El corazón de las tinieblas apareció en 1902. Una estancia de seis meses en el Congo, diezmado en esas fechas por la avaricia de Leopoldo II de Bélgica, inspiró a Joseph Conrad, oficial de la marina mercante británica, una novela breve que incluye la denuncia de un genocidio, una visión sombría sobre la naturaleza humana y una reflexión sobre el mal desde una perspectiva metafísica y simbólica. El corazón de las tinieblas no es una novela histórica, sino una poderosa metáfora que trasciende las épocas, revelando las limitaciones del lenguaje y la inteligencia humana para expresar la complejidad del mal. El odio al otro, al paria, al diferente, nace de una oscura pulsión que Freud consideró un elemento esencial de nuestra vida psíquica. No es extraño que Francis Ford Coppola se inspirara en la obra de Conrad para recrear la crudeza de la guerra en Apocalypse Now (1979), mostrando que la violencia homicida obedece a determinadas concepciones de la política y la historia, pero en último término brota de un impulso irracional, atávico, primitivo, que revela no ya nuestro parentesco con hipotéticos dioses, sino con el mundo natural. El mal desborda a la razón y sólo puede expresarse con una palabra: “El horror”. Es lo incomprensible, lo inexpresable y tal vez lo imperdonable, pues atenta contra lo humano, despersonalizando a sus víctimas y negándoles su derecho a tener un nombre y una identidad.
Años de formación
Józef Teodor Konrad Korzeniowski, de origen polaco, se convirtió en Joseph Conrad después de una niñez desdichada y una juventud turbulenta. Aunque Berdyczew, su localidad natal, pertenece hoy en día a Ucrania, en aquella época se hallaba bajo dominio ruso. Apollo, padre de Józef, pertenecía a la pequeña nobleza rural. Su patrimonio era escaso y nunca ocultó su desdén por el dinero. Nacionalista polaco radical, creía que la independencia debía estar ligada a una profunda transformación social, que contemplara la reforma agraria. Por eso militaba en la fracción “Roja”, opuesta a la fracción “Blanca”, que pretendía restablecer el régimen feudal. Poeta, dramaturgo y traductor al polaco de autores como Vigny, Shakespeare, Heine, Víctor Hugo y Dickens, su beligerancia política le costaría el exilio y la pobreza, un destino que compartiría con toda su familia. Las penalidades afectaron a la salud de su esposa, Evelina Bobrowska, que muere a los 32 años de tuberculosis. Cuatro años más tarde, muere Apollo y es enterrado en Cracovia. En su lápida, se graba una emotiva inscripción: “Apollo Nalecz Korzeniowski, víctima de la tiranía zarista. Nacido el 21 de febrero de 1820. Muerto el 23 de mayo de 1869. Al hombre que amó a su patria, trabajó y murió por ella. Sus compatriotas”. El funeral convoca a una multitud. Trabajadores, mujeres y niños, saludan el paso del féretro con respeto, humildad y fervor patriótico. Tiempo después, Conrad escribirá: “Fue una manifestación del espíritu nacional”. Józef, que sólo tiene doce años, queda bajo la tutela de su tío Tadeusz, hermano de su madre. Tadeusz es un terrateniente acomodado que costeará sus estudios y le prodigará un sincero afecto. La trágica historia de sus padres convierte a Józef en un joven conservador, que repudia el radicalismo revolucionario y no se hace ilusiones sobre la liberación de Polonia. Eso sí, nunca se aplacará su hostilidad hacia Rusia, que se extiende a sus escritores, con excepción de Turguéniev, que se aleja estéticamente de novelistas como Tolstoi y Dostoievski para desplegar una sensibilidad de estilo flaubertiano. De hecho, Flaubert será uno de los autores más admirados por Conrad, hasta el punto de que algunos críticos señalan que su vocación literaria nace del deseo de emulación.
