Léon Bloy nació en el siglo equivocado. Muchos le han comparado con los profetas más airados del Antiguo Testamento. Tras leer sus diatribas y exabruptos, Kafka comenta: “Es el profeta de los tiempos modernos, ante los cuales todos los demás parecen mudos. Vitupera mejor que los profetas; su fuego se alimenta de todo el estiércol de nuestra época”. Jorge Luis Borges abunda en este punto de vista: “Desdichadamente para su suerte y venturosamente para el arte de la retórica, se hizo un especialista de la injuria”. Bloy consideraba que el mundo moderno era el reino de Satanás. El demonio había introducido aberraciones como el sufragio, la democracia, la tolerancia, el materialismo, la ciencia, el feminismo, la república, el fonógrafo, el socialismo, el amor a los animales y el divorcio –la máxima perversión imaginable- para destruir la herencia cristiana.
Sediento de justicia e inflamado de ira, no concebía otra salvación para el mundo que un profundo exorcismo. Admirador de Joseph de Maistre, supremo sacerdote del pensamiento contrarrevolucionario, se atribuía el papel de verdugo de tartufos y bellacos. Desde su punto de vista, Dante es “un pensador nulo con alma de periodista teológico”, Víctor Hugo, “un anciano senil y avariento”, Tolstói, “un célebre majadero moscovita”, y Zola, “el cretino de los Pirineos”. Entre las naciones, Francia es el pueblo elegido. El resto deben resignarse a vivir –en cuerpo y alma- de sus migajas. Inglaterra es un país especialmente pérfido, “una isla infame […], cuantos más ingleses revienten, más resplandecerán los serafines”. Los frutos de la Ilustración son veneno para el espíritu. Por su culpa, vivimos en “una sociedad sin Dios”. Europa solo se salvará regresando al espíritu de la Edad Media, donde los señores temían a Dios y vertían su sangre para salvaguardar el pan y la libertad de sus vasallos. El optimismo de algunos católicos es tan ridículo e ineficaz como las utopías políticas. La ciudad de Dios sólo podrá levantarse con la ayuda de la providencia y el fragor de la espada: “Ya solo espero a los cosacos y al Espíritu Santo”.
El mendigo ingrato
El “Mendigo ingrato”, uno de los apodos de Léon Bloy, nació en 1846 en Périgueux, Nueva Aquitania. Hijo de un ingeniero masón, anticlerical y volteriano, su madre era mujer extremadamente piadosa de ascendencia española. En su juventud, Bioy profesó un ateísmo rabioso e intransigente: “Hubo un momento en el cual el odio por Jesús y por su Iglesia fue el único pensamiento de mi intelecto, el único sentimiento de mi corazón”. A los veintitrés años se mudó a París, donde flirteó con la Comuna y las ideas revolucionarias. Se dedicó a leer con fervor a Rimbaud, Verlaine y Barbey d'Aurevilly. El encuentro en 1867 con Barbey d'Aurevilly fue determinante. Elegante, refinado, reaccionario, “el Condestable de las letras francesas” le fascinó a simple vista. “¿Qué quiere, joven?”, le preguntó Barbey. “Contemplarlo, señor”, contestó Bloy. D'Aurevilly lo acogió bajo su protección en calidad de secretario y, en poco tiempo, logró que reemplazara sus convicciones revolucionarias por un firme catolicismo. Sin embargo, Bloy no estaba llamado a convertirse en un burgués con una vida apacible y ordenada. Enamorado de una prostituta, logró que su amante abrazara el catolicismo, pero la desdichada mujer enloqueció y acabó sus días en un manicomio. Bloy pidió cobijo en un convento trapense, pero el prior consideró que el lugar del escritor era el mundo y no el retiro monástico. Bloy volvió a enamorarse, esta vez de una protestante danesa con la que se casó y a la que también convenció para que se hiciera católica. Engendraron cuatro hijos, de los cuales dos murieron prematuramente a causa de las penalidades materiales.
