¿Por qué se mantiene tan vivo el interés por Simone Weil? ¿Se puede hablar de santidad? Quizás. Judía de nacimiento, heterodoxa profesora de filosofía, sindicalista comprometida con la causa de la clase obrera, prolífica autora de una obra que se publicó póstumamente, mística que experimentó la cercanía de Cristo en la abadía benedictina de Solesmes, el eco de sus actos y sus palabras, lejos de debilitarse, crece con el tiempo. Su paso por el frente de Aragón como voluntaria de las brigadas de Buenaventura Durruti le provocó un fuerte desengaño político. Tras contemplar el fusilamiento de un joven falangista, escribió en su diario: “Los nuestros han vertido sangre de sobra. Soy moralmente cómplice. Se están produciendo formas de control y casos de inhumanidad absolutamente contrarios al ideal libertario”. Su experiencia en Solesmes no brota de la nada. En 1937 pasó dos días en Asís. En la pequeña capilla románica del siglo XII de Santa Maria degli Angeli, rezando a solas en el mismo lugar donde lo había hecho San Francisco, “il poverello di Dio”, experimentó una profunda conmoción interior: “algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas”.
Su giro hacia la mística católica profundizó su solidaridad con los trabajadores. Su experiencia como operaria de Renault le reveló la magnitud del sufrimiento en el mundo: “Estando en la fábrica, confundida a los ojos de todos, incluso a mis propios ojos, con la masa anónima, la desdicha de los otros entró en mi carne y en mi alma”. Desde entonces, se consideró “una esclava” y entendió por qué el cristianismo era la religión de los despreciados y oprimidos. No había trabajado por necesidad, sino por solidaridad. Deseaba “pensar con las manos” y bañarse en “la espiritualidad del trabajo” Su débil constitución y su torpeza manual convirtieron su elección en una vivencia sumamente penosa. Poco después, viajó a un pueblo portugués para recobrar fuerzas y contempló por azar una procesión al borde del mar. Las mujeres de los pescadores desfilaban junto a las barcas, con cirios en las manos, entonando melancólicos cánticos. Simone Weil sólo había apreciado esa tristeza ancestral en los cantos de los sirgadores del Volga. “Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo era por excelencia la religión de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos”. Ese sentimiento se exacerbó durante la ocupación nazi de Francia. Desde el extranjero, sintió que debía participar en el sufrimiento de sus compatriotas, compartir la escasez que soportaban. Voluntaria de la Francia del general de Gaulle, se impuso a sí misma restricciones en la comida que afectaron a su precaria salud, precipitando su muerte. Se puede interpretar su ayuno como un gesto de desequilibrio, pero yo creo que es más justo calificarlo como un testimonio. No se puede hablar del dolor ajeno desde fuera. Hay que experimentarlo en las propias carnes, pues “estar fuera de la verdad es la mayor desgracia”. En una carta al periodista y escritor Maurice Schumann, escribe: “la desdicha extendida sobre la superficie del globo terrestre me obsesiona y abruma”. Sólo ve una salida para aliviar esa carga: “participar en el peligro y el sufrimiento”. No le importa arriesgar su vida, pues está firmemente convencida de que “hay que amar a la verdad más que a la vida”.
Un joven obrero, compañero de luchas sindicales, comenta al padre J. M. Perrin, confidente y amigo de Simone Weil: “Jamás ha hecho política. Si todo el mundo fuera como ella, no habría desdichados”. El corazón de la pensadora y mística francesa no se conmovía con abstracciones, sino con el espesor de lo real. Por eso, cuando descubrió la realidad de la Unión Soviética, una dictadura burocrática que pisoteaba los derechos humanos, admitió que se había equivocado y que la liberación de la clase trabajadora no se produciría mediante la violencia revolucionaria. No se mostró menos crítica con las infidelidades de la Iglesia Católica, que en varias ocasiones se había apartado de las enseñanzas evangélicas, aceptando que se utilizara la violencia para combatir otros credos o neutralizar las voces disidentes. No cometió el error de renunciar a su sed de infinito por los errores temporales del ser humano, finito, imperfecto y falible. Eso sí, siempre anheló una experiencia real, concreta, casi sensual, de la trascendencia: “Es preciso sentir la realidad y la presencia de Dios a través de todas las cosas exteriores sin excepción, tan claramente como la mano siente la consistencia del papel a través del palillero y de la pluma”.
Para Simone Weil, los sacramentos nos revelan el vínculo profundo e indestructible entre Dios y el hombre. Pueden resultar misteriosos –o incomprensibles– desde un punto de vista empírico, pero el encuentro con lo divino es real. “Mi corazón –escribe en una carta dirigida al padre Perrin– ha sido transportado para siempre, así lo espero, al sacramento expuesto sobre el altar”. Weil no llega a bautizarse porque cree que no se ha hecho merecedora de ese don. Piensa que su espiritualidad es pobre e insuficiente. Aún le falta humildad, “la más bella, quizás, de las virtudes”. Especula que la gracia se ha adentrado en su interior, pero de una manera silenciosa y enigmática: “Amo a Dios, a Cristo y a la fe católica. […] Amo a los santos a través de sus textos y de los escritos relativos a sus vidas. […] Amo la liturgia, los cánticos, la arquitectura, los ritos y las ceremonias católicas. Pero no siento en modo alguno amor por la Iglesia propiamente dicha, al margen de su relación con todas esas cosas a las que amo”. Estima que el día en que ame a Dios lo suficiente para merecer el bautismo, recibirá esa gracia de una manera u otra. Los sacramentos no acontecen sólo en la escenografía establecida por la Iglesia. Son un don divino y pueden acontecer bajo distintas formas. No es imposible que “el deseo y la privación de los sacramentos puedan constituir un contacto más puro que la participación en ellos”.