Después de estudiar en Lvov y Cracovia, Józef anuncia a su tío su intención de convertirse en marino. La posteridad alega que su pasión por la geografía y las novelas de aventuras ambientadas en mares lejanos actuaron como principal motivación, pero hay otra razón más prosaica. Viajar por rutas exóticas era una forma de escapar al reclutamiento forzoso en el ejército ruso por un período de veinticinco años. Rusia aplicaba esa medida a los hijos de los represaliados políticos para mantenerlos bajo control militar. A pesar de la contrariedad de su tío, Józef se traslada a Marsella y aprende francés, frecuentando los cafés donde se reúnen poetas, exiliados, bohemios y lobos de mar. Participa en una expedición para entregar armas a los carlistas, seducido por su condición de causa perdida y, posteriormente, se embarca en el Mont Blanc, que realiza la ruta de la Martinica. Más tarde, viaja en el Saint-Antoine, que recorre las costas de Colombia y Venezuela. A su regreso, contrae deudas de juego en el Casino de Montecarlo e intenta suicidarse con un disparo en el pecho. Afortunadamente, la bala atraviesa el cuerpo limpiamente, sin afectar a ningún órgano vital. Su tío Tadeusz paga la deuda y escribe: “No es un mal muchacho, tan sólo es extremadamente sensible, orgulloso y algo irritable”. Józef vuelve a embarcarse, esta vez en el Mavis, un barco carbonero con destino a Constantinopla y que finaliza su ruta en Lowestoft, Inglaterra. Cuando pisa tierra británica por primera vez, no sabe ni una palabra de inglés. Nuevos viajes en buques mercantes británicos le familiarizan con la lengua y le convierten en “el polaco Joe”. Supera las pruebas para ser oficial de segunda y despilfarra su sueldo, adquiriendo otra vez deudas de juego. Se inventa un falso naufragio para que su tío Tadeusz le ayude de nuevo. Su imaginación anticipa un naufragio real. En 1897, se va a pique el Palestine, donde ejercía de segundo oficial. El “polaco Joe” asumirá el mando de un bote salvavidas con trece marineros y consigue llegar a Mentok, en la isla Bangka, al sudeste de Sumatra, donde le recibe una multitud silenciosa. La experiencia le inspirará “Juventud”, un relato donde aparece por primera vez el personaje de Marlow, un experimentado marino que afirma: “Hay viajes que parecen destinados a mostrarnos qué es la vida: son, por tanto, como un símbolo de la existencia”.
Viaje al Congo
En 1886 obtiene la nacionalidad inglesa y aprueba los exámenes de capitán de la marina mercante. A partir de entonces, se hará llamar Joseph Conrad. Es el primer polaco que consigue esa graduación en la marina británica. Su nueva nacionalidad no es un gesto de oportunismo, sino una confirmación de su ideología conservadora: “Inglaterra es la única barrera frente a las presiones de las infernales doctrinas nacidas en los barrios bajos continentales”. Las vivencias de su infancia le han marcado de forma irreversible, alumbrando un rechazo sin fisuras hacia el pensamiento revolucionario. De hecho, considerará que el anarquismo es una de las peores plagas de su época y nunca simpatizará con los movimientos obreros. En los años siguientes, viajará por Java, Singapur, Madagascar. En 1889, obtiene por primera vez el mando como capitán de navío. Se trata del Otago, un barco de 345 toneladas. En la isla Mauricio, se relaciona con la colonia francesa, destacando por su elegancia y modales aristocráticos. Sus colegas no le aprecian demasiado. Le llaman despectivamente “el conde ruso”, pues su atuendo habitual es un sombrero de hongo y un bastón de contera dorada. En 1899, publica su primera novela: La locura de Almayer. El crítico Edward Garnett aprecia de inmediato su talento y aprueba la publicación del manuscrito. Después de conocerse en persona e iniciar una duradera amistad, Garnett escribe: “Nunca había visto a un hombre tan completamente masculino pero a la vez de sensibilidad tan femenina”. A pesar del apoyo de Garnett, Conrad alberga serias dudas sobre su carrera literaria: “Creo que no volveré a escribir –le confiesa-. Es probable que pronto vuelva al mar”. Su carrera como marino mercante no resulta menos incierta. A sus treinta y cuatro años no ha conseguido un puesto estable y sólo ha ejercido de capitán en el Otago. No le enorgullece que su nombramiento obedeciera a una fatalidad: el capitán murió a bordo y no existía otro oficial. Su sensación de estancamiento le empuja a viajar al Congo. Gracias a su tío Tadeusz, le ofrecen reemplazar al capitán danés Johannes Freiesleben, que había perdido la vida a manos de los nativos. Firma un contrato de tres años con la Société Anonyme Belge, pero no tarda en descubrir que casi todos los europeos regresan al continente mucho antes para no morir de fiebre o disentería. El 12 de junio llega a Boma y se embarca hacia Matadi, recorriendo cuarenta millas del río Congo. En Matadi, conoce al irlandés Roger Casement, cazador, explorador y diplomático. Inteligente y sensible, Casement le revela la situación de los congoleños, explotados hasta la muerte por la corona belga. Cualquier gesto de protesta se castiga con mutilaciones, azotes o cepos. Ninguna ley protege la vida de los negros, que pueden ser asesinados impunemente. De hecho, la posteridad estimará que los crímenes cometidos constituyen un auténtico genocidio, con dos millones de víctimas. En sus Diarios, Conrad anotará que Casement, con el que convivió dos semanas, era el hombre más extraordinario que había conocido en África.
