El primer centenario del nacimiento de Antonio Buero Vallejo pasó de puntillas. Sus obras apenas pisaron los escenarios y la prensa se limitó a cumplir sumariamente con su obligación de evocar a una de las grandes figuras del teatro español del siglo XX. La obra de Buero Vallejo ha soportado la hostilidad del periodista, ensayista y crítico teatral Eduardo Haro Tecglen, que describió su teatro como “un canto a la costumbre, a la monotonía, a lo agotado”, y del profesor, escritor y crítico literario Miguel García Posada, que escribió un obituario particularmente despiadado, afirmando que sus textos se caracterizaban por “un prosaísmo verista nunca cargado de trascendencia poética”. Ambos juicios me parecen injustos y, por su ferocidad, insinúan la intervención de emociones personales que se despreocupan de cualquier pretensión de ecuanimidad. La obra dramática de Buero Vallejo, con sus cimas y sus caídas, sí posee trascendencia poética, pues aborda con originalidad y voz propia cuestiones esenciales, como el sentido de la vida, la angustia ante la muerte, el absurdo, la libertad frente al poder político, el compromiso, los diferentes rostros del mal, la fraternidad, las ensoñaciones románticas, el miedo, la soledad, la utopía de un mundo sin injusticias ni agravios.
La herida de la Guerra Civil palpita en todas las obras de Buero Vallejo. Su oposición a la dictadura franquista no es complaciente u oportunista, sino honesta y airada, pero con la generosidad necesaria para superar un trauma colectivo mediante el diálogo y la reconciliación. Alfonso Sastre acusó a Buero de posibilismo, de transigir con el régimen, enarbolando una disidencia domesticada. Aunque ambos dramaturgos simpatizan con el socialismo, difieren en su forma de plantear la acción política. Sastre entiende que es legítimo recurrir a la violencia para transformar el orden social. Por el contrario, Buero cree firmemente en las vías democráticas. Su experiencia personal le ha enseñado que la confrontación cruenta sólo perpetúa los conflictos. Su disidencia inteligente, meditada, no es un guiño al régimen, sino al futuro. Sus personajes conocen la tortura, el encierro, la humillación, el miedo, pero luchan para no ceder al odio y el rencor. Saben que es el único camino para preservar su dignidad. Sastre nunca apoyó la Transición, pues opinaba que sólo era una maniobra reformista orquestada por las élites franquistas. En cambio, Buero saludó el cambio con alegría y optimismo. Paradójicamente, los nuevos tiempos no favorecieron a su teatro. Miembro de la Real Academia desde 1971, obtuvo el Premio Cervantes en 1986 y el Premio Nacional de las Letras Españolas en 1996. Los reconocimientos corrieron paralelos a un progresivo alejamiento del público, que demandaba fórmulas nuevas y quería romper drásticamente con el pasado. Las últimas obras de Buero intentaron adaptarse al cambio de sensibilidad, pero su escritura, firmemente anclada en el teatro de ideas de Ibsen y, en menor medida, en el teatro dialéctico de Bertolt Brecht, no congeniaba con la nueva idea del teatro como espectáculo total y desafío provocador. Buero asimiló las enseñanzas del teatro del absurdo, concediéndole la palabra a locos, visionarios, lisiados y soñadores, pero siempre mantuvo un clasicismo formal que se asoció equivocadamente a lo caduco y agotado.