Autodidacta, Bloy aprende latín por su cuenta y lee sin descanso las Sagradas Escrituras, adquiriendo una vasta cultura bíblica. Empieza a escribir, pero su tendencia a cosechar enemigos le acarrea la progresiva exclusión del parnaso de las letras. No disimula su intolerancia: “Todo lo que no es estrictamente, exclusivamente, rematadamente católico, debe ser echado a la basura”. Ese fervor no debe confundirse con sumisión ciega a las directrices del clero. En sus Diarios, escribe: “Afirmo categóricamente que el mundo católico moderno es un mundo réprobo, condenado, un espejo de ignominia donde Nuestro Señor Jesucristo no puede mirarse sin sentir miedo, como en Getsemaní”. Su opinión sobre Lutero es infinitamente peor. El protestantismo es una herejía. Lutero “encarna maravillosamente la bestialidad, la incapacidad radical para comprender las cosas y el pútrido orgullo de todos esos bebedores de meada de vaca”. La “meada de vaca” es la cerveza. Bloy sabe que es impertinente y desconsiderado: “Yo rezo como un ladrón que pide limosna a la puerta de una granja a la que quiere prender fuego”. Sueña con restaurar el espíritu monástico de los siglos XI y XII. Su primera novela, El desesperado (1886), es un ataque furibundo contra el modernismo religioso, que intentó reformar el catolicismo, buscando el diálogo con las nuevas tendencias de la filosofía y la ciencia. Para Bloy, la realidad es un texto elaborado por Dios, que interviene incluso en lo más ínfimo. La palabra divina modela el cosmos y regula sus incidencias. Devoto de laVirgen de la Salette, aparecida a dos pastorcillos el 19 de septiembre de 1846, Bloy opinaba que se había sobrevalorado el santuario de Lourdes. Enemigo de la democracia liberal, admiraba a Napoleón, al que dedicó un libro, El alma de Napoleón. Napoleón partió de la nada y conquistó el mundo. Su gloria no le sirvió para ahuyentar la soledad que le atormentó toda su vida.
Para Bloy, la historia es un vástago de la Caída. Todo el devenir de la humanidad está contaminado por la sombra del pecado. El conformismo de Paul Bourget le pareció tan inaceptable como el decadentismo de Huysmans. No ignoraba que escribir no es un privilegio: “Si el Arte está en mi equipaje, peor para mí”. La teología de Bloy es sombría, trágica, mística: “La Pobreza es el Rostro mismo de Cristo”. En La mujer pobre (1897), su segunda novela, leemos: “El pobre siempre vencido, escarnecido, abofeteado, violado, maldecido, destrozado, pero sin morir jamás, arrojado a puntapiés debajo de la mesa, como una basura, sin tener una sola hora de tregua”. Jesús, el mayor Pobre, sigue en la Cruz. “Su agonía durará hasta el fin del mundo”. Nuestro deber es permanecer en vela, arrodillados y hacer penitencia, sin olvidar que entre todos hemos crucificado a Dios.
La literatura de Bloy ejerce una poderosa fascinación. Después de leer La mujer pobre, Jacques Maritain y su esposa Raissa se pusieron en contacto con Bloy, manifestando su deseo de acercarse al catolicismo. En una carta, Raissa confesó que había caído en la desesperación, pues buscaba a Dios y no lo encontraba. Bloy respondió: “¿Por qué continuar buscando, amiga mía, si ya lo ha encontrado? ¿Cómo podría usted amar lo que escribo si no pensara y sintiera como yo?”. Los Maritain se bautizaron como católicos el 11 de junio de 1906. Léon Bloy fue el padrino. Más adelante, Jacques Maritain escribiría: “Para mí la vida se divide en dos partes: la que precede y la que sigue a mi encuentro con Léon Bloy”.
Feroz en sus opiniones, el corazón de Bloy se vuelve compasivo ante el espectáculo del sufrimiento, particularmente cuando afecta a los niños. Desde la Caída, el mundo es una herida que gime desconsoladamente. La muerte alcanzó a Léon Bloy el 3 de noviembre de 1917 en Bourg-la-Reine. Murió como vivió: en la pobreza y con escasos amigos por culpa de su temperamento colérico e inflexible. Pienso que no era un energúmeno, sino un loco o, lo que es casi lo mismo, un niño.
