Entreclásicos por Rafael Narbona

La España májica de Juan Ramón Jiménez

17 octubre, 2017 09:55

Juan Ramón Jiménez vivió en una época donde el patriotismo español no se consideraba un sentimiento reaccionario. Las tres generaciones –dejemos de lado la polémica sobre la validez de este concepto– que componen la Edad de Plata de nuestras artes y nuestras letras manifiestan el mismo aprecio por España. De hecho, su historia, su tradición y sus paisajes desfilan por sus páginas, gozando de un protagonismo singular. Eso sí, desde perspectivas diferentes y con distintas modulaciones, pero siempre con una vibración intensa y hondamente afectiva. Se trata de una pasión racional templada por una reflexión crítica, que no oculta los fracasos, ni las injusticias. A veces, el amor a España se expresa de forma paradójica o bajo apariencia de hostilidad. Es el caso de Luis Cernuda, cuyo enojo con sus compatriotas sólo es la exasperación de un patriotismo dolido. Cernuda soñaba con extirpar los males atávicos de una nación rezagada en el devenir de la historia europea. En “Elegía española [II]”, cuando la derrota del bando republicano ya le ha empujado al exilio, el poeta evoca la patria perdida con desgarro y nostalgia: “Deja tu aire ir sobre mi frente, / tu luz sobre mi pecho hasta la muerte, / única gloria cierta que deseo”. Juan Ramón Jiménez, que también huyó de la España franquista y rechazó los gestos del régimen para ganarse su simpatía (o, al menos, su silencio), jamás pudo concebir que su apoyo a la causa republicana implicara cualquier forma de desafecto o menosprecio hacia su patria. En Viajes y sueños, un heteróclito libro de prosa poética que recoge textos y proyectos dispersos alumbrados entre 1903 y 1949, evoca sus desplazamientos por España con un estilo que muestra su evolución formal y espiritual desde el modernismo más sonoro y florido hasta una desnudez con un fuerte acento metafísico.

Durante su viaje a Segovia, un joven Juan Ramón no esconde su admiración por “su temple místico y caballeresco”: viejos conventos, casonas con blasones, nobles enrejados, calles estrechas y solemnes, portales umbríos, miradores austeros. El antiguo claustro del convento de las hijas de Santa Clara le produce un verdadero arrebato, con “su jardín chiquito, como hecho para dos corazones: el corazón de una novicia melancólica y mi corazón solitario”. Los cipreses dorados por un sol “muy castellano” y las “flores santas” asomando entre altas hierbas secas insinúan un alma tan profunda como un pozo abandonado y sin agua, cuyo interior sirve de cobijo a las golondrinas.   Su fervor no declina ante el convento de las Dominicas, pero aquí ya no hay cipreses ni flores, sino un muro sin ventanas, “serio y sombrío”, donde crece el musgo y la humedad dibuja filigranas. La casa del comunero Juan Bravo recuerda el espíritu de una tierra orgullosa y de hombres libres, que miran a la muerte sin miedo. Bajo un cielo limpio y purísimo, la ciudad parece dormida, inmóvil en la planicie, pero despierta súbitamente cuando el atardecer se acerca al crepúsculo, con sus alturas lilas y granates. El sonido de las iglesias sacude a sus gentes, encendiendo en los rostros la ilusión de lo eterno: “campanas melancólicas en la tarde de España”. Indudablemente, es “una ciudad para don Francisco de Quevedo o para don Francisco de Goya”, con su sol triste, decadente, y sus iglesias en ruinas, que testimonian la grandeza de un pasado remoto. Al alejarse por “un campo alegre y dorado”, el poeta descubre la Mujer Muerta de la sierra de Guadarrama, con sus negras cumbres alineadas, simulando una cabeza, unas manos cruzadas sobre el pecho y unos pies. El azar ha labrado la figura de una doncella “muerta hacia el cielo de la patria, azul de nostaljia, azul de España, de un azul heroico y heráldico, azul de raso antiguo, desteñido y joyante”.

El paso por Aranjuez deja la impresión de “una sola hoja seca en flor total”. Una arboleda  se confunde con el poniente, insinuando un infinito con aspecto de “total ascua rosa”. La tensión entre las formas se plasma en una “lucha bellísima”, que anula la diferencia entre lo onírico y lo real, lo soñado y lo vivido. El paisaje de Aranjuez es “májicamente real” a primera vista, pero en una segunda visión se revela como “májicamente irreal”. Cádiz perdura en el recuerdo como una marina abrasada por un sol llameante; Valencia nunca ha dejado de ser la tierra del Cid, una ciudad de miradores; las islas Baleares se parecen a una flota de “naves encalladas, que venían a nosotros de Grecia y de Roma”. Sus habitantes viven en la nostalgia, bajo la luz de una “belleza fresca y perenne”. En alta mar, dos barcos “con músicas, vino y gritos” parecen “un amor roto”. España es “un río nocturno, entre olvidadas orillas, que corre reflejando la eternidad”.

Desde lejos, lo más cercano e íntimo se multiplica, transformándose en un absoluto que se muestra bajo infinitas perspectivas y vivencias. En una tarjeta postal, Málaga sólo es una ciudad pequeña, con una torre en el centro y unas suaves montañas al fondo. Para el poeta, no existe Málaga, sino todas las “Málagas” que atesora su memoria: “la Málaga del colejio de Moguer […]; la Málaga de las cajas de pasas, con sus cromos de encaje; […] la Málaga de mis amigos malagueños de anteayer, laguna, de ayer, laguna, de hoy…”. La Málaga de la postal sólo es una imagen sin sentido. Las Málagas que viven en la memoria del poeta hacen hablar al cielo, las casas y las calles, revelando que no son simples formas, sino pasiones, fantasías, idilios y ensueños. Málaga vive, como vive Aranjuez, que diez años más tarde parece “una solitaria estrella dura”, sin haber perdido su aspecto de perenne bosque otoñal. Después de pasar un día en sus calles y jardines, el alma se estremece con el frío de la nostalgia. Los mirlos describen piruetas sobre el oro caído de sus árboles. Un anochecer límpido cae sobre el Tajo, que se desliza por la tierra como un paseante solitario y secretamente enamorado. Una humareda azul se levanta del suelo. Lo que “queda atrás es una de mis vidas”, confiesa Juan Ramón Jiménez, con la frustración de quien no se conforma con recrear el pasado: “…Nada quiero de tu pasado más o menos real. Quiero la belleza de tu hoy abandonado y la esperanza de tu belleza de mañana”.

En Cádiz “el mar se hace densamente humano”. Granada es una ciudad ligera, casi alada, donde todo parece estar “suspenso del cielo con colgantes hilados de estrellas”. Federico García Lorca “llega a casa a la hora total” y “canta con Isabelita romances de jardín y villancicos de Nochebuena”. Manuel de Falla, que se fue a Granada buscando tiempo y silencio, se topa con la armonía y la eternidad en “el verdor profundo de los paseos en cuesta de la Alhambra”. En la Escalerilla del Agua del Generalife, Juan Ramón reconoce su latido más profundo, su voz de poeta cargada con toda su historia: “…el agua era mi sangre, mi vida, y yo oía la música de mi vida y mi sangre en el agua que corría”. En la Serranía de Ronda, el agua baja de las estrellas y de un “azul perfecto”. Es “la misma eternidad española, orientada de otro modo”. En esa eternidad sencilla y primordial, se intuye la presencia del maestro de hombres y niños: don Francisco Giner, “el rondeño de llama, brillante y tostado, menudo y elástico, […] universal, galante, local y fino”.

Juan Ramón también dedica hermosas páginas a Madrid, con sus chopos de “abierto verdor”, sus lomas exultantes de sol, sus nubes redondas y viajeras, sus rebaños de ovejas en unas afueras peladas, baldías, por las que corren perros hoscos y duros, obedeciendo las órdenes de un pastor de piel cetrina y mirada endurecida. Las hojas caídas de los árboles del Retiro parecen “alas de mariposa embalsamadas”. Desde la proa de Rosales, se divisan con nitidez los blancos y azules de la sierra de Guadarrama, “tan hermosamente indestructible y ejemplar, como la tormenta, la costumbre, la guerra, el terremoto o la paz. Y ahora, al mediodía de enero, blanca, sola, en paz”. España no es sólo sus paisajes, sino también sus hombres y sus mujeres, cuidadosamente retratados en Españoles de tres mundos (1942). Es Miguel de Unamuno, avanzando por “la ardiente meseta amarilla, a cuerpo, rojo, plata y negro”. Es Ortega y Gasset, “boca de fuego, imán de horizontes”. Es Antonio Machado, “perpetuo marinero en tierra eterna”. España es sus poetas, con su afilada espiritualidad, como Ernestina de Champourcin, subyugada por “la peligrosa zarza ardiendo de lo estraño”. España es sus pintores: Goya, “recreador sin fin […] de la sed y el placer y el dolor, de la vida, de la muerte”; el Greco, “el primer cubista”; Picasso, pleno de armonías, henchido de interrogantes, descubridor de “nuevas correspondencias secretas”. España es sus músicos (Casals, “manantial puro en una honda soledad divina”) y sus científicos (Ramón y Cajal, “siempre enredado en el laberinto bello de los sutiles encajes de vida de su microscopio”).

