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En el umbral del siglo XX, Miguel de Unamuno ya hablaba de la crisis del patriotismo español, avivada por la guerra de Cuba. Frente a la “patriotería hipócrita” y huera, abogaba por un sentimiento nacional basado en la solidaridad entre los pueblos. Unamuno deploraba que el desapego a España creciera a la sombra de un cosmopolitismo abstracto y un regionalismo volcado en la exaltación del terruño natal. No advertía en ese cosmopolitismo amor fraternal hacia el género humano, sino un ideal difuso que favorecía indirectamente al “patriotismo de campanario”, donde las banderas se utilizaban para excluir al vecino del irrenunciable proyecto de una vida en común. El nacionalismo estrecho de la burguesía se había aliado con la perspectiva limitada del mundo rural para alumbrar “un regionalismo retrógrado, proteccionista y mezquino”. Ese regionalismo había prosperado gracias a mitos y mentiras sobre el pasado, concebidos para propagar el encono entre las provincias. No se trataba de un sentimiento sincero, sino de una “fantasía literaria” gestada en los grandes centros urbanos por intelectuales y políticos.
Conviene recordar que hasta una fase muy avanzada de la Restauración, no puede hablarse de nacionalismo catalán o vasco. La Renaixença, cuyos máximos exponentes son Joan Maragall, Jacinto Verdaguer y Buenaventura Carlos Aribau, no implicó posturas políticas hostiles a la idea de España. Los federalistas Francisco Pi y Margall, efímero presidente de la Primera República Española, y Valentí Almirall, autor de Lo catalanisme, subrayaban la personalidad de Cataluña, positivista, analítica y democrática frente a Castilla, idealista, abstracta y universalista, sin cuestionar la integridad del territorio nacional. Almirall afirmaba que el “particularismo catalán” no era incompatible con el “patriotismo español”, pues “los catalanes son tan españoles como los demás habitantes de las demás regiones de España”. Enric Prat de la Riba introduce otra perspectiva en 1906, cuando publica La nacionalitat catalana, donde plantea que Cataluña es una nación y España un Estado. Profundamente clerical y simpatizante de Charles Maurras, principal ideólogo de Action Française, un partido monárquico, antisemita, antiparlamentario y contrarrevolucionario, Prat de la Riba osciló entre el independentismo y el confederalismo. Casi al mismo tiempo, surgió la figura de Sabino Arana, que reivindicaba la separación de las provincias vascongadas desde una perspectiva tradicionalista, racista y teocrática. Unamuno denuncia la deshonestidad de los líderes regionalistas, que inventan falsos agravios, falseando la historia.Los que explotan ese juego, preparan el terreno para una “guerra incivil” entre hermanos. Frente a ellos, sólo cabe llamar a la unidad y a la responsabilidad, transformando la enemistad en concordia y solidaridad, lo cual exige un conocimiento objetivo de la historia.
Unamuno escribe con la guerra de Cuba de telón de fondo. En esa época, la Leyenda Negra se recrudece, instigada por la prensa estadounidense para justificar una intervención militar en la isla. William Hearst y Joseph Pulitzer compitieron en la fabricación de bulos, hipérboles y manipulaciones, acusando a las autoridades españolas de exterminar a millón y medio de cubanos en los campos de concentración organizados por el general Valeriano Weyler. Dado que sólo había un millón de cubanos, la cifra puede despacharse como una improbable exageración. Los historiadores la reducen a 170.000, explicando que una gran parte de los fallecimientos se produjeron por el desabastecimiento causado por los ataques de los mambises contra las plantaciones, el ganado y las cosechas. Desgraciadamente, las guerras provocan estas calamidades. Ninguna nación puede presumir de un pasado sin mácula. No hay nada anómalo en la historia de España, salvo el escaso aprecio que sienten muchos españoles por su país. La Monarquía Hispánica se ganó muchos adversarios durante sus años de esplendor, cuando luchaba por preservar la unidad de la Cristiandad, doblemente amenazada por la expansión de los turcos y el éxito de la Reforma luterana. El Imperio español no se apoyaba tan sólo en la fuerza de sus Tercios, el primer ejército moderno europeo y la mejor infantería durante siglo y medio. Como reconoce Voltaire en su Ensayo sobre las costumbres: “Los españoles tuvieron una clara superioridad sobre los demás pueblos: su lengua se hablaba en París, en Viena, en Milán, en Turín; sus modas, sus formas de pensar y de escribir, subyugaron a las inteligencias italianas y desde Carlos V hasta el comienzo del reinado de Felipe III, España tuvo una consideración de la que carecían otros pueblos”. La hegemonía cultural española no es fruto de las lanzas y las picas de los Tercios, sino de sus grandes creadores y políticos: Lope de Vega, Cervantes, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, El Greco, Antonio de Nebrija, Juan de Herrera, Tomás Luis de Victoria, Cristóbal de Morales, el cardenal Cisneros, Isabel la Católica.
Los regionalismos separatistas han explotado la Leyenda Negra para justificar sus reivindicaciones, sembrando un absurdo malestar en la conciencia colectiva. Ni la Inquisición española, ni el descubrimiento de América provocaron más estragos que la represión contra los católicos en los países protestantes o la colonización de América del Norte, África o Asia acometida por Inglaterra y Francia. “Si España fue objeto de críticas feroces, con frecuencia injustas -escribe Joseph Pérez en su ensayo La Leyenda Negra- fue por el lugar que ocupó y por el papel que quiso desempeñar en el mundo en determinado momento de su historia”. La realidad no se corresponde con los mitos fabricados para desacreditar a España. Entre 1540 y 1770, el Santo Oficio sólo condenó a muerte a ochocientas diez personas. La cifra total de ejecuciones se aproxima a los diez mil, una cantidad notablemente inferior al número de víctimas causadas por las guerras de religión en Europa. Sólo durante la Noche de San Bartolomé (24 de agosto de 1572), tres mil hugonotes fueron asesinados en París. La matanza continuó durante los días posteriores hasta sumar diez mil víctimas en toda Francia. En cuanto a la colonización -y evangelización- de América, hasta Voltaire reconoció que fray Bartolomé de las Casas había “exagerado en más de un caso”. No puede hablarse de genocidio, sino de una catástrofe demográfica provocada por las enfermedades, y de graves abusos contrarrestados por las Leyes de Burgos (1512-13), que atribuían a los indios la condición de hombres libres, y las Leyes Nuevas (1542), que combatían los atropellos perpetrados en las encomiendas.
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En 1905, Unamuno publicó un nuevo artículo sobre la crisis del patriotismo español, afirmando con pesar que el problema, lejos de resolverse o atemperarse, se había agudizado. Sus reflexiones sorprenden por su actualidad y clarividencia. Ya entonces, los independentistas catalanes y vascos aseguran que no luchan contra “la nación española […], sino contra el Estado”. Al mismo tiempo, se caricaturiza lo español, reduciéndolo a un folclorismo ramplón y grosero, con unos signos de identidad grotescos: chulería, ignorancia, violencia, superstición, comida indigesta, fiestas sangrientas. Unamuno señala que a él tampoco le agrada lo supuestamente castizo y genuino, pero afirma que la alternativa no es liquidar quinientos fructíferos años de historia colectiva, sino crear opciones regeneradoras que redunden en el bienestar general. Es intolerablemente egoísta alegar que España se hunde y que lo más sensato es cortar la amarra. “No –replica Unamuno, indignado-: el deber es tirar de ella y salvar a España, quiera o no ser salvada. El deber patriótico de los catalanes, como españoles, consiste en catalanizar a España, [ayudándola] a que entre de lleno en la vida de la civilización y la cultura”. Para crear “una conciencia colectiva nacional”, cada provincia debe aportar su genio, su singularidad, su riqueza, sin renunciar a sus tradiciones y costumbres. Uniformidad, no. Pluralidad, discusión, diferencia, divergencia. Sólo de ese modo se superará “la patria chica, siempre chica”, participando en una patria grande con un horizonte para todos. La fuerza centrífuga debe convertirse en fuerza centrípeta.
La periferia debe fecundar el centro, reconociendo su deuda con Castilla, artífice de la nación española. Es un gesto de madurez, de generosidad, de cordura. Unamuno sostiene que el espíritu castellano, herido y debilitado por el nuevo orden europeo surgido tras de la Paz de Westfalia, se afincó en las provincias vascongadas, donde adquirió más profundidad y reciedumbre. El regionalismo nos lleva hacia atrás, hacia los reinos de taifas, donde el vecino litiga con el vecino por un arancel, unas lindes o un camino de paso. El independentismo catalán y vasco quiebra el principio de solidaridad entre las regiones, abandonando a su suerte a las provincias menos afortunadas. “La nación española es una casa que nos ha cobijado a todos y a cuyo amparo nos hemos hecho lo que somos cuantos pueblos hoy la constituimos”. Es altamente significativo que el movimiento regionalista haya surgido en el escenario de las guerras carlistas, principal foco de resistencia a la modernización del país. El regionalismo no es un movimiento progresista, sino una actitud reaccionaria y regresiva. Unamuno apunta que la “catalanización” de España significaría su definitiva entrada en la civilización y el progreso. Pienso que es un comentario injusto, pues España es una de las cunas de la civilización europea y ese mérito debe atribuirse al genio unificador de Castilla. Castilla no participó en la génesis del ideal abstracto de una Europa basada en planteamientos comerciales y jurídicos, sino en la creación de un ideal concreto que sitúa al ser humano en el centro de la vida social, reconociendo su dimensión personal. El humanismo cervantino es la mejor expresión de la cultura española. Para Cervantes, el idealismo es una meta irrenunciable, aunque el mundo real haga todo lo posible para que fracase. La vida debe encararse como una aventura, derrochando ambición, ingenio y compasión. El Caballero de la Triste Figura no es un loco o un insensato, sino el paladín de las buenas causas. Su defensa de un muchacho azotado por su amo, de la bella Marcela o de los galeotes nace del respeto incondicional al otro en tanto persona. El hombre no puede ser juzgado por su utilidad, sino por sus obras. Esa perspectiva no desemboca en la intransigencia, sino en la simpatía por los más vulnerables, pues todos soportamos una naturaleza frágil e imperfecta que nos hace conocer de un modo u otro el fracaso.
El Caballero de la Triste Figura también es el Caballero de la Fe. España se hizo con la razón –de origen griego-, el derecho –heredado de Roma- y la fe cristiana. En España inteligible, Julián Marías nos recordó que el hombre no es un qué, sino un quién. Una persona que vive gracias a su proyecto vital, y que sobrevive por su esperanza de una plenitud sobrenatural. En la medida en que cree en Dios como Padre, percibe al resto de los hombres como hermanos. El nihilismo, que reduce lo humano a lo estrictamente biológico, es una regresión hacia el horizonte limitado de la conciencia animal, donde no hay libertad ni sentido. “España puede ser o no cristiana –escribe Julián Marías-, pero el núcleo históricamente fecundo de lo que ha sido desde los orígenes el proyecto generador de España, la identificación con el cristianismo, pervive aun independientemente de la religión”. El cristianismo siguemuy presente en la sociedad occidental. Se cuestiona la fe con argumentos científicos y racionales, pero subsisten las ideas de esperanza, salvación, piedad, redención, acogida y perdón. En La condición humana (1958), Hannah Arendt señala que el triunfo del cristianismo en el mundo antiguo se debió a que llevó la esperanza a quienes habían perdido toda esperanza, creando una nueva expectativa: el reino de Dios. El futuro se abrió con la buena nueva, pero también el pasado, gracias a la idea de perdón, que permite ir hacia atrás, reparar las heridas y empezar de nuevo. Nada es irreversible, porque siempre es posible reescribir el pasado y abordar el futuro con un proyecto o quehacer. Si cerramos una de esas vías, el hombre cae en la desorientación y el desaliento. Todo parece absurdo e inútil. El mundo se renueva con cada nacimiento. Los griegos no atribuyeron importancia a la fe, una virtud de esclavos, y colocaron la esperanza en la caja de Pandora, asegurando que sólo era un espejismo, una ilusión. “La fe y la esperanza en el mundo –escribe Hannah Arendt- encontró tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: Os ha nacido hoy un Salvador”.
Ha pasado más de un siglo desde que Unamuno escribió sobre la crisis del patriotismo español. ¿Hay alguna fórmula para que España descubra su valor como nación, afronte su pasado sin complejos y encare el porvenir con un proyecto a la altura de los tiempos? Creo que es posible, ejerciendo la memoria histórica, pero sin lastres ideológicos. Una memoria histórica que nos ayude a recordar nuestro genio y creatividad. España creó la novela moderna (Fernando de Rojas, Cervantes), renovó el teatro con obras de inmenso calado estético y espiritual, hizo grandes aportaciones en pedagogía y filosofía moral (Luis Vives), teología y metafísica (Francisco Suárez), derecho internacional y economía (Francisco de Vitoria), arquitectura (Juan de Herrera), pintura (Velázquez, Goya). Su talento inspiró un Siglo de Oro y una Edad de Plata. El siglo XX le debe un puñado de nombres esenciales: García Lorca, Picasso, Buñuel, Ortega y Gasset, Américo Castro, Manuel de Falla, Severo Ochoa. La patriotería altisonante de banderas y campanarios sólo nos aleja de nosotros mismos. El latido más profundo de España está en sus poetas. Miguel Hernández nos dejó unos versos que son una lección de amor filial y que nunca deberíamos olvidar: “España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos / de dolor y de piedra profunda para darme: / no me separarán de tus altas entrañas, / madre. / Antes de morir por ti, pido una cosa: / que la mujer y el hijo que tengo, cuando pasen, / vayan hasta el rincón que habite de tu vientre, / madre” (Madre España, El hombre acecha, 1939).