El peregrino del absoluto
Léon Bloy dijo que su conversión al catolicismo le dejó clavado en la puerta de la iglesia, como una gaviota alcanzada por una flecha. Barbey d'Aurevilly le alejó de ese catolicismo blando y sentimental que siempre le inspiró desconfianza. El catolicismo no es una doctrina amable, sino un yunque que forja a los hombres a base de martillazos. El primer error de los católicos que contemporizan con la modernidad es traducir la Biblia. Hay que leer la Vulgata, pues “el latín es la lengua de Dios, la lengua del precepto y la plegaria. Es indiscutible que los pueblos, lo mismo que las personas, valen en la medida de su cultura latina”. Auténtico mago de la prosa, Léon Bloy concibió su estilo como una impugnación de los lugares comunes. De hecho, una de sus obras más célebres es su Exégesis de los lugares comunes, donde su furor alcanza asombrosas cotas de ingenio. Como siempre, su ira se ensaña con la burguesía: “Los principios en los que cabalga el burgués son inigualables, insuperables corceles de la muerte, y él los aloja en la cuadra de su corazón”. Estar entre burgueses es como morar “entre escolopendras y chinches”. En sus Diarios, su odio hacia pudientes, usureros y tenderos transita por todas las formas del oprobio y el libelo. Sus dardos también apuntan a clásicos como la Comedia de Dante o el Quijote. La figura de Sancho le parece odiosa, vulgar y antipoética. Las visiones de Dante son baladíes si se comparan con las visiones de Ana Catalina Emmerick, la monja canonesa agustina que describió minuciosamente el Cielo y el Infierno, la Caída y el Paraíso, la vida de la Virgen y la Crucifixión. Los estadounidenses presumen de su prosperidad, pero su progreso solo es una forma de barbarie. Un americano se mofa con insolencia de la espiritualidad francesa: “En París tienen ustedes la Venus de Milo, pero en Chicago matamos cien mil cerdos al día”. En un tiempo de decadencia, mirar al pasado puede ser un consuelo, pero cuando regresamos a los escenarios de nuestra niñez, muchas veces descubrimos que las cosas ya no son las mismas. Todo ha cambiado y el contraste entre nuestros recuerdos y el presente destruye el sentimiento de familiaridad que nos ligaba –por ejemplo- con nuestra ciudad natal. Escribe Bloy: “Périgueux. No sienta bien volver a ver, a los setenta y cuatro años, las cosas amadas y admiradas en la infancia”. Las últimas anotaciones de los Diarios de Bloy transmiten un hondo patetismo: “La pena del alma es grande. […] Soy tan desdichado desde hace tantos años”.
Bloy consideraba que La salvación por los judíos (1892) era su obra más lograda, el libro con el que le gustaría comparecer ante Dios el día del Juicio Final. Indudablemente es una obra extraordinaria, pero sus prejuicios contra el pueblo judío menoscaban gravemente su grandeza: “Desde el punto de vista moral y físico, el judezno moderno parece ser la confluencia de todas las fealdades del mundo”. La Edad Media obró con sensatez, recluyéndolos en “apriscos” e imponiéndoles un atavío infamante. Los judíos jamás podrán ser “nuestros semejantes. […] Judas es su tipo, su prototipo y su supertipo o, si se quiere el cierto paradigma de las innobles y sempiternas conjugaciones de su avaricia”. La salvación de los pueblos se retrasa por la diabólica malicia de los judíos. Su pestilencia ha corrompido el alma de los pueblos, reemplazando el sentido del Honor por el deleznable Crédito. Pese a todo, Bloy se opone a la violencia contra los judíos. “Gigantes de la ignominia”, los más fieles devotos de la heroica y cándida Edad Media intentaron exterminarlos, sin comprender que Dios los había señalado con el estigma de Caín para protegerlos, prohibiendo que el resto de las naciones les hicieran daño. No hay que olvidar que Jesús “era JUDÍO por excelencia de naturaleza -¡un judío indecible!- y que, sin duda, había empleado toda una previa eternidad en desear tal extracción”. Los judíos son los “instrumentos de la Redención”. Sus corazones endurecidos “detestaron al POBRE con infinita aversión”. La pluma de Bloy se enciende cuando habla de Cristo: “Tuