En 1905, Lenin escribió que su programa político aspiraba a liquidar el orden burgués, implantando “una dictadura nacional-democrática del proletariado y el campesinado”. Cuando los bolcheviques subieron al poder, la “dictadura del proletariado y el campesinado” se disfrazó de “centralismo democrático” para justificar la hegemonía del Partido Comunista sobre la voluntad popular. El gobierno del pueblo se transformó en el brutal sometimiento del pueblo. El Partido Comunista no se concebía a sí mismo como una organización política y social, sino como el instrumento elegido por la historia para materializar la utopía de un porvenir sin propiedad privada, ni clases sociales. Dado que ciertos sectores e individuos opondrían resistencia a esa meta, no cabía otra opción que crear la Checa, un órgano represivo que se encargaría de acallar cualquier brote de disidencia. El escritor y periodista judío Isaak Emmanuílovich Bábel trabajó como traductor en la Checa, sin sospechar que el destino le convertiría en una de las víctimas del terror comunista. Bábel nace en 1894 en el seno de una próspera familia judía afincada en el gueto judío de Odessa. En su hogar, estudia hebreo, arameo, el Talmud y la Biblia. Sobrevive al pogromo de 1905, cuando ciudadanos rusos, griegos y ucranianos asesinaron a cuatrocientos judíos, con el apoyo de la policía y el ejército del zar. A pesar de ser un estudiante brillante, las cuotas restrictivas impuestas a los judíos le impiden matricularse en la Universidad de Odessa. Finalmente, logra una plaza en el Instituto de comercio de Kiev. Escribe sus primeros cuentos en francés, influido por Flaubert y Maupassant, y en 1905 se traslada a San Petersburgo, desafiando la prohibición zarista que obligaba a los judíos a permanecer en su zona de asentamiento.
Bábel probó suerte con distintos editores, presentándoles sus cuentos. Todos rechazaron su obra, aconsejándole que se dedicara a otros menesteres. Sin desanimarse, logró contactar con Máximo Gorki, que reconoció su talento y publicó algunos de sus relatos en la revista literaria Létopis (Crónicas), animándole a incrementar su experiencia social para conocer al género humano en toda su diversidad. Identificado con los objetivos de la revolución bolchevique, Bábel trabajará como periodista en la Guerra Civil rusa y acompañará al Primer Ejército de Caballería del mariscal Semión Budionni en la Guerra polaco-soviética, escribiendo artículos para el periódico El Jinete Rojo. Su experiencia en el frente polaco le inspira los cuentos que más tarde reunirá en Caballería roja, treinta y cinco piezas breves donde se describe con crudeza goyesca las calamidades de la guerra, provocando la indignación del poder político, que no soporta ser cuestionado en sus gestas épicas. Gracias al apoyo de Gorki, Caballería roja se publica en forma de libro, traduciéndose a varios idiomas. Poco antes habían aparecido las narraciones agrupadas bajo el título Cuentos de Odessa, un afilado retrato de los bajos fondos del gueto judío de Moldavanka, donde el humor y la poesía conviven con una radiografía descarnada de unas vidas sin esperanza. Cuentos de Odessa y Caballería roja consagran a Bábel como una de las voces más poderosas de la literatura rusa del siglo XX, pero también enturbian sus relaciones con las autoridades. No son obras de ficción, sino textos que recrean vivencias reales, con una prosa lírica e introspectiva. Su estilo está muy lejos del realismo socialista.
Bábel viaja a París en varias ocasiones, pero acaba regresando a Moscú, describiéndose a sí mismo como un “maestro del silencio” ante la Unión de Escritores Soviéticos. Es una forma de explicar la interrupción de su quehacer literario, pero también una crítica indirecta al régimen soviético. Stalin, que ha adjudicado al escritor la misión de ejercer el papel de “ingeniero de almas”, interpreta sus palabras como una maniobra contrarrevolucionaria, pero la fama de Bábel frena su ira. La muerte de Gorki en 1936 deja al autor de Caballería Roja sin su gran protector. Cuando Stalin decide poner en marcha la Gran Purga, Bábel está entre los nombres que desea acallar y enterrar. Durante la primavera de 1939, el escritor es detenido en su dacha de las afueras de Moscú. Lavrenti Beria, jefe de la NKVD, supervisa la operación. En esos mismos días, serán arrestados el director de teatro Vsévolod Meyerhold y el periodista Mijaíl Koltsov, dos figuras capitales en el panorama cultural de la época. Ambos serán enviados al paredón, tras un juicio sumarísimo y sin ninguna clase de garantías. Acusado de espionaje y traición, Bábel es condenado a muerte. Stalin firma la orden de ejecución. Fusilado al día siguiente, sus libros son retirados de la circulación y se prohíbe mencionar su nombre en público. Sus restos son arrojados a una fosa común y jamás serán encontrados. Desaparecen sus papeles póstumos, pese a los ruegos de Bábel, que escribe una carta al Comisario del Pueblo de Asuntos Interiores, suplicando que le permitan ordenar sus manuscritos y depositarlos en un lugar seguro. Obligado a incriminarse mediante la intimidación y la tortura, acepta públicamente los cargos que le imputan, lamentando su “vida errónea y criminalmente malgastada”, pero pide clemencia para su trabajo literario, fruto de “ocho años de esfuerzo”. Las autoridades ni siquiera le responden. Se pierden de este modo apuntes periodísticos sobre la colectivización en Ucrania, notas para una biografía de Gorki, borradores de decenas de relatos, una obra de teatro casi acabada y un guión cinematográfico. No es la única pérdida. En 1936, Bábel había colaborado con Serguéi Eisenstein en El prado de Bezhin, escribiendo el guión conjuntamente con el director. Basada en un relato de Iván Turguénev, la película será prohibida y destruida. Gracias a la supervivencia de cortes y copias parciales, podrá ser reconstruida en los años sesenta. El odio de Stalin no se calma con la eliminación física de sus antagonistas. Se afana en destruir cualquier rastro del adversario caído en desgracia, alterando el curso de la historia mediante la distorsión sistemática del pasado y el porvenir. Isaak Bábel será rehabilitado en 1954, cuando el deshielo de Nikita Jruschov intenta lavar la cara de la Unión Soviética. Aunque en 1957 aparece en Moscú la primera antología de la obra de Bábel con un prólogo de Ilyá Ehrenburg, habrá que esperar hasta 1990 para que se publique la primera edición no censurada de sus libros.
¿Por qué volvió Bábel a la Unión Soviética, descartando instalarse en París, donde su literatura no se habría enfrentado a la represión y la censura? En una carta escrita a su madre en el otoño de 1928, explica sus razones: “A pesar de todo el ajetreo, en mi tierra me siento bien. La vida es mísera y en muchos aspectos triste, pero éste es mi material, mi lengua y mis intereses. Cada día noto más que vuelvo a mi estado normal, en cambio en París había en mí algo extraño, como pegado a mí. Pasear por el extranjero, de acuerdo. Pero donde hay que trabajar es aquí”. ¿Por qué no se sometió a las consignas del realismo socialista, librándose de las acusaciones de humanista burgués y narcisista? Bábel no es un autor de panfletos, sino un artista exigente y minucioso: “Creo que mi lento trabajo se somete a las leyes del arte, y no de la chapuza, del falso orgullo o de la voracidad”. Caballería Roja responde a este planteamiento, moldeando el lenguaje con paciencia, rigor, profundidad y ni un ápice de autocomplacencia. Bábel convierte el testimonio periodístico en literatura de la máxima calidad, abordando los hechos con una perspectiva estética cuidadosamente elaborada.
El Primer Ejército de Caballería se componía de “kusak” o cosacos, un término de origen turco que puede traducirse como “caballero”, pero que también significa “nómada, hombre libre”. Los cosacos se separaron de las hordas dirigidas por los mongoles para establecerse en las estepas rusas y ucranianas, convirtiéndose en una legendaria fuerza militar al servicio de los terratenientes. Durante la Guerra Civil rusa, combatieron en ambos bandos, destacando por su coraje y ferocidad. Según Nikolái Gógol, siempre les animó “la noble convicción de creer que lo importante era pelear como fuese y donde fuese, pues toda persona de bien no puede vivir sin luchar”. En Tarás Bulba (1835), Gógol no escatima sus rasgos de crueldad con sus enemigos: “mataban niños, amputaban los senos a las mujeres, desollaban a los que dejaban libres arrancándoles la piel hasta las rodillas…”. Los cosacos de Bábel no son menos despiadados. Fusilan a los prisioneros, violan a las mujeres, degüellan a los civiles, saquean a las familias, incendian los pueblos, orinan sobre los cadáveres. Y lo hacen sin mala conciencia, pensando que se limitan a ejecutar las reglas de la guerra. El narrador y testigo de esa violencia es Kiril Vasílievich Liútov, un hombre torpe y menudo con “lentes en la nariz y otoño en el alma”. Es evidente que se trata de un autorretrato, pues Bábel era bajo de estatura, miope e incompetente en las tareas físicas. Quizás por eso llamó a su personaje Liútov, que significa “cruel, implacable, despiadado”. Firmaba sus crónicas para El Jinete Rojo con ese nombre, intentando aparentar la fiereza de un guerrero, pero sólo era un ardid infantil. Bábel hizo todo lo posible para ser aceptado por los cosacos, que le despreciaban por su timidez e inseguridad. No sabemos hasta qué punto se implicó en las atrocidades contra los polacos, pero su relato pone de manifiesto su incomodidad y mala conciencia en un escenario donde la piedad se consideraba una obscena traición.
Caballería roja recrea el horror de la guerra, sin perder de vista la belleza del mundo: “Campos de púrpuras amapolas florecen a nuestro alrededor, el viento del mediodía juega en el centeno que se torna amarillo, el trigo sarraceno se torna virginal en el horizonte como el muro de un lejano monasterio”. La naturaleza conserva su esplendor, pero parece concertarse con los estragos de la violencia: “El sol naranja rueda por el cielo como una cabeza cortada. […] El olor de la sangre de ayer y de los caballos muertos gotea sobre el fresco atardecer”. Los “estandartes del ocaso” flamean como señales de luto, evocando a los muertos”. El Jinete Rojo, periódico patriota y revolucionario, incita a los cosacos a decapitar a los polacos. No hay compasión en una guerra donde padres e hijos luchan a muerte, olvidándose de sus obligaciones mutuas. Bábel nos cuenta la historia de un padre que tortura y mata a su hijo por combatir en las filas bolcheviques. Su otro hijo vengará su muerte, acabando lenta y dolorosa con su progenitor. Son hechos reales, pero se asemejan a los mitos que inspiraron los grandes relatos de la Antigüedad. La religión no puede estar ausente en este drama. Los cosacos alistados en el Ejército Rojo carecen de Dios. No hacen distinciones entre la iglesia ortodoxa y la iglesia católica. Para ellos, sólo son hidras de la decadencia burguesa y sus templos deben ser saqueados, profanados e incendiados. Liútov nos refiere el caso de “Pan” Apolek, un pintor ambulante que pinta frescos en las iglesias, utilizando las caras de los vecinos para ponerle rostro a los santos. Algunos se escandalizan, pero otros opinan que es una forma de santificar al pueblo, fundiéndolo con la gloria divina. ¿No es un acierto representar al apóstol Pablo como un “tímido cojo de negra barba a mechones, el apestado del pueblo”, y a la pecadora de Magdalena como una “mujercilla escuálida”? En medio del caos, cuando las casas quemadas humean y los supervivientes huelen “a sangre cruda y despojos humanos”, la locura –o picaresca- de “Pan” Apolek introduce una nota de ternura, mostrando que en el corazón de los humildes y sencillos se esconde la última reserva de esperanza. Bábel no formula tesis. Sólo nos relata la tempestad de ruido y furia que acompaña a la guerra.
