Jorge Luis Borges no fue un poeta maldito, pero –al igual que Rimbaud y Baudelaire- ejerció el terrorismo estético e intelectual. No lo hizo de forma inconsciente, sino deliberada y perversamente. Con falsa modestia, afirmó: “Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística”. Escéptico en materia religiosa, describió a Dios como “la máxima creación de la literatura fantástica”. Anglófilo imperturbable, nunca ocultó su escasa simpatía por la literatura española. Sus juicios son escandalosamente inmisericordes: el estilo de Cervantes es reiterativo, prosaico y “deficiente”; Baltasar Gracián se limita a enhebrar “lastimosos retruécanos”; la prosa de Pío Baroja sólo puede admirarse, si se compara con la de Ricardo León o los tristes imitadores de Cervantes; Antonio Machado describe Castilla con la trivialidad de un turista; la poesía de García Lorca es puramente “decorativa”. Estas diatribas no le impidieron elogiar a Garcilaso, fray Luis de León, san Juan de la Cruz, Quevedo y Jorge Guillén.
Borges no odiaba. Aborrecía con desdén y elegancia. Fue uno de los escasos intelectuales que condenó la Revolución cubana desde sus inicios. Conservador sin complejos, no perdió el humor cuando un alumno le amenazó con cortar la luz del aula en mitad de una clase por negarse a tolerar un homenaje al Che: “Adelante. He tomado la precaución de ser ciego, esperando este momento”. Borges amaba el ajedrez, detestaba el fútbol, no comprendía el nacionalismo, desconfiaba del catolicismo –“un conjunto de imaginaciones hebreas supeditadas a Platón y Aristóteles”- y había aprendido a resignarse ante el fatal hecho de ser Borges. Cuando conoció la fama, pensó que tal vez sólo era una “alucinación colectiva”, una ilusión que a duras penas soportaría el contraste con la realidad. Concebía el paraíso con forma de biblioteca y nada le proporcionaba tanta felicidad como sentir “la gravitación silenciosa” de los libros. La realidad le parecía mucho menos interesante que el saludable y mágico hábito de leer: “¿Me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano”. El aprecio por la biblioteca heredada de su padre y, más tarde, ampliada por su incorregible y autocomplaciente bibliofilia, le exigió desterrar sus propios libros de las estanterías donde había colocado a los clásicos: “¡Cómo voy a codearme yo con Conrad o con Platón! Sería ridículo”. Cuando su amiga Alicia Jurado escribió un ensayo sobre su obra y le animó a leerlo, le agradeció su esfuerzo, pero declinó la sugerencia, alegando que el tema central le resultaba desagradable. Le admiraba causar sorpresa por no llevar un bastón blanco, pues su ceguera le impedía apreciar colores. No le parecía lógico adoptar una convención que no obedecía a sus preferencias personales. No se consideraba desdichado por haber perdido la visión. La ceguera se parece a la vejez, donde vivir es recordar o, mejor aún, imaginar. En la oscuridad, todo se aleja y difumina, adquiriendo una resonancia nostálgica que incita a la melancolía.
Borges aborrecía, pero también amaba. Prefería el breve ensueño de un cuento al fatigoso simulacro de la novela, que emplea toda clase de recursos y artificios para duplicar el mundo real. Admiraba a Rubén Darío, que “renovó la métrica, las metáforas y lo que es harto más importante, la sensibilidad; cuanto se ha hecho después, de este o del otro lado del Atlántico, procede de esa vasta libertad que fue el modernismo”. Celebraba el genio de Rafael Cansinos Assens, “un maestro oral” que saludaba a las estrellas en diecisiete idiomas clásicos y modernos. Pensaba que la Divina Comedia era “la cumbre de toda la literatura”. Admitía que su género literario favorito era la enciclopedia, pues ningún relato policial podía igualar sus dosis de intriga y misterio. Su orden alfabético nos depara una sorpresa tras otra. Nadie podría anticipar lo que leerá en la siguiente página, pues la mera sucesión de palabras produce arbitrarios contrastes y felices proximidades. Borges nunca escatimó palabras de elogio a la figura del gaucho. Su tarea, valerosa y ardua, consistió en “debelar el duro desierto, imponer su divisa en las patriadas, pelear –gaucho matrero o gaucho montonero- con la inconcebible ciudad”. El gaucho encarna el espíritu trágico de la épica, un género que se halla en los orígenes de la literatura y que en nuestros días ha sido salvado “de manera extraña” por el western: “Hollywood ha tenido el mérito de crear esa mitología del caballero solitario, del vaquero de las grandes explanadas”.
Borges nunca se atribuyó la clarividencia del hombre vanidoso que cree estar en posesión de la verdad. Solía repetir que era “rico en perplejidades”, no en certezas: “No estoy seguro de nada, no sé nada. Ni siquiera sé la fecha de mi muerte…”. Entre sus escasas certidumbres, incluía la convicción de que el único tema de la literatura es el hombre en sus distintas facetas. Conrad ambienta sus novelas y cuentos en los siete mares. Proust recluye a sus personajes en salones, hoteles y palacetes. La diferencia de escenarios no afecta a lo esencial: explorar la naturaleza humana, escarbar en su intimidad, conocer sus pasiones. Borges nunca deseó vivir eternamente. Sólo aceptaría la inmortalidad “a condición de olvidar todas las circunstancias de esta vida, incluso el nombre”. Siempre se mostró escéptico sobre el destino de su obra, una miscelánea que había explotado el poder metafórico de ciertas imágenes o vivencias, como el libro, el laberinto, el espejo, el tigre, la espada, la brújula, las ruinas circulares, los sueños. Su fervor por ciertos autores completó su orbe literario, un territorio donde cada página remite a otra página previa y prefigura una futura que no cesa de escribirse. Describió a Quevedo como “un sentidor del mundo, […] una realidad más”. En las “aventuras verbales” que emprendió, bulle el alma española, “cuyo latido de vivir es tan fuerte que sobresale del rumor numeroso de las otras naciones”. Alabó a Paul Valéry por cultivar “las secretas aventuras del orden” en un tiempo que venera el caos, la desmesura y la estridencia. Destacó el encanto y la “invulnerable inocencia” de Oscar Wilde. Advirtió que Chesterton nadaba en las mismas aguas que Poe y Kafka: “algo en el barro de su yo propendía a la pesadilla, algo secreto, y ciego y central”. Confesó que las populares novelas de H. G. Wells fueron los primeros libros que leyó y especuló que tal vez serían los últimos. Aventuró que Kafka creó a sus precursores y apuntó que la obra de Bernard Shaw “deja un sabor de liberación”. Podríamos añadir otros nombres entre los autores que concitaron su admiración y gratitud: Walt Whitman, Stevenson, Paul Grossac, Leopoldo Lugones, Poe, Melville, Kipling.
Borges es demasiado refinado para encajar en la categoría de energúmeno. Su terrorismo intelectual es simple fuego de artificio, inofensiva y colorida pirotecnia. A pesar de sus ironías sobre la democracia, reconoció que siempre era preferible a una dictadura, con su cortejo de opresión, servilismo, crueldad y abominable estupidez. En 1939, afirmó que la victoria de la Alemania nazi “sería la ruina y el envilecimiento del orbe”. Borges era conservador, no reaccionario. Sus juicios literarios reflejan la insatisfacción de un creador que hizo sus primeras piruetas en la rigurosa poética del ultraísmo, donde se proscriben los adjetivos inútiles, las confesiones íntimas y el sentimentalismo. Ferozmente individualista, Borges inventó su propia poética, abandonando la disciplina de las escuelas literarias. Su visión del hecho estético sólo podía ser estrictamente personal y, por lo tanto, intempestiva. Se atrevió a decir lo que pensaba, pero también matizó sus juicios. La prosa de Cervantes siempre le pareció pedestre, pero admitió su eficacia para conmovernos y sorprendernos con las peripecias de Alonso Quijano, cuya humanidad introduce una asombrosa novedad en la historia de la literatura: “Antes de Don Quijote, los héroes creados por el arte eran personajes propuestos a la piedad o la admiración de los hombres: Don Quijote es el primero que merece y que gana su amistad”. He de admitir que yo siempre he experimentado algo semejante con Borges. En su obra, no hay un personaje excepcional e inolvidable, un Don Quijote o un Hamlet. Lo extraordinario es el propio autor. Umberto Eco lo advirtió y le convirtió en uno de los personajes principales de El nombre de la rosa.
Detrás de la ironía y el aire distinguido de Borges, había un hombre tímido y, según sus propias palabras, “desagradablemente sentimental”. En lo biográfico, Borges no es Rimbaud ni Baudelaire. Su peripecia vital carece de excesos. Sus desafueros sólo son verbales y delatan una ardiente pasión por la literatura, capaz de hacer saltar chispas cuando se topa con una frase grandilocuente, un epíteto previsible o un dogma intolerante. “Fino, ecuánime, sonriente”, por utilizar palabras de Cansinos-Assens, cometió ciertas ingenuidades en el terreno de la política. Declaró que prefería la espada a la “furtiva dinamita”. Apoyó las dictaduras que combatían el comunismo, pero rectificó cuando conoció los crímenes cometidos bajo los gobiernos de Pinochet y Videla.
Borges era una anarquista existencial, un espíritu civilizado que condenó el nacionalismo, el racismo y el caudillismo, un agnóstico escrupuloso, un conversador exquisito y un maestro que no deseaba crear escuela. Vivió y murió en la biblioteca de su padre, felizmente extraviado en el infinito de los libros. Algunos pensamos que sigue allí, agazapado en una fecunda oscuridad, con la flor de Coleridge en la mano, preguntándose si la recogió en un sueño o en un jardín de Buenos Aires.