Las escritoras de la Generación del 27 han sufrido el injusto agravio de no ser reconocidas como un grupo tan creativo como el elenco de hombres que ocupan un lugar destacado en la historia reciente de nuestra literatura. Podemos destacar algunos nombres, disculpándonos por no citar todos para no prolongar excesivamente una nómina rebosante de talento: María Teresa León, María Zambrano, Rosa Chacel, Carmen Conde, María de Maeztu, Elena Fortún, Ernestina de Champourcin. Ernestina de Champourcin es la voz mística más original del siglo XX español, pero hoy pocos la recuerdan. Su poesía es un diálogo interminable con Dios. Se ha acusado a sus libros de carecer de unidad, pero quizás sería más exacto decir que la sensación de totalidad sólo se obtiene cuando se lee su obra completa. Su poesía no es un simple ejercicio de piedad religiosa, sino la búsqueda de un absoluto moral y estético. Casada con Juan José Domenchina, marchó al exilio al finalizar la guerra civil. Desde joven, luchó por la igualdad y la dignidad de la mujer. Se involucró en las actividades del Lyceum Club Femenino y, ya en México, apoyó iniciativas para mejorar la formación de las mujeres indígenas e incorporarlas a la vida cultural. Su identificación tardía con el tradicionalismo católico ha difuminado su talante abierto y liberal. Desde una perspectiva global, podemos decir que Champourcin se movió en todas sus etapas por la necesidad de hallar un sentido a la historia y el cosmos, rechazando la perspectiva del “aquí y ahora”, que sólo reconoce trascendencia al instante.
En su correspondencia con Carmen Conde, elogia las teorías literarias de Henri de Brémond (“lo más elevado que he leído sobre poesía”), la obra de Mallarmé (“realiza plenamente el ideal de la poesía pura”) y el Cantar de los Cantares, donde misticismo y poesía se confunden con una ebriedad solar, dionisíaca. “Sólo creo en Dios y en la belleza –confiesa Ernestina a Carmen Conde–. No me queda sitio para nada más. ¡Ah! Y en amistades de carácter espiritual como la nuestra, sin distinción de sexos”. Ernestina concibe la experiencia religiosa en un sentido amplio y poético. Su devoción –matiza– “es más bien misticismo; cierto fondo de exaltación que aplico de un modo especial a todas las cosas. Por ejemplo, siento a Dios más cerca al escribir un Poema que rezando ante imágenes […]; vuelvo a repetírtelo: para mí Dios es la Belleza”. Ernestina no era una mujer conformista, sino un espíritu rebelde. No aceptó la tutela de su aristocrática familia, que le recriminó apoyar a la Segunda República. No se alineó con ninguna vanguardia, pese al interés que le suscitaron como escritora. En su única novela, La casa de enfrente, no justificó ni ocultó los crímenes de las milicias revolucionarias en el Madrid sitiado por los militares sublevados. No se sometió al materialismo imperante, que aconsejaba celebrar la finitud y olvidarse de la eternidad. Siempre buscó la pureza y el infinito. “El lirio es la flor simbólica de nuestra juventud –escribe–. Ávida, tensa, en el afán supremo de huir; empeñada en buscarse a sí misma lejos, entre la flecha inmóvil de lo infinito”. El infinito parece algo lejano e inaccesible, pero quizás sólo hace falta “un minuto de soledad” para sentir su cercanía: “Nunca veo a Dios tan cerca de mí como estos instantes de mi soledad, que se dilatan ávidos hasta el umbral quieto de lo desconocido”. En esos instantes, “Dios se reclina en nosotros, amplio y fuerte, volcando en el crepúsculo un cáliz de belleza”.
No debemos buscar el infinito en lo abstracto, sino en lo que “sólo puede ser nuestro”. Es decir, en esa subjetividad que dialoga con el mundo y con los otros, emocionándose con un rosal, una golondrina o un niño. Ernestina canta a la naturaleza porque advierte en ella las huellas de lo divino, anticipando tal vez la experiencia de la eternidad: “El paisaje que siento íntimamente, cuando es bello, me incorpora a su luz, a su gracia, y no pienso en mí, ni siento personalmente”. Esa sensación sólo puede explicarse torpemente con palabras. El poema es la faz visible de algo inefable. Ernestina no concibe la poesía como una expresión subjetiva, sino como una forma de comunión con los otros: “¡sólo escribiendo sé darme por completo!”. Con una curiosidad insaciable y una sensibilidad atenta a cualquier atisbo de belleza, leyó con pasión a Juan Ramón Jiménez, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Gabriel Miró y Rosalía de Castro, sorteando sin dificultad los abismos que separaban a unos autores de otros. Donde la crítica apreciaba contrastes insuperables, Ernestina descubría secretas analogías. Lejos de apreciar antagonismo entre el sensualismo y el misticismo, fundió ambas experiencias en una poesía que reivindicaba una rebeldía existencial sostenida por el sentimiento de fraternidad y solidaridad con las distintas formas de vida. No simpatizaba con la estética fría y cerebral de Valéry, que postulaba una belleza abstracta y desencarnada. La poesía de Ernestina no es una relación de vivencias personales, pero compone una sincera autobiografía espiritual que excluye lo categórico y evidente: “Cuando todo el mundo define y se define, causa un secreto placer mantenerse desdibujado entre los equívocos linderos de la vaguedad y la vagancia”. Su poesía nace como una eclosión, crece al tacto del amor humano y desemboca gozosa en el amor trascedente. La eclosión se produce al contacto con las diferentes formas de belleza. Madura en el amor al otro y fructifica en la determinación de trascender, de ir más allá del simple existir. En su ascenso hacia la plenitud del ser, hay ecos de tradiciones religiosas ajenas al catolicismo: “la unión del alma con Dios era la paz, el olvido; suponía el alejamiento del vivir cotidiano, la gracia incomparable del no ser”. La influencia del último Juan Ramón se hace presente en estas líneas. Lo divino no es una revelación, sino una experiencia estética que permite trascender el yo para anonadarse en la totalidad. Dios no es una persona, sino una vivencia cósmica que vacía nuestra subjetividad. Se cierra de este modo el itinerario que comenzó buceando en los estratos más profundos del alma. Es necesario bajar hasta lo más hondo y personal para alcanzar lo superior e impersonal, donde el yo se diluye en el nosotros.