Juan Ramón Jiménez se declaró “comunista poético” en un folleto aparecido en junio de 1936: “Todos hemos nacido del pueblo, de la naturaleza, y todos llevamos dentro esa gran poesía orijinal, paradisíaca, que es nuestra unión, nuestro comunismo. […] Levantando la poesía del pueblo se habrá diseminado la mejor semilla social política”. El folleto se publicó con el título Poesía política y se escribió para la inauguración del Instituto del Libro Español. Es evidente que Juan Ramón habla como un idealista, no como un pensador político. Su concepción del comunismo es meramente poética y, como ha demostrado la historia, está bastante alejada de la realidad. Ernestina de Champourcin relató que en el Madrid sitiado después de la rebelión militar, Juan Ramón fue acusado de quintacolumnista por un anarquista incontrolado, que le recriminó llevar un elegante traje de lino blanco. Champourcin relató el incidente en el número XIX de la revista Hora de España (julio, 1938) y el poeta mencionó el percance en la conferencia “Aristocracia y democracia”, con fecha de 1941. Al conocer lo sucedido, Manuel Azaña le ofreció ser embajador de la República en América, sin especificar el país. Juan Ramón Jiménez declinó la oferta, pero sí aceptó el cargo de agregado cultural en Washington. Cuando Madrid cae en manos de los sublevados, un grupo de falangistas asalta su casa de la calle Padilla, robando los objetos de arte, libros y manuscritos. De este modo, se pierden inéditos y apuntes de valor incalculable. No está de más señalar que en ese domicilio el poeta y su esposa, Zenobia Camprubí, alojaron y cuidaron a niños que se habían quedado huérfanos por culpa de los bombardeos franquistas. Juan Ramón Jiménez nunca volverá a España, pese a que el régimen –tras increparle y difamarle inicialmente- se muestra dispuesto a concederle cargos y honores.

Juan Ramón nunca ocultó su desagrado hacia la España ruidosa e intolerante que hostiga a sus mejores hijos, pero ese lamento nunca se transformó en desdén o repulsa. Su descripción emocionada de los paisajes españoles y el homenaje que tributa a sus grandes creadores rebate cualquier objeción en sentido contrario. Sin embargo, la máxima expresión de su patriotismo no se encuentra en las páginas dedicadas a celebrar los logros alcanzados en poesía, pintura, arquitectura o música, sino en las que se acercan con amor franciscano a los niños enfermos, los locos y los animales. En Platero y yo (1914), muestra su ternura por “el niño tonto” de la calle de San José, “todo para su madre, nada para los demás”; por la niña tísica, que a lomos del borriquito parece “un frágil lirio de cristal fino” o “un ángel que cruzaba el pueblo, camino del cielo del sur”; y –¿cómo no?– por el mismo Platero: “Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena”. El poeta no concibe mayor dicha que disfrutar del descanso eterno –en realidad, “un sueño tranquilo”– bajo “el infinito cielo de azul constante de Moguer”. Juan Ramón Jiménez hubiera deseado expirar bajo el azul de España, gozando de un lecho semejante al de Platero, pero eligió ser fiel a sus convicciones, perseverando en su exilio hasta su último aliento. Nunca se cansó de pedir que la dictadura fuera sustituida por una democracia y jamás habría entendido que la causa de la libertad se asociara al vituperio de España. Patriota, poeta, soñador, idealista, Juan Ramón siempre será recordado como un andaluz universal. O, lo que es lo mismo, como un gran español.


Nota bibliográfica:

Este artículo ha utilizado como fuentes la bella edición de la Prosa lírica, I, de la Biblioteca Castro (Madrid, 2009), con un esclarecedor prólogo de Javier Blasco y Teresa Gómez Trueba; la edición de Españoles de tres mundos de Afrodisio Aguado (Madrid, 1960), con un lúcido, elegante y ya clásico estudio preliminar de Ricardo Gullón; y, por último, la edición de Cátedra (Madrid, 1990) de Platero y yo, con una extensa y clarividente introducción del hispanista estadounidense Michael P. Predmore.

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