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No creo que la metafísica sea una rama de la literatura fantástica, como sostenía la Escuela de Viena, pero sí entiendo que la filosofía y la literatura pertenecen al mismo dominio. La verdadera literatura es una forma de conocimiento, no simple ocio o pirotecnia verbal, y la filosofía -en su afán de conocer, explicar y comprender- recurre abundantemente a las metáforas y a las audacias estilísticas para expresar su interpretación de la realidad, que no cesa de poner a prueba la solvencia de las palabras para reflejar la posibilidad infinita del ser. Walter Benjamin (Berlín, 1892-Portbou, Gerona, 1940), pensador excéntrico, intempestivo y cercano a la Escuela de Frankfurt, concibió su obra como un mosaico de iluminaciones inspiradas por experiencias profanas, donde incluía la contemplación estética, la lectura y las vivencias extraordinarias, muchas veces incomprendidas y reprobadas. Adentrarse en los bulevares de París o en una página de Proust, Baudelaire o Kafka, constituye una aventura que puede rescatar el poder clarificador de la filosofía, gravemente menoscabado por el descrédito de la razón. Los escritores más innovadores, tan fecundos y oscuros como los profetas bíblicos, abren horizontes de una profundidad insospechada. Sucede lo mismo con el haschisch y el opio, que alteran la percepción y agitan el pensamiento.
Para Benjamin, el surrealismo y el haschisch se complementan, subvirtiendo el lenguaje, la moral y el saber filosófico occidental, con excepción de la mística judía, que siempre ha cultivado la iluminación y la alegoría para formular sus ejercicios hermenéuticos. Frente al racionalismo cartesiano, que organiza sus juicios de acuerdo con los principios de claridad y distinción, el surrealismo invoca la intuición relampagueante del haschisch. Frente al estilo clásico que aspira a la máxima nitidez y transparencia, el surrealismo exalta la libertad ilimitada de la escritura automática. El surrealismo disloca la razón, desorganiza el lenguaje, no cree en el rigor del método, ni en las normas que limitan nuestros actos. Entiende que la vida no necesita justificaciones, ni una gramática que explique su devenir. La gramática, “vieja hembra engañadora” (Nietzsche), crea el espejismo de la objetividad, ocultando que el ser es irreductible a una trama de conceptos. En el universo, no hay direcciones, ni lugares naturales. El tiempo y el espacio, lejos de constituir magnitudes absolutas, se dilatan o encogen de acuerdo con nuestra perspectiva. Nuestra condición de sujetos con un lenguaje y una identidad contamina fatalmente nuestro saber. Nuestra visión es insuficiente, fragmentaria, falaz. Sólo es posible trascenderla mediante la disolución del sujeto, mito fundacional del pensamiento cartesiano.
Al igual que Artaud, Benjamin advierte que el surrealismo es mucho más que un movimiento estético. Es una revolución, una fractura, un acto de sedición. Pero, sobre todo, es un brote de inspiración, un fenómeno espiritual. Su meta es llevar al conocimiento hasta “los límites extremos de lo posible”. Se trata de cruzar el umbral, de ir más allá, de internarse en lo desconocido y aún virgen. Si logramos desprendernos de nuestro yo, tal vez recuperemos ese lenguaje adánico donde las palabras y las cosas “se comunicaban con una exactitud automática”. Lo que en definitiva se busca no es una teoría, sino una experiencia. Benjamin consideraba que el haschisch altera la conciencia de una forma esclarecedora. Sus efectos sólo constituyen la antesala de una iluminación donde se produce la restitución de la palabra originaria. Al igual que el surrealismo, el haschisch favorece “el tránsito del reino conceptual lógico al reino mágico de las palabras”. Detrás de sus experimentos con el lenguaje y sus extravagancias gráficas, se aprecia un impulso hacia el origen, hacia ese momento anterior a la historia donde nombrar y crear parecían actos simultáneos. En el surrealismo, observa Benjamin, “hay un concepto radical de libertad” que amplía nuestra imagen del mundo, alumbrando “una óptica dialéctica que percibe lo cotidiano como impenetrable y lo impenetrable como cotidiano”.
