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Nací en 1963. En 1956 el guionista Víctor Mora y el dibujante Ambrosio Zaragoza, Ambrós, crearon El Capitán Trueno. Mi niñez se educó con las peripecias de un caballero andante tan idealista como el Quijote, pero con una mente más realista y práctica, lo cual le permitía afrontar con éxito peligrosas aventuras en los cinco continentes, liberando a pueblos de todas las razas de repelentes y crueles tiranos. No era un cruzado que luchaba contra el “moro”, sino un soñador al servicio de la justicia y la libertad. Su rostro recordaba al de Gregory Peck y transmitía la misa sensación de rectitud, entereza y serenidad. Carecía de defectos y flaquezas, pero ese rasgo, lejos de hacerlo menos creíble, acentuaba su humanidad, despertando en sus lectores un anhelo de emulación particularmente necesario en un siglo abrumado por la duda y el escepticismo. Los héroes deben ser ejemplares. Si rebajamos su estatura, si añadimos a sus virtudes el lastre de la imperfección y la indignidad, perderían su poder de inspiración. Aunque mi mente infantil aún no había logrado comprender y elaborar ciertos conceptos, las aventuras del Capitán Trueno me ayudaron a entender que el valor de un ser humano trasciende cualquier diferencia social o racial. Los asiáticos, africanos y sudamericanos que se cruzaban en su camino eran hombres como el resto. Algunos buenos, otros malos, pero en ningún caso inferiores. De hecho, el Capitán Trueno actuaba como un humanista que se esfuerza en entender al otro, considerando legítimas sus diferencias y respetando su derecho a vivir conforme a sus principios y costumbres. La civilización no era un privilegio de la tradición cristiana, sino un logro universal que adoptaba distintas formas, enriqueciendo el mundo con su diversidad. A pesar de ser un caballero cristiano, el Capitán Trueno no pretendía evangelizar, sino liberar al hombre de la superstición, el fanatismo y la explotación.
En los años sesenta, el cómic se consideraba una forma de entretenimiento banal, reservada a jóvenes y niños. Nadie hablaba de novela gráfica o literatura dibujada. Sin embargo, el Capitán Trueno no era un mero pasatiempo, sino una escuela vital donde se adquirían valores como el sentido de la amistad, la fidelidad a la palabra dada, la dignidad personal y la solidaridad con los más débiles y desprotegidos. El Capitán Trueno no era un individualista, sino un amigo leal que se comprometía con las causas justas, asumiendo que solo no podría hacer gran cosa. Por eso, siempre le acompañaban dos buenos camaradas, Goliath y Crispín, y, en muchas ocasiones, Sigrid, reina de la lejana Thule. Goliath era un gigante con un parche en un ojo, una fuerza descomunal y un apetito insaciable. Antiguo leñador, su cuerpo de coloso le convertía en un adversario temible. Capaz de tumbar a un oso de un puñetazo, sus proezas en el campo de batalla y en la mesa le habían granjeado dos apodos afectuosos: el “Cascanueces” y el “Tragaldabas”. Su cabeza era un ariete terrible que dejaba fuera de combate a los malvados más fornidos. Su estómago podía alojar un buey y nunca cesaba de demandar comida. Carecía de la inteligencia y el autodominio del Capitán Trueno, pero sus excesos siempre obedecían a su gran corazón y a su indestructible pasión por la vida. Asumía sin pestañear cualquier sacrificio para salvar a sus amigos o defender a la víctima de un agravio. Era el amigo ideal que todos hemos soñado alguna vez, dispuesto a no separarse de nuestro lado cuando las cosas se ponen más feas.
Crispín era un joven huérfano al que habían adoptado el Capitán Trueno y Goliath. Tímido y encantador, su mayor ambición era ser armado caballero y adquirir fama con sus hazañas. De niño, me parecía un poco insulso, pero ahora aprecio en él ese irrepetible estado de gracia de un joven en proceso de maduración, donde cada experiencia constituye un acontecimiento. El Capitán Trueno era su protector, pero también su maestro, un educador que no sermoneaba con palabras huecas, sino que mostraba con sus actos la diferencia entre el bien y el mal, la sabiduría y la ignorancia, el amor y el odio. Una de sus mejores lecciones consiste en salvar a una bruja de la hoguera, actuando como un ilustrado que ahuyenta a los fantasmas con la razón. En cierto sentido, yo era Crispín, asimilando espléndidas enseñanzas con la misma naturalidad con que respiraba. El Capitán Trueno no adoctrinaba. Prefería incitar a reflexionar, confiando en la bondad natural y el afán de superación de la mente humana. Debajo de su cota de malla y sus músculos de acero, había un gran corazón siempre guiado por la generosidad y el desinterés.
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Sigrid no era una simple comparsa, sino una mujer valerosa e independiente. Su oficio de reina no le impedía acompañar al Capitán Trueno y sus amigos, salvándoles la vida en más de una ocasión. No era sumisa ni cursi. Era una reina sin consorte que gobernaba con buen criterio, buscando en todo momento el bienestar de sus súbditos. No es una sueca exótica, sino una mujer que reivindica sus derechos con la palabra, el ingenio o, si es necesario, la espada. En una revista dirigida al público masculino, su manera de ser constituía una audaz novedad que pulverizaba los estereotipos. Creo que por edad y fervor pertenezco a la generación del Capitán Trueno. Fue una verdadera suerte que el caballero andante entrara en mi vida, ofreciéndome una visión alternativa del mundo. No hay en mi nostalgia ningún apego por los valores de una época con escasez de libertades y grandes dosis de intolerancia. Sólo un lector miope podría interpretar al personaje como una exaltación del franquismo. Su simpatía hacia otras culturas no puede ser más opuesta a la retórica imperial de la dictadura. Su forma de educar a Crispín no puede estar más alejada del autoritarismo. Su visión de la mujer es igualitaria, y su sentido de la justicia no nace de una suficiencia paternalista, sino de un respeto sincero por el hombre.
Casi todos los que han crecido con el Capitán Trueno jugaron con los Madelman, una figura de acción que irrumpió en el mercado del juguete en 1968. Los primeros Madelman eran militares, cazadores o exploradores, pero no tardaron en aparecer los piratas, los tramperos, los indios, los buscadores de oro, los cuatreros, los pilotos de carreras y los astronautas. Incluso se lanzaron personajes femeninos como “Pluma Rosa”, una joven india con un bebé a la espalda. Con ella, llegarían una investigadora espacial con escafandra, una enfermera, una exploradora, una corsaria y una pionera del Oeste. Jugar con ellas representaba un desafío, pues en aquellos años los niños no podían tener una muñeca en las manos, sin ser tildados de afeminados. El Capitán Trueno y los Madelman contribuyeron a cambiar las cosas, impulsando una mentalidad más moderna y democrática. Sólo por eso merecen nuestro agradecimiento y el de las generaciones posteriores. No conozco los actuales juegos de ordenador, pero me temo que no poseen el mismo espíritu inconformista. No pierdo la esperanza de que se produzca un cambio de tendencia, pero mientras tanto me consuelo hojeando mis viejos tebeos del Capitán Trueno u observando con melancolía los Madelman que conservo en una vitrina. Paradójicamente, me ayudan a encarar el mañana con un saludable optimismo.