Entreclásicos por Rafael Narbona

Artaud y Van Gogh, el arte nacido del dolor

14 noviembre, 2017 10:19

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Autorretrato, de Vincent van Gogh[/caption]

¿Es posible adentrarse en las estancias más umbrías de una mente herida? Sólo quien ha deambulado por una oscuridad similar puede penetrar en esos recintos, donde la desesperación, la angustia y el miedo se han impuesto sobre el resto de las emociones. Después de vivir en un burdel y pasar tres años en distintos manicomios, soportando oleadas de electrochoques y largos períodos de aislamiento, Antonin Artaud, “el hechizado eterno”, escribió un breve ensayo sobre Van Gogh, que tituló Van Gogh, el suicidado por la sociedad. Con el cerebro chamuscado y el cuerpo quebrantado, Artaud disponía de las claves necesarias para interpretar un dolor que había revelado su temor de sobrevivir a la muerte. “El dolor será eterno…”, había lamentado Van Gogh, tras una existencia marcada por el fracaso, la incomprensión y el menosprecio. El breve texto de Artaud, que apareció en 1947 y obtuvo el Prix Sainte-Beuve de ensayo, no es un libro convencional, sino una sucesión de fogonazos que escupen ira y clarividencia sobre la vida y la obra de Van Gogh, “el loco de Arlés”. Sería absurdo buscar en sus páginas la prudencia y la timidez del análisis académico. Artaud es un artista que se atreve a enjuiciar a Dios, con la intención de “abolir la cruz” y dejar al hombre desnudo, buscando la felicidad entre la carne, la sangre y los excrementos.

¿Dónde está la salud? ¿En la humildad, la obediencia, la pureza? No, exclama Artaud; está en la mierda. “Allí donde huele a excremento, / huele a ser”. El artista es el único hombre sano, pues no quiere perder en ningún caso el ser, la mierda, la vida. El artista desdeña “el exterior infinito”; prefiere “el mínimo interior”, un infinito más verdadero, donde puede jugar con la lengua, el bazo, el ano o el glande. Van Gogh era un hombre sano. Se hizo asar la mano y se cortó una oreja porque vivió en ese “mínimo interior”, donde el mundo resplandece como una ofrenda en un altar. Frente a la anomalía psíquica de una sociedad que execra la tierra, adorando paraísos imaginarios, luchó para trasladar al lienzo el esplendor de los campos de trigo, la alta luz del mediodía, el trabajo sencillo de los campesinos, el fuego del alma, la ascética dureza del invierno. Para Artaud, el orden burgués sólo es “crimen organizado”, violencia institucionalizada. La psiquiatría es un arma al servicio de la opresión. Van Gogh no era un loco, pero sí era peligroso. Sus cuadros podrían haber destruido el Segundo Imperio. No eran simples obras de arte, sino “bombas atómicas”. No pretendían sacudir las conciencias, sino pulverizar las instituciones. Su onda expansiva no se conformaba con cambiar el mundo del hombre. También pretendía transformar el orden natural o, mejor dicho, mostrar su verdadera gravitación, su misterioso latido. La psiquiatría movilizó todos sus recursos para ahogar su mirada incisiva y su frenesí creador. Los psiquiatras son los nuevos inquisidores, los circunspectos oficiantes de la “gran máquina del pecado”, inventada para intimidar, amordazar y silenciar.

Artaud se pregunta qué es un alienado. “Un alienado –responde– es en realidad un hombre al que la sociedad se niega a escuchar, y al que quiere impedir que exprese determinadas verdades insoportables”. Se llamó alienados a Baudelaire, Poe, Nerval, Nietzsche, Kierkegaard, Hölderlin, Coleridge, arrojándoles a la soledad, el escarnio y el deshonor. Fue el precio que pagaron por atacar un orden social putrefacto. Es cierto que sus actos aún despiertan perplejidad, pero no son descabellados. Van Gogh se paseó con un sombrero lleno de bujías para pintar de noche, no por frivolidad o afán de provocación. Su mano asada debe interpretarse como “heroísmo puro y simple”, pues representó una victoria del espíritu sobre la carne. Su oreja cortada nace de una “lógica directa”. No es el arrebato de un perturbado, sino el fallo de un matemático que resuelve un problema particularmente complejo. Sin embargo, su suicidio no fue una elección. La sociedad “lo suicidó”, “lo mató”. Lo inmoló para “borrar en él la conciencia sobrenatural que acababa de adquirir”. No fue un simple asesinato. Se trató de un sacrificio, de un holocausto, de un auto fe. Van Gogh era un visionario, un alma “poseída”. Debía arder como un nigromante, un taumaturgo o un hereje.