Antonio Buero Vallejo nació el 29 de septiembre de 1916 en Guadalajara. Su padre, Francisco Buero García, era un militar gaditano con una mente abierta y nada dogmática. Fue profesor de matemáticas e inglés en la Academia de Ingenieros. Su mujer, María Cruz, nunca ocultó su escepticismo religioso. En 1934, la familia se traslada a Madrid y Antonio manifiesta su deseo de estudiar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Por entonces, ya era un joven aficionado al teatro y a la pintura, que había ganado un concurso escolar con su relato 'El único hombre', cuya edición se demoraría hasta 2001. Su padre apoya su vocación y respeta sus ideas políticas, próximas al marxismo. Cuando se produce la rebelión militar, Antonio quiere alistarse, pero su familia le quita la idea de la cabeza. Su padre es detenido y encerrado en la Cárcel de Porlier, pese a no participar en la sublevación. Sería fusilado el 7 de diciembre de 1936. Se ha especulado que fue una de las víctimas de las matanzas de Paracuellos. Antonio siempre conservó un recuerdo entrañable de su padre. Entrevistado en 1976 por Joaquín Soler en el programa A fondo de RTVE, el dramaturgo destacó que su progenitor nunca le propinó un azote y que siempre dialogó abiertamente con él, razonando sus posturas. Su talante moderado y comprensivo no evitó que se convirtiera en una de las incomprensibles víctimas del “terror rojo”. A pesar de la tragedia, Antonio se incorpora a un batallón de infantería del ejército republicano y realiza labores de propaganda, dibujando y escribiendo para La Voz de la Sanidad. Conoce a Miguel Hernández en Benicasim y se afilia al Partido Comunista. El fin de la guerra le sorprende en la Jefatura de Sanidad de Valencia. Será recluido en la plaza de toros y pasará un mes en el campo de concentración de Soneja, Castellón. Liberado con la autorización de volver a Madrid, empieza a trabajar clandestinamente en la reorganización del Partido Comunista, del que se distanciaría años más tarde. Incumple su obligación de presentarse periódicamente ante las autoridades. Detenido de nuevo, es juzgado por “adhesión a la rebelión” y condenado a muerte. A los ocho meses, se conmuta la sentencia por una pena de treinta años. Comienza su peregrinaje por distintas cárceles. En Conde de Toreno, coincide con Miguel Hernández. Se hacen amigos íntimos y dibuja su famoso retrato. Se implica en un intento de fuga, que años después le inspirará algunos pasajes de La Fundación, estrenada en 1974. Los traslados son continuos: El Dueso, Yeserías, Santa Rita, Ocaña. Durante ese tiempo, dibujará sin parar y escribirá notas y apuntes, casi siempre sobre el arte pictórico. En 1946 se le concede la libertad condicional, pero se le destierra de Madrid. Se instala en Carabanchel Bajo y dibuja para revistas para ganar algo de dinero. Poco a poco, la escritura desplaza al dibujo. En una semana de agosto de 1946, escribe su primer drama, En la ardiente oscuridad. Entre 1947 y 1948, escribe Historia de una escalera, que recibe el Premio Lope de Vega en unas condiciones bastante pintorescas (el jurado desconocía su identidad y su historial como preso político). Se estrena el 14 de octubre de 1949 en el Teatro Español, logrando un éxito colosal. Por fin, sube a escena la posguerra. Historia de una escalera no habla abiertamente de política, pero todo el mundo advierte que sus personajes encarnan la tragedia de un país postrado, amordazado y dividido.
Historia de una escalera consta de tres actos. Comienza con una cita de Miqueas, libro profético del Antiguo Testamento: “Porque el hijo deshonra al padre, la hija se levanta contra la madre, la nuera contra su suegra, y los enemigos del hombre son los de su casa” (7, 6). Se trata de un fragmento iluminador que anuncia claramente la historia escenificada. Durante treinta años, las familias que viven en una modesta casa se enfrentarán por envidia, celos o resentimiento, destruyendo los lazos comunitarios que podrían haber labrado una convivencia basada en el respeto mutuo y la solidaridad. Urbano, un sindicalista, apela a la unión de los trabajadores para mejorar sus condiciones de vida y crear una sociedad más justa. Es un hombre apasionado, pero no brillante. Fernando trabaja en una papelería como simple empleado, pero se comporta como un señorito. Sueña con ser poeta y aparejador. No cree en la solidaridad, sino en la ambición individual. Sin embargo, la pereza marca su rutina. Muchas veces no acude a su trabajo, alegando falsos pretextos. Atractivo y elocuente, seduce a las mujeres con facilidad. Elvira y Carmina se disputan su amor. Los sueños de todos los personajes serán cruelmente escarnecidos por la realidad. Pasan los años y ni la solidaridad ni la ambición, consiguen sacar a los personajes de su horizonte de miseria y hastío. Fernando amaba a Carmina, pero se casó con Elvira por el dinero de su padre, don Manuel, un oficinista con una pequeña agencia de trámites legales. Carmina se casó con Urbano, pese a no amarlo, creyendo que su honradez le ayudaría a prosperar. No contaba con su fatalismo trágico y su escasa autoestima. Urbano cree en la solidaridad, pero no en sí mismo. Fernando no tendrá más suerte. Incapaz de asumir responsabilidades y trabajar seriamente, despilfarrará el dinero de su suegro, condenando a su mujer y a su hijo a vivir en la escasez. Los treinta años que separan el primer acto del segundo abarcan el período comprendido entre la España de los años 20 y la de finales de los 40. La censura de la dictadura difumina el contexto, pero el espectador de la época apenas necesitaba esforzarse para captar el cuadro completo. Historia de una escalera pivota sobre la hendidura abierta por la Guerra Civil, mostrando la deriva de un país que se moderniza con retraso por culpa de las tensiones ideológicas y las agudas desigualdades sociales.