Desde Matadi viaja a pie hacia en Kinshasa en un caravana con treinta cargadores congoleños, que le relatan sus inhumanas condiciones de trabajo. En Kinshasa, discute con su superior jerárquico, un empresario llamado Camille Decommune, con “una mirada tan cortante y pesada como un hacha”. Decommune le repite varias veces su frase favorita: “El hombre que viene aquí no debe tener entrañas” y le comunica que no será capitán, sino segundo de a bordo en el Roi des Belges. El barco que debía mandar está averiado y su misión será recoger al agente comercial Georges Antoine Klein, que se encuentra gravemente enfermo. El Roi des Belges está al mando del danés Ludwig Koch y posee una tripulación de trece africanos, algunos caníbales. Transportará a cuatro pasajeros, entre ellos el propio Decommune. El barco remonta el río Congo hasta las Cataratas de Stanley. Conrad puede comprobar con sus propios ojos el grado de barbarie de los colonizadores, que se justifican alegando que son los agentes de la civilización blanca, cristiana y occidental. El capitán enferma durante la travesía y Conrad asume el mando de forma temporal. Georges Antoine Klein muere durante el trayecto de vuelta. Se ha dicho que Klein y Arthur Hodister, un aventurero que participa en la expedición y que más tarde será devorado por los caníbales, servirán de modelo para Kurtz, pero se cree que la figura más influyente para construir el personaje fue Eduard Schnitzer, médico, políglota, explorador, militar y científico.
Conrad rompió su contrato y regresó a Europa, con las secuelas de una malaria que le acompañaría el resto de su vida. Sólo había permanecido seis meses y unos días en el continente africano, pero se había enfrentado a un espanto moral que desbordaba sus peores expectativas. Horrorizado, escribirá un artículo titulado “Geography and Some Explorers”, donde afirma que la colonización del Congo es “la más vil rapiña que jamás haya desfigurado la historia de la conciencia humana y la exploración geográfica”. En una conversación con Edward Garnett, confiesa que la experiencia le ha cambiado la vida: “Antes del Congo yo sólo era un animal”. Su indignación moral no le hará menos conservador. En 1916, se niega a firmar un manifiesto internacional a favor de Roger Casement, condenado a la horca por el imperio británico. Casement había apoyado a los nacionalistas irlandeses en su lucha por la independencia. Los servicios secretos ingleses publicaron unos falsos Diarios que reflejaban presuntas aventuras homosexuales. Este dato logró despertar una enorme antipatía en la opinión pública y la inhibición de muchos intelectuales. Es inevitable pensar en Emilio Zola, que se hizo famoso con su artículo “Yo acuso…”, proclamando la inocencia del capitán Dreyfus, pero se negó a firmar una petición de indulgencia a favor de Oscar Wilde, condenado a dos años de trabajos forzados por sodomía. Lo cierto es que Conrad escribió El corazón de las tinieblas influido por Casement y por todos los que se internaron en el continente africano, buscando gloria y riquezas y sólo hallaron codicia, hipocresía y una pavorosa crueldad. Leopoldo II era el propietario de una gigantesca compañía que explotaba el Congo como su finca particular. Los nativos eran obligados a entregar unas cuotas abusivas de caucho, marfil y resina de copal. Se les controlaba con métodos policiales y militares, amputándoles un pie o una mano cuando se estimaba que su productividad era demasiado baja. Se quemaban las aldeas que se rebelaban y se exterminaba a sus pobladores. Las expediciones de castigo eran verdaderos actos de genocidio que arrasaban pueblos enteros. Leopoldo II se convirtió en uno de los hombres más ricos de su época y el Congo perdió la mitad de su población en apenas dos décadas, según el historiador Adam Hochschild, que investigó sobre el alcance de las atrocidades en su obra King Leopold’s Ghost. Mark Twain afirmó que el número de víctimas oscilaba entre cinco y ocho millones, pero su comentario es meramente especulativo, lo cual no resta horror a una matanza de proporciones desconocidas hasta entonces. Conrad experimentó la urgencia de novelar su experiencia, alumbrando uno de los grandes clásicos del recién nacido siglo XX.