¿Cómo habría sido el siglo XX sin Winston Churchill? Indudablemente, distinto. Y, sin ninguna duda, mucho peor, pues sólo un político de una talla excepcional podía afrontar la responsabilidad de liderar en solitario la oposición contra Hitler en la hora más oscura de Europa. En mayo de 1940, las tropas alemanas avanzaban imparables hacia el Canal de la Mancha y la caída del Reino Unido parecía inevitable, pero en ese momento se alzó la voz de Churchill, clamando: “Lucharemos en las playas; lucharemos en los aeródromos; lucharemos en los campos y en las calles; lucharemos en las colinas; nunca nos rendiremos”. Sus discursos no eran simple retórica, sino el fruto de un indudable talento literario y una sincera convicción moral. Churchill fue un gran estadista, un fino estratega, un primer ministro carismático y un notable literato, historiador y biógrafo que obtuvo el Premio Nobel de Literatura de 1953, no sin despertar las objeciones de un buen número de críticos y escritores reacios a reconocer sus méritos como creador y artífice del idioma. Su temperamento artístico no se manifestó tan sólo en el terreno de las letras. Sus actos políticos no son simples decisiones de estado, sino golpes de ingenio que respondían a la necesidad de aunar emociones y proyectos, valores y tácticas. Encarnó la resistencia de las democracias occidentales contra la marea totalitaria, que pretendía despojar a los ciudadanos de sus derechos y libertades, pero también representó la fusión del genio artístico con la audacia política. Su asombrosa personalidad parecía forjada por la pluma de Shakespeare: ambición sin límites, coraje físico y moral, pasión por la aventura, sentido estético, bruscos cambios de humor, inagotable ingenio, tenacidad sobrehumana, grandes dotes de seducción.
Hijo de Lord Randolph Churchill y de la bellísima estadounidense Jeanette “Jennie” Jerome, a la que se atribuyen más de doscientos amantes, incluido el príncipe de Gales y futuro rey Eduardo VII, Winston nació el 30 de noviembre de 1874 en el palacio de Bienheim, una aristocrática residencia campestre situada en Woodstock, condado de Oxfordshire, con la serena apariencia del barroco inglés. Su padre era un destacado parlamentario tory y el tercer hijo del séptimo duque de Marlborough. La niñez de Churchill no fue particularmente dichosa. Sólo contó con el afecto de su niñera, Mrs. Everest. Su ternura dejó una huella perdurable en su memoria. No sólo acudió a su sepelio, sino que colgó su retrato en la pared de sus sucesivos despachos, sin ocultar su cariño y nostalgia. Al igual que otros niños de su condición social, al cumplir los nueve años comenzó su peregrinaje por distintos internados, incluyendo el Harrow School, donde los profesores imponían su autoridad a bastonazos. Rebelde y mal estudiante, acumuló suspensos en todas las materias, salvo historia y matemáticas. Su padre nunca disimuló el desprecio que le inspiran sus decepcionantes notas y su madre, pese a sus reiteradas súplicas, se limitó a visitarlo una vez al año, concediendo prioridad a su vida social y sentimental. Al referirse a su infancia y adolescencia, Winston confesaría con amargura: “Vistos retrospectivamente, estos años no sólo fueron la menos satisfactoria, sino también la más aburrida e infructuosa época de mi vida. De crío fui feliz y, desde que soy adulto, me he sentido más afortunado a cada año que pasaba. Pero los años como escolar que figuran en medio constituyen una turbia mancha gris en el mapa de mi vida”.