El primer acto nos sitúa en una época donde la sociedad española anhela un cambio que abra perspectivas de futuro. “¡Sería terrible seguir así! Subiendo y bajando la escalera, una escalera que no conduce a ningún sitio”, exclama Fernando. Urbano le pregunta si cree que podrá librarse de ese destino, empleando sólo sus fuerzas: “Aunque no lo creas, siempre necesitamos de los demás. No podrás luchar solo sin cansarte”. El segundo acto evoca la guerra, pero de forma indirecta. La muerte de un vecino, el padre de Carmina, propaga el luto y la desesperanza por la escalera. La pobreza y la falta de oportunidades exacerban los conflictos. Elvira se lamenta de su matrimonio con Fernando, que sigue enamorado de Carmina. Urbano corteja a Carmina, prometiéndole que “subirá”, que estudiará mecánica y conseguirá un buen empleo. La violencia verbal entre los personajes es un tímido eco de los crímenes perpetrados por los dos bandos durante la Guerra Civil. Buero Vallejo no refleja en Historia de una escalera su optimismo antropológico, adquirido paradójicamente durante su cautiverio. En la citada entrevista con Joaquín Soler, describe su paso por distintos penales como “años de una impagable experiencia”, donde no prevaleció la amargura, sino “la esperanza, la solidaridad y el aprendizaje”. El dramaturgo cita a un compañero de prisión que compartió su manta con él, cuando le confinaron en el campo de concentración de Soneja, donde se dormía al aire libre, soportando la lluvia y las bajas temperaturas de la noche. Su gesto le reveló que la especie humana no es deleznable, como aseguran muchos pesimistas, sino digna de admiración. Incluso en unas circunstancias más dramáticas, donde la muerte acecha y el hambre, el frío y los malos tratos se ensañan con hombres vencidos e indefensos, la solidaridad se manifiesta. El compañero de cautiverio que compartió la manta se llamaba Juan Barrios y le salvó la vida, pues el frío se cobraba víctimas cada noche. Los personajes de Historia de una escalera sufren cada vez más porque no aman, porque renuncian a sus afectos, buscando seguridad y bienestar. O porque su amor no está sostenido por la voluntad y la inteligencia. A veces, sólo es un arrebato. Otras, una ensoñación, una pueril fantasía romántica. El verdadero amor es desinteresado y sencillo, firme y realista. No se aprecia nada de eso en los vecinos de Historia de una escalera, atrapados en una red de miserias que les condena a repetir cíclicamente sus errores.