Los cosacos se burlan constantemente de Liútov, llamándole “hijito de mamá” con “gafitas en la napia”. No entienden por qué está en el frente: “Os mandan por las buenas, sin enterarse de que aquí a los que gastan gafas les cortan el cuello”. Liútov lleva a cabo gestos de crueldad, como aplastar la cabeza de un ganso –“crujió bajo mi bota, crujió y sangró”- de una campesina anciana y casi ciega, exigiendo inmediatamente que lo cocine, pero eso no le impide conmoverse con las palabras de un rabino sobre la maternidad: “Todo es mortal. Sólo la madre goza de la vida eterna. […] El recuerdo de la madre alimenta en nosotros la compasión, como el océano infinito alimenta los ríos que surcan el mundo habitado…”. Su sensibilidad no logra inmunizarse ante las manifestaciones de belleza en mitad del caos: “Las manchas cuadradas de las amapolas pintan la tierra, y en los oteros brillan las iglesias destruidas”. Los cosacos no le conceden tregua, despreciando sus intentos de congraciarse con ellos. Cuando un cosaco gravemente herido le pide que lo remate para no caer en manos de los polacos, se niega. Otro cosaco, que asume la triste tarea, le escupe en la cara: “¡Sangre de esclavo!”.
Bábel no oculta el odio de clase de los cosacos, muchas veces antiguos siervos que aprovechan la guerra para reparar agravios. Un cosaco presume de haber pateado durante hora y media a su viejo amo. Descarta dispararle un tiro, pues quiere disfrutar de su sufrimiento el mayor tiempo posible: “Pateo a un enemigo una hora o más de una hora, porque es mi deseo conocer la vida, la vida tal como se halla en nosotros. […] Con un tiro no se llega al alma, no te enteras de dónde se encuentra el alma ni de cómo ésta se muestra”. No hay clemencia para nadie en una espiral de horror que no cesa de girar. En el cementerio judío de Kozin, puede leerse en una lápida enverdecida: “¡Oh muerte, ladrón voraz y codicioso!, ¿por qué no has tenido / piedad de nosotros siquiera una sola vez?”. Polacos, cosacos y campesinos coinciden en el odio a los judíos. Un mujik sostiene que tienen la culpa de todas las desgracias, augurando que después de la guerra sólo quedarán unos pocos con vida. Su deseo de exterminarlos parece una profecía que se cumplirá años más tarde, cuando los nazis perpetren el mayor pogromo de la historia. Contagiado por la barbarie dominante, Liútov implora al destino que le enseñe “el más simple de los saberes: saber matar a un hombre”. Sin embargo, la ternura de una madre con su hijo enfermo, “un niño mudo con la cabeza blanca, hinchada y deforme”, le invita a alejar los malos pensamientos.
No sirve de nada buscar cobijo en nobles fantasías. El paisaje cada vez se oscurece más, como si un luto eterno hubiera descendido sobre la tierra: “El otoño había cercado nuestros corazones, y los árboles, difuntos desnudos puestos en pie, se balancean en las encrucijadas”. El ánimo sombrío de Liútov, acentuado por su fracaso como soldado, sólo percibe algo de luz en la plenitud del instante: “Los caballos, después de descansar toda la noche, salieron al trote. Entre los negros trenzados de los robles se alzaba un sol llameante. El triunfo de la mañana colmaba todo mi ser”. Bábel no intenta aplacar el espanto del lector ante la inhumanidad de la guerra, pues tiene el corazón en carne viva. La guerra hace sentir que el hombre es superfluo, insignificante, convirtiendo el desprecio por la vida en un absoluto. Las ideologías totalitarias –nazismo, comunismo- rinden culto a la guerra porque su objetivo último es pulverizar el concepto de persona, implantando una dictadura donde ya no existan ciudadanos libres y responsables, sino individuos diluidos en la masa.
Bábel no pudo vencer al estalinismo como ciudadano, pero sí como escritor, dejándonos un testimonio que revela la miseria de las ideologías totalitarias. Sus restos siguen desaparecidos, pero sus palabras cada día están más vivas.
Nota bibliográfica:
Caballería Roja. Diario de 1920, Isaak Bábel. Traducciones de Ricardo San Vicente y Margarita Estapé. Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 1999.