Ciertamente, era un visionario, pues vislumbraba las “agitadas convulsiones” de lo inerte. Unos simples zuecos manchados de barro se convertían en sus manos en una iluminación, que revelaba un mundo ignoto, oculto, pero más real que cualquier evidencia. Su pincel destripaba implacablemente, mostrando las entrañas de los paisajes, sus secretas conmociones, sus inexplicables metamorfosis. Su obra es “una erupción volcánica, un terremoto, una guerra”. O, si se prefiere, una “epifanía”. Sus creaciones, incluidos los cuervos negros que pintó dos días antes de su muerte, hablan de “una naturaleza no pintada”. En realidad, son “la puerta oculta de un más allá posible, de una permanente realidad posible”. Van Gogh nos dejó una puerta abierta “hacia un pavoroso y enigmático más allá”. Sólo él consiguió atrapar ese “negro excremencial” de las alas de los cuervos en el crepúsculo, volando sobre una tierra con aspecto de “trapo sucio empapado en sangre y retorcido hasta escurrir vino”. En el cuadro que precedió a su muerte, la belleza exhibe su lado terrible, su letal seducción. El pintor de soles ebrios y árboles llameantes pertenece al mismo linaje que Poe, Melville, Hawthorne, Hoffman o Nerval. Sus telas de dos centavos contienen el acento trágico del drama isabelino y la psicología de los personajes estrangulados por tramas fantásticas y sombrías.

La célebre disputa entre Gauguin y Van Gogh expresa la confrontación entre dos maneras de entender la creación artística. Gauguin opina que el artista debe trascender lo inmediato mediante el mito y el símbolo. Sólo de ese modo podrá descubrirse la verdadera dimensión de lo real. Van Gogh cree que no es necesario buscar mitos o símbolos, pues las cosas insignificantes son infinitamente más elocuentes y universales. La realidad es “extraordinariamente superior a cualquier divinidad, a cualquier superrealidad”. No hay que ir más allá, sino explorar lo cercano y cotidiano, deduciendo la grandeza que se desprende de su aparente futilidad. Artaud no se muestra muy cortés con el doctor Gachet, al que acusa de resentimiento: “En todo psiquiatra viviente hay un sórdido y repugnante atavismo que le hace ver en cada artista, en cada genio, a un enemigo”. El genio sometido a las técnicas de la psiquiatría pierde su inspiración –íntimamente ligada a su libertad– y se hunde en la esterilidad, pensado que no hay salida. Al menos para su arte, o lo que es lo mismo, para él. Se pinta, se escribe, se compone, para huir del infierno que suele acompañar a la sensibilidad artística, pero la psiquiatría identifica ese impulso con el desorden neurótico, confinando al creador en una celda donde se marchita lentamente. No hay fantasmas ni alucinaciones en la pintura de Van Gogh: “Sólo la tórrida verdad de un sol de las dos de la tarde”. Es el mundo en su plenitud, pero también en su descomposición. Finitud desnuda, sin trascendencia, sin Dios. Mundo suprarreal, como el rojo indescriptible del edredón de su dormitorio de campesino. Ningún tejedor sería capaz de extraer ese tono, que no es un color, sino “una fuerza giratoria, un elemento arrancado directamente del corazón”.

Van Gogh es únicamente un pintor. No es un filósofo, ni un místico. Sus visiones rebasan el objeto representado para recrearlo en su estricta materialidad. Su mirada baja hasta lo más profundo y regresa, pero no lo hace con noticias de otro mundo, sino con una perspectiva más exacta de este mundo. Sus girasoles no son una versión idealizada, subjetiva. Ni siquiera son pintura. Son materia viva, inauditamente real. El “pincel borracho” de Van Gogh supera el concepto tradicional de representación. Su misión no es recrear, reproducir, sino hacer aflorar el alma de un rostro, de un paisaje, de un objeto. En sus cuadros hay salud y lucidez, pero también fiebre y crispación. Es el sufrimiento de un corazón que se siente enjaulado en un mundo enfermo, anormal, homicida. Nadie se suicida solo. Siempre hay “un ejército de seres maléficos” que empujan hacia la muerte. No te quitas la vida. Te despojan de ella. Van Gogh huía del dolor, pero sobre todo “quería reunirse finalmente con ese infinito para el que se dice que uno se embarca como en un tren hacia una estrella”.

Artaud murió en un asilo el 4 de marzo de 1948. Un cáncer de colon puso fin a su existencia. Tenía cincuenta años. “Yo he nacido de mi dolor”, escribió. ¿Podría decirse lo mismo de Van Gogh? En la carta a su hermano Theo que el pintor llevaba encima el fatídico 29 de julio de 1890, cuando se pegó un tiro en el pecho en un rapto de desesperación, confiesa: “En mi trabajo arriesgo mi vida, y mi razón, al borde del naufragio”. Van Gogh naufragó finalmente, no sin deplorar en alguna ocasión “la manía de pintar”. Artaud también se hundió, pero sin lamentar su destino: “No he querido convertirme en un resignado como los otros”. Ambos nacieron como artistas de una rebeldía que les condenó a vivir como parias. El casi medio siglo que los separó parece una ilusión, pues los dos desafiaron a la sociedad con la misma temeridad. Quizás debería leerse el ensayo de Artaud sobre Van Gogh como el testamento que el pintor no escribió, manifestando que el infinito pertenece a los artistas.

 

Nota bibliográfica:

En 1971, la Editorial Argonauta (Buenos Aires) publicó la excelente traducción de Aldo Pellegrini de Van Gogh, el suicidado por la sociedad, de Antonin Artaud. Desde entonces, se han sucedido las reimpresiones de una versión que puede considerarse clásica y quizás definitiva.

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