El último acto refleja la España de la posguerra. Después de la derrota del Eje, la represión se aplaca y comienza a cuestionarse la autarquía como modelo económico. Poco después, llegarán los acuerdos con Estados Unidos y el fin del racionamiento. Los nuevos vecinos disponen de más ingresos gracias al pluriempleo y lamentan que los viejos inquilinos no puedan costear mejoras en el inmueble. Urbano y Fernando se han convertido en irreconciliables enemigos. Carmina y Elvira, sus esposas, también se tributan una mutua antipatía. En cierto sentido, son dos bandos, pero en su querella no hay vencedores. Todos han sido derrotados por el tiempo. “¿Dónde han ido a parar tus proyectos de trabajo? –pregunta Urbano a Fernando, con los ojos llenos de rabia–. No has sabido hacer más que mirar por encima del hombro a los demás. ¡Pero no te has emancipado, no te has libertado! (Pegando en el pasamanos). ¡Sigues amarrado a esta escalera, como yo, como todos!”. Fernando soñó con ser clase media, burguesía, pero sólo es un triste empleado con un salario raquítico. Urbano continúa siendo un obrero. Sólo unos pocos privilegiados disfrutan de una existencia cómoda y desahogada, pero viven en otros barrios. Sus vidas transcurren fuera de campo, en otro escenario, invisible para el espectador medio, alojado en puertas y rellanos semejantes a los de la obra. Fernando, hijo de Fernando y Elvira, y Carmina, hija de Urbano y Carmina, mantienen un idilio clandestino y sueñan con un futuro mejor. Fernando, hijo, cree que podrán huir de ese escenario miserable, con broncas continuas: “Tenemos que ser más fuertes que nuestros padres. Ellos se han dejado vencer por la vida. Han pasado treinta años subiendo y bajando esta escalera… Haciéndose cada día más mezquinos y más vulgares. Pero nosotros no nos dejaremos vencer por este ambiente”. Fernando promete a Carmina que estudiará, que será ingeniero. Sus palabras se parecen a las de su padre, pero con la diferencia de que no se plantea combinar el trabajo con la poesía. Buero Vallejo plantea un final abierto. Quizás todo se repita o tal vez no. La creatividad del ser humano puede cambiar el curso de la historia, incluso cuando todos los caminos parecen cerrados.
El teatro de Buero Vallejo no es un teatro de circunstancias. Indudablemente, es uno de los testigos más lúcidos de su tiempo, pero sus obras trascienden su marco temporal e histórico. Es un teatro de ideas, en cierto sentido unamuniano, con sed de absoluto, pero su espíritu trágico no se aplaca ante la idea de Dios, marginal en su obra, sino ante la idea del hombre, que aporta sentido y esperanza al cosmos. El hombre puede cometer las peores iniquidades, pero su naturaleza no es perversa. El origen del mal hay que buscarlo en las ideologías y en sus ídolos, no en el corazón humano, que late compasiva y solidariamente hasta que el odio enciende sus pasiones más destructivas. El hombre supera esos impulsos mediante los afectos, que le acercan al otro, y el sentido ético, que salvaguarda su dignidad y le permite reinventarse tras sus peores fracasos. Buero Vallejo identifica el mal radical con la tortura, quizás una experiencia autobiográfica. El dramaturgo comenzó a escribir unas confesiones o memorias, pero acabó destruyendo el manuscrito. Desconocemos, por tanto, aspectos cruciales de su biografía, pero su experiencia en los campos de concentración franquistas presupone un conocimiento directo de la violencia, la humillación, la impotencia y el miedo. Lejos de responder a estas vivencias con resentimiento, Buero Vallejo apostó por un mundo más libre y solidario, que no surgiría de la violencia, sino del ingenio, la compasión y la tenacidad del ser humano.
Conservo un ejemplar de la primera edición de Historia de una escalera, dedicado a mi padre por el autor. Escribe Buero: “A Rafael Narbona, con un abrazo cordial de su compañero y amigo”. Y, tras firmar, anota una fecha: “31 de marzo de 1952”. Es un libro de pequeño formato, publicado por Ediciones Alfil, que incluye otra obra en un acto, Las palabras en la arena. La portada es roja y las letras blancas. El papel es de pésima calidad. Las páginas están amarillentas y se rompen con facilidad. 1952 es el año en que finalizó el racionamiento, pero hasta 1954 España no recobraría la renta por habitante de 1935. Mi ejemplar, al margen de su valor sentimental, es un fiel reflejo de una época de escasez, desánimo y tristeza. Buero Vallejo era necesario. Renovó el lenguaje teatral, pero sobre todo aportó esperanza y voluntad de resistencia.