Churchill no quiso convertirse en un gentleman, sino en un espíritu libre que disfruta con la aventura, el peligro y la acción, incapaz de soportar una existencia apacible y rutinaria. Cuando su padre le propuso ingresar en el ejército, aceptó encantado, harto de cosechar suspensos y reprimendas. Sus malas calificaciones en las pruebas de acceso no le dejaron otra opción que incorporase a la caballería, el cuerpo que exigía menos nota. Su mediocre comienzo no auguraba que en cinco años se convertiría en una celebridad nacional. Subteniente de húsares, adquirió experiencia de combate en Cuba, la India, Sudán y Sudáfrica. Años después, escribiría: “A partir de ese momento fui dueño de mi destino”. Churchill había nacido para la guerra. Nada le resultaba tan gratificante como jugarse el pellejo en compañía de sus camaradas, experimentando la sensación de participar en algo grandioso y épico: “Hay una magia muy especial en los centelleos y tintineos de un escuadrón de caballería al trote. Y el galope hace que esa atracción se convierta en placer. El inquieto relinchar de los caballos, el chirrido de los arreos, el asentir de los penachos, el murmullo de los cuerpos en movimiento; en definitiva, esa sensación de formar parte de un engranaje vivo”. Durante su estancia en la India, el joven Churchill empieza a forjarse como escritor. Lee ávida y desordenadamente: Platón y Darwin, Schopenhauer y Malthus. Escéptico en materia religiosa, considera que las iglesias son necesarias para mantener el orden social y proporcionar paz interior. Los historiadores Thomas Macaulay y Edward Gibbon le producen una honda impresión. La inconclusa Historia de Inglaterra de Macaulay le parece un modelo de estilo: claridad, transparencia, elegancia, ironía, penetración psicológica. Aprecia las mismas cualidades en Gibbon y advierte de inmediato que su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano no es un simple relato historiográfico, sino una de las cimas de la lengua inglesa. Macaulay y Gibbon exaltan la virtud ciudadana, la libertad individual y la moderación en el ejercicio del poder, principios que acompañarán a Churchill el resto de su vida.
Su creciente afición por la lectura no apacigua su pasión por el polo. De hecho, juega con el brazo roto y vendado en la final de la copa que enfrenta a los regimientos ingleses en la India. La muerte de su padre le causará la frustración asociada a las relaciones que nunca llegaron a fructificar. En cambio, establecerá un profundo vínculo con su hasta entonces distante madre, que se transformará en su aliada y cómplice, ayudándole en su carrera militar y política. Gracias a ella participará en la batalla de Omdurman, Sudán, donde se producirá la última y heroica carga de la caballería inglesa. Aunque su madre le ha asignado quinientas libras anuales, una cifra modesta para el hijo de un aristócrata y parlamentario, su afán de vivir como un verdadero caballero, gozando de privilegios y criados, le empuja a probar suerte como periodista. Sus artículos como corresponsal de guerra llaman enseguida la atención. Su prosa es dinámica, fresca, plástica. No tardará en publicar su primer libro, The Story of the Malakand Field Force, que narra la campaña contra los pastunes en la frontera afgana de la India. El ardor bélico de Churchill nunca implicó crueldad con los vencidos. En The River War, se muestra implacable con lord Kitchener, jefe del cuerpo expedicionario en Sudán, recriminándole su abominable decisión de rematar a los heridos en el campo de batalla y profanar la tumba del Mahdi, convirtiendo su cráneo en un tintero. Churchill nunca concebirá su actividad literaria como una dolorosa lucha con las palabras. Por el contrario, afirma que “escribir un libro es un placer”.