Simone Weil jamás se planteó rebelarse contra Dios: “no deseo otra cosa que la obediencia en su totalidad, es decir, hasta la cruz”. No fantasea con la santidad. No es presuntuosa. Se identifica con el buen ladrón y envidia su destino: “Haber estado junto a Cristo, en su misma situación, durante la crucifixión, me parece un privilegio mucho más envidiable que estar a su derecha en la gloria”. Después de su experiencia mística en Solesmes, se considera “tomada por Dios”, que ya había preparado el encuentro al inclinarla hacia la pobreza, el vagabundeo y la castidad. Siempre sintió fascinación por San Francisco de Asís y por la doctrina estoica del amor fati, que incita a aceptar el destino con serenidad, por adverso que sea: “Sé por experiencia que la virtud estoica y la cristiana son una sola y misma virtud”. Cuando leyó los diálogos de Platón, entendió que su filosofía constituía un ejercicio de espiritualidad, de misticismo. Apreció algo semejante en la Ilíada y en los mitos de Dionisos y Osiris. La luz cristiana fecunda toda la Antigüedad con semillas que no brotarán hasta siglos más tarde. Adquirir el hábito de rezar el Padrenuestro a diario, hizo sentir a Simone Weil que el espacio se abría hacia una quietud infinita, cuya paz podemos palpar en el silencio vivo de las iglesias. A veces, mientras reza, “Cristo en persona está presente, pero con una presencia infinitamente más real, más punzante, más clara y más llena de amor que aquella primera vez en que se apoderó de mí”. Cree que “Dios se complace en utilizar los desperdicios, las piezas defectuosas, los objetos de desecho”, como ella misma, tan inconstante e imperfecta. No se atribuye ningún mérito. Todo viene de la gracia de Dios.
Abrumada por sus intensas jaquecas, no reniega del sufrimiento, pues sabe que en el dolor se produce el encuentro más intenso y verdadero con Dios. Todos nos hemos sentido desamparados, como Jesús en la cruz, pero si la capacidad de amar a Dios persiste en ese momento, sin transigir con la rabia y la desesperación, “se acaba por tocar algo que ya no es la desdicha, que no es la alegría, que es la esencia central, intrínseca, pura, no sensible, común a la alegría y al sufrimiento y que es el amor mismo de Dios”. Simone Weil no reclama a Dios la vida eterna, pues le parece suficiente “la sobreabundancia infinita de la misericordia divina”. Sin embargo, cree que en “los velos de la carne” hay “suficientes presentimientos de eternidad” para disipar cualquier duda sobre esta cuestión.
Cree que lo tiene todo, que no le falta nada, que su alegría es perfecta, pero continúa afligiéndole la desdicha de los demás. En esos momentos, su amor a Dios se tambalea, pero se tranquiliza al recordar que Cristo lloró al prever la destrucción de Jerusalén. El dolor está enraizado en el mundo por culpa de la imperfección humana y sólo desparecerá del todo en el reino de Dios. Nos hemos alejado de Dios con el pecado, pero Él no nos ha abandonado. Ser fiel a Cristo no significa comulgar con los errores de la Iglesia, que condenó a Galileo y otros científicos. Ser fiel a Cristo significa actuar conforme a sus enseñanzas. Por ejemplo, un cristiano no reconoce otra patria que “el universo mismo, con la totalidad de las criaturas racionales que ha contenido, contiene y contendrá. Esa es la ciudad natal digna de merecer nuestro amor”. Dicho con más claridad: “hay que ser católico, es decir, no estar ligado por un hilo a nada creado, sino a la totalidad de la creación. Esta universalidad pudo antaño estar implícita en los santos, incluso en su propia conciencia. Podían implícitamente hacer lugar en su alma, por un lado, al amor debido a Dios y a toda su creación y, por otro, a las obligaciones hacia todo lo que es más pequeño que el universo. Creo que San Francisco de Asís y San Juan de la Cruz fueron así. Por eso ambos fueron poetas”.
A Simone Weil le atormentaba la idea de ser “una higuera estéril”. Se describía a sí misma con poco afecto: “Tengo el color de las hojas muertas, como ciertos insectos”. Sabemos que no es así. Su obra no cesa de producir frutos. Desde su muerte su escritura nos ha regalado un inédito tras otro. Su intensa trayectoria vital es un estímulo –o un aguijón–, incluso para los que carecen de fe y se muestran escépticos ante cualquier forma de compromiso. Algunos advierten un trasfondo patológico en sus actos, pero yo sólo aprecio una insobornable búsqueda de la verdad. Creo que somos muchos los que nos cobijamos bajo sus palabras, sintiendo que aplacan la angustia de una época oscurecida por el pesimismo y la incredulidad. El siglo XXI, huérfano de certezas, parece hambriento de Simone Weil. En cierta manera, vivimos a la espera de vidas ejemplares que disipen nuestros miedos, abriendo nuestra mirada a la alegría y la esperanza. No creo que Simone Weil conociera la obra de Ernestina de Champourcin, pero tengo la impresión de que sus corazones latían acompasados. Aunque salieron de la pluma de Champourcin, los siguientes versos podrían reflejar indistintamente el fondo último de sus textos, pues ambas concibieron la escritura como un acto de amor a Dios y al hombre:
“Yo quisiera olvidarme del mar y sus senderos,
de la llanura abierta a los sueños más vastos
para anegarme en Ti, en tu paz y en tu fuego,
en el combate inmóvil de tu luz con mi alma.
Y perderme, Señor,
perderme para siempre en ese rincón mío
donde esperan tus manos pacientes y calladas
para ceñirme toda y limpiarme de nuevo,
enjugando en mis sienes el polvo de la vida”.