a todos aquellos que afortunadamente perdimos de vista”. Un cáncer de vejiga adelgazó su humanidad hasta extremos inverosímiles, provocando que sus huesos sobresalieran aún más de lo habitual. Dicen que se divertía con los rostros espantados de los que cometían la temeridad de abrazarlo, repitiendo un proverbio que siempre le había agradado: “Mejor estar sentado que de pie; mejor echado que sentado; mejor muerto que de ninguna otra manera”.
Mientras agonizaba, murmuró varias veces: “Tengo la estrella perdida”. En su lecho de muerte, parecía -según Gómez de la Serna- "una de esas máscaras de piedra del dios Tiempo en las fachadas blanquinegras de París”. Su barba de chivo flotaba sobre las sábanas “como una ráfaga de fuego”, por utilizar sus palabras cuando una vez le preguntaron qué hacía con el embozo al dormir. Se negó a recibir la extremaunción de malos modos, clamando que no quería escuchar rumor de sotanas en sus últimos momentos. Su entierro representó la culminación de su estética sistemáticamente deformada. Bajo una tromba de agua que oscureció el cielo hasta producir una oscuridad goyesca, el féretro descendió a la fosa con un crucifijo. Al advertirlo, un joven obrero intentó arrancarlo, pero perdió el equilibrio y cayó al fondo con el ataúd, que se rompió, emergiendo el cadáver del escritor con un rostro amarillo y horripilante. Al joven el gesto le costó la vida, pues se hizo famosa la anécdota y las tropas franquistas lo fusilaron apenas ocuparon Santiago de Compostela.
Según Bernard Shaw, un verdadero artista “debe matar de hambre a su mujer y a sus cinco hijos y hacer que su anciana madre de setenta años trabaje para él, todo antes que claudicar”. Gómez de la Serna utiliza esta cita hacia el final de su biografía de Valle-Inclán para afirmar que el escritor se mantuvo fiel a su vocación hasta la indignidad. ¿Se puede decir que este y no otro es el verdadero Valle-Inclán? No pretendo menoscabar el mérito de las biografías que desmontan este retrato, mostrándonos a un Valle-Inclán que vivía desahogadamente gracias a sus artículos y traducciones, que se codeaba con la burguesía, que comulgaba con los dogmas de la Iglesia Católica y que despreciaba las libertades democráticas. Un Valle-Inclán que en realidad se llamaba Ramón Valle y Peña. No impugno esa versión. Simplemente, la repudio. Como repudio la imperfección, la estulticia y la simpleza, mucho más abundantes que el genio, la fantasía y la inspiración. Sé que mi argumento no soporta las objeciones más elementales, pero en el terreno de la literatura la verdad es secundaria: sólo importa la belleza. “La verdad es belleza y la belleza es verdad”, aseveró John Keats, pero esa fórmula platónica se incumple rigurosamente en el arte y a veces en la vida. En el caso de la biografía de Valle-Inclán, la verdad es mucho menos seductora que el mito. Al menos en estas cuestiones, la verdad está sobrevalorada. No me parece extraño que las biografías que reconstruyen al Valle-Inclán tristemente real, se hayan extraviado en los agujeros de mi biblioteca y que –en cambio- el libro de Gómez de la Serna reaparezca una y otra vez, como los pecios de naufragio que buscan desesperadamente la orilla.
Bajo la dirección de la profesora Margarita Santos Zas, el Grupo de Investigación sobre Valle-Inclán de la Universidad de Santiago de Compostela ha realizado una meritoria labor de depuración y clarificación para editar las obras completas del escritor gallego en cinco volúmenes. De momento, han aparecido los tres primeros, que contienen la narrativa y el ensayo. La Biblioteca Castro se encarga de la publicación, prestando una vez más un inapreciable servicio a los clásicos de nuestro idioma. Se ha comentado que Valle-Inclán no mentía, que sólo decía “la otra verdad”. Mentir puede ser una legítima venganza contra la decepción que nos produce el mundo real. Ningún autor contemporáneo se atrevería a atribuirse crímenes o a deformar su pasado con magníficos embustes. Me temo que esa falta de audacia actúa como un lastre, recortando el vuelo de su imaginación. En cualquier caso, se olvida que Valle-Inclán –al igual que Quevedo- es ante todo literatura y la literatura nunca miente.