La literatura le abre las puertas de la política. Abandona la carrera militar e intenta lograr un acta de diputado por el distrito de Oldham, pero los votantes no le prestan su apoyo. Cuando estalla la guerra de los Bóeres, se desplaza al escenario de batalla y lucha con el ejército británico. Cae prisionero, exponiéndose a ser fusilado, pues ha combatido como soldado, pese a ser un simple civil y periodista. Protagoniza una fuga rocambolesca, sobreviviendo en el Karoo, una meseta semidesértica, sin disponer de mapas y con dos tabletas de chocolate como única provisión. Después, se esconde en una mina y cruza la frontera de Mozambique en un tren, oculto bajo montañas de carbón. Sus crónicas periodísticas recrean la hazaña, otorgándole una enorme popularidad. Vuelve al ejército para combatir contra los colonos holandeses y entra en Pretoria a caballo, liberando a los ingleses que aún permanecían cautivos en el campo de prisioneros del que había escapado. Su gesta impulsa su carrera política. Se presenta de nuevo por el distrito de Oldham, esta vez con éxito. Antes de ocupar su cargo, viaja a Estados Unidos para dar un ciclo de conferencias que le reporta 10.000 libras. Cena con el vicepresidente Theodore Roosvelt y Mark Twain lo presenta en Nueva York como “el futuro primer ministro de Inglaterra”. En 1906 publica Lord Randolph Churchill, una magistral biografía de su padre, escrita con una pluma vigorosa, una sinceridad moderada por el pudor y una contenida perspectiva crítica. No es un ajuste de cuentas, pero tampoco una hagiografía. Churchill ya es un escritor maduro, que sabe contar y divertir, desmenuzar y analizar, moldear el idioma y componer retratos. En 1908 se casa con la bella y distinguida Clementine Hozier, con la que tendrá cinco hijos. Churchill pasará los cincuenta y seis años restantes de su vida con ella. Su afán de aventuras no se extenderá a lo afectivo y sentimental. Muchas veces postergará sus obligaciones familiares por su apretada agenda político, pero jamás flirteará con otra mujer.
Durante las siguientes décadas, Churchill ocupará toda clase de cargos: ministro de Interior, Primer Lord del Almirantazgo, ministro de Guerra, ministro de Hacienda. Sus decisiones no siempre serán acertadas. Durante los disturbios de Sidney Street, donde la policía acorrala a unos anarquistas en un edificio en llamas, prohíbe a los bomberos apagar el fuego para forzar la rendición de los sitiados. Su estrategia de abrir un nuevo frente en el estrecho de los Dardanelos durante la Gran Guerra, desemboca en la carnicería de Gallipoli, donde perdieron la vida 250.000 soldados británicos y 50.000 franceses. El hundimiento del transatlántico RMS Lusitania también le salpica, pues le acusan de no haberle proporcionado la escolta necesaria en un contexto de guerra. Su decisión de volver al patrón oro dispara el desempleo y la deflación. A pesar de sus equivocaciones, siempre se muestra osado, optimista y arrogante. Cuando una sufragista le dice que si fuera su marido le echaría veneno en el café, contesta que si fuera su esposa se lo bebería. Cambia incluso de partido, lo cual resulta particularmente insólito. Como liberal, pide medidas que mejoren las condiciones de vida de los trabajadores. No se ha hecho socialista. Conserva su instinto aristocrático, feudal y romántico, pero su corazón generoso y compasivo favorece su viaje político hacia el reformismo. Cuando regresa a las filas del conservadurismo, se justifica con ingenio: “cualquiera puede cambiar de partido, pero se necesita imaginación para cambiar dos veces”.
La Revolución de Octubre alarmó a Churchill, que percibió el bolchevismo como una amenaza para las democracias europeas. El rearme alemán promovido por Hitler no le causó menos alarma. Su oposición al nazismo no implicó ninguna reflexión autocrítica sobre el imperialismo británico. Describió a Gandhi como “un picapleitos rebelde disfrazado de faquir”. Inestable y proclive a la depresión, a la que se refería como su “perro negro”, Churchill manifestó oscilaciones emocionales que han despertado especulaciones sobre un posible trastorno afectivo bipolar. Lloyd George, primer ministro británico entre 1916 y 1922, afirmaba que la mente de Churchill era “una máquina muy poderosa, pero, en algún rincón de su engranaje, tenía un fallo oculto y desconocido, […] un defecto de fábrica”. Consciente de sus problemas, Churchill combatía sus tendencias depresivas, bebiendo y fumando sin parar. Nada le resultaba más mortificante que la inactividad. Durante los años en que su estrella parecía haber declinado irreversiblemente, aprendió el oficio de albañil y levantó varios muros y pequeños edificios secundarios en su casa de campo de Chartwell, en Kent. Apasionado por el arte de poner ladrillos, solicitó afiliarse a un sindicato obrero, despertando estupor e incredulidad. Se rechazó su petición, considerando que se trataba de una broma de mal gusto.
El gran momento de Churchill llegó cuando fue nombrado primer ministro para frenar a Hitler, dispuesto a invadir Reino Unido: “Se me antojó que toda mi vida anterior no había sido sino una preparación para esta hora y esta prueba”. Después de la caída de Francia, lideró en solitario la guerra contra Alemania, pronunciando discursos memorables que ayudaron a los ingleses y a los pueblos ocupados a no caer en el derrotismo. Durante la preparación del día D, afirmó que desembarcaría con las tropas en la primera oleada. El rey Jorge VI logró quitarle la idea de la cabeza, asegurando que le acompañaría, si no cambiaba de parecer. Su éxito como político y estratega no evitó que perdiera las primeras elecciones celebradas tras el fin de la contienda. Su belicosidad y su elitismo no parecían los rasgos más adecuados para el tiempo de paz y reconstrucción. Churchill volvió a ser elegido primer ministro en 1951, pero ya no sería un político providencial, sino un hombre de estado que trabajó arduamente para evitar el desmembramiento del Imperio británico, una causa perdida que ni su genio pudo revertir. Su salud se deterioró poco a poco hasta forzar su retiro. Dedicó el resto de su vida a viajar, pintar y escribir. Murió el 24 de enero de 1965, el mismo día en que había fallecido su padre setenta años atrás. Nueve días antes sufrió un ataque cardíaco que le provocó una trombosis cerebral. Sus allegados sostienen que prolongó deliberadamente su agonía, pues quería morir en la misma fecha que Lord Randolph, ese padre que le había menospreciado y escatimado su afecto. Su cuerpo permaneció tres días en la abadía de Westminster y su funeral se celebró en la catedral de San Pablo un privilegio reservado a la realeza. Sus últimas palabras fueron: “¡Es todo tan aburrido!”.
¿Se merecía Churchill el Nobel de Literatura? Pienso que sí. Nos dejó dos obras fundamentales: La Crisis Mundial y La Segunda Guerra Mundial. Ambos libros pueden leerse como una especie de memorias, lo cual no significa que Churchill manipule o deforme los hechos históricos. Simplemente, resulta imposible disociar su peripecia personal de su vida pública. Su prosa es ágil, fluida, chispeante, ingeniosa, incluso profética. Al final de La Crisis Mundial, se pregunta: “¿Ha sido este el final? ¿Ha sido simplemente un capítulo más de una historia cruel e insensible? ¿Será inmolada a su vez una nueva generación para igualar las terribles cuentas de galos y teutones? ¿Se desangrarán otra vez y exhalarán el último suspiro nuestros hijos en tierras devastadas?”. Churchill respondería a estas preguntas treinta años después, reconstruyendo la segunda fase de la guerra civil europea. Es absurdo recriminarle que en La Segunda Guerra Mundial subrayara su papel en los acontecimientos, pues realmente su liderazgo cambió el curso de la historia, corroborando su romántica teoría de que los grandes hombres, y no las circunstancias económicas y sociales, constituyen el motor del cambio social y político. Quizás la obra maestra de Churchill es el propio Churchill, un personaje donde vida y literatura confluyen con la fuerza de un épico vendaval.
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Nota bibliográfica:
Las obras principales de Churchill han sido traducidas al español. Destaco tres títulos esenciales: Mi juventud: Autobiografía (Almed Ediciones, 2010); La Crisis Mundial (Debolsillo, 2013); La Segunda Guerra Mundial (La Esfera de los Libros, 2016).