Ernestina no sentía ningún aprecio por las categorías del intelecto: “Carezco en absoluto de conceptos. La vida borró los pocos que disponía, y hasta ahora no tuve tiempo de fabricarme otros nuevos”. No le preocupa incurrir en paradojas. No se considera una pensadora, sino una voz que expresa su experiencia del amor humano y divino. En silencio (1926), su primer libro, se dirige a un “tú” cuyos “labios murmuran / ternuras infinitas, creadas para mí”. La “agonía callada”, los “afanes rotos”, “la angustia del ideal perdido”, sólo se aplaca al vislumbrar la posibilidad de un afecto correspondido. No se trata de un amor encarnado, concreto, sino de un anhelo que fantasea con la complementariedad perfecta. Sin el otro, el alma naufraga en la melancolía. En esta época, Ernestina se mueve entre el simbolismo y el neorromanticismo, sin excluir el modernismo templado por el magisterio de Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. Su estilo sintetiza con indudable acierto los hallazgos de estas corrientes literarias. El paso de una estrella fugaz enciende el corazón con “fulgor de topacio”. No hay desgarro, sino un dulce pesar que “desteje su leyenda ingenua y peregrina”. En “la paz otoñal” se escucha “el pisar doliente de la vida”. El carácter efímero de la vida acecha incansablemente a la conciencia. Nada permanece. Cada crepúsculo anuncia la caducidad de todo lo que existe. Cada vez que pasa un instante, “la campana del mundo tenuemente desflora / la agonía sin fin de ese algo que ha muerto”. El silencio siembra luto y desamparo. La lluvia de marzo abre llagas. Las cañerías, “borrachas de agua, de aire y de viento” gimen, invocando “el pensar fecundo / de un arte sincero”. Ernestina compara su existir con “una lluvia de rosas”. Aunque todavía se mantiene en el horizonte del amor humano, ya intuye que la última estación de los afectos es Dios: “Quiero cerrar los ojos y mirar hacia dentro / para verte, Señor”. Con fervor místico, Ernestina se dirige esta vez a un “Tú” para pedir la iluminación del saber esencial: “Enséñame a sufrir, ocultando mis lágrimas, / guíame para amar, / poniendo en la belleza de todos mis amores / el sello de tu paz”. Inmediatamente después, Ernestina desciende al “tú” inicial: “Yo sé que pasarás, más rápido que un sueño, / llevándote prendida mi alma de mujer”.
La búsqueda del amor casi siempre alimenta el desengaño, pues raramente conseguimos la dicha que tanto deseamos. Sin embargo, renunciar al ideal nos confina en lo “lo pequeño, claro y mustio”. Es mejor buscar la belleza, aunque la ruta sea terrible y las ganancias escasas. “Prefiero mis quimeras tejidas en / dolor”, proclama Ernestina. Sabe que su actitud exigente suele producir hastío y abandono: “Me dejaron sola… / […] se cansaron pronto / de mi amor austero, / de mis gravedades…”. Ernestina se dirige otra vez al “Tú”: “Sólo he de escuchar / a mi amado eterno, mi esposo inmortal, / el hondo silencio”. Para el poeta, no hay otro hogar que “el llanto divino del último ensueño”. En silencio, ya contiene los grandes temas de Champourcin: el amor, la soledad, Dios. Su estilo no delata la inexperiencia del debutante, pero sí las vacilaciones de una obra que da sus primeros pasos. Su orbe poético aún está en ciernes, con las palabras a la intemperie, esperando un techo que las cobije y evite su dispersión. Ernestina ha empezado un camino que soportará toda clase de inclemencias, pero ya ha fraguado un tono, una manera, que aúna transparencia, hondura, autenticidad y rigor formal. El primer libro casi siempre es el más imperfecto, pero también el más sincero. Champourcin nos deja muy claras sus intenciones: no formar parte de “las almas frías desnudas de ensueño” y no renunciar jamás a las quimeras, aceptando sus espinas y sinsabores. El tiempo le reservaba experiencias muy amargas, como la guerra, el exilio, la pérdida prematura de su marido y la soledad de una vejez sin hijos, pero en sus primeros versos hay júbilo, luminosidad y una enorme ternura: “Quisiera ser un ramo / de lilas blancas / y acariciar la sombra / de tu mirada”. La joven Ernestina nos invita a celebrar la vida, sin ocultar sus regiones de penumbra. Su voz se transfigurará con los años, pero jamás claudicará ante el pesimismo y la desesperanza. “Quiero ser un manojo / de lilas blancas / y sembrar tus caminos / de flores castas”, clama en estos versos tempranos. Su poesía siempre se mantendrá fiel a ese ideal de pureza, claridad y delicadeza, aceptando el tributo de incomprensión reservado a los poetas que sólo atienden a las exigencias del corazón.