En compañía de Ernst Bloch y los doctores Ernst Joël y Fritz Fränkel, Benjamin exploró las posibilidades del haschisch como fuente de conocimiento. En una serie de sesiones donde experimentó dosis diferentes, anotó cuidadosamente sus impresiones y comprobó que bajo su influencia “Versalles no es lo bastante grande y la eternidad no dura demasiado”. Todo se vuelve “ilimitadamente cuestionable” y los nombres pierden su carácter meramente denotativo. Las palabras refulgen como piedras preciosas y las cosas se abren en toda su riqueza, mostrando una pluralidad que desborda la unilateralidad del concepto. El tiempo se detiene, el espacio se ensancha, el ser discurre como cambio incesante y la conciencia centella entre la vigilia y el sueño. Se abren las puertas de un mundo levemente grotesco que hasta entonces permanecía entre brumas: ecolalias que fracturan el lenguaje, sinestesias que desordenan la percepción, sentimientos de extrañeza con respecto a uno mismo. En esos momentos, anota Benjamin, “yo no soy yo, soy el haschisch”.
El filósofo alemán presumía de no utilizar la palabra “yo”, salvo en su correspondencia privada. En el terreno del conocimiento, hay que enmudecer para dejar hablar a las cosas. El silencio es un lenguaje místico, el espacio privilegiado donde se produce una comunicación superior. El fumador ocasional de haschisch no es una figura ociosa, sino un fino investigador que sale al encuentro del mundo, sin una idea preestablecida. Es sencillo mantener la mente clara y despejada, escogiendo el lugar hacia el que encaminarse. Lo verdaderamente difícil es perderse. Extraviarse es una virtud que “requiere aprendizaje” y que no debe confundirse con la servidumbre del adicto, esclavizado por sensaciones cada vez más inanes. El surrealismo nos enseña a perdernos, a no fijar metas, a no ofrecer resistencia a lo incierto y ambiguo, a no menospreciar lo feo e insignificante. Todo es igualmente valioso, todo puede transmutarse en arte. Benjamin suscribe la opinión de Robert Walser, según el cual el artista “tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas. Ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo”. En un estadio posterior, podemos prescindir del haschisch. Basta con asomarse a nuestro interior, pues ¿acaso hay droga más terrible que “nosotros mismos”?
La contemplación de nuestra intimidad desnuda exige entregarse al poder imprevisible de la soledad. La soledad es el espacio natural de la meditación, el lugar donde litigamos con nuestro yo para trascenderlo. Necesitamos ensimismarnos para ser otros, para no vivir recluidos en un subjetivismo que niega la alteridad, la diferencia y lo místico. En este caso, lo místico no se refiere a lo divino, sino al derecho del mundo a manifestarse sin las ataduras del lenguaje. Negar nuestro yo es la forma más radical de fraternidad. Fraternidad con el otro, fraternidad con el mundo, fraternidad con nosotros mismos. Si negamos nuestro yo, podremos afrontar la muerte sin la absurda pretensión de preservar nuestra individualidad. No ser no es tan doloroso como vivir con el anhelo de ser para siempre. La muerte nos disipa, pero también nos libera. La fatiga de ser hombre resultaría intolerable sin la perspectiva de la nada, donde el fragor de existir se convierte en una paz inaudita. Escribir sólo es una forma de avanzar hacia la definitiva reconciliación con nuestra finitud.
La filosofía y la literatura a veces se separan, pero siempre acaban reencontrándose en obras que desbordan las clásicas divisiones entre géneros, estilos y materias. La misión del intelectual no es especializarse, ni postular la necesidad de no mezclar disciplinas, sino -como escribió Ortega y Gasset- contribuir “al acople progresivo del hombre con la vida”.
Bibliografía:
Benjamin, Walter, “El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea”, En Iluminaciones, I. Prólogo, traducción y notas de Jesús Aguirre. Madrid, Taurus, 1971.
-Haschisch. Versión de Jesús Aguirre. Madrid, Taurus, 1974. En la “Nota editorial” que precede al texto se justifica la forma del título: “Sabemos muy bien que el Diccionario de la Lengua Española reconoce el término hachís. Empleamos, sin embargo, la ortografía con “sch”, que fonéticamente nos parece sugerir mejor el viaje a otros paraísos. En cambio, hachís nos recuerda, en la pronunciación invariable, grotescamente los apuros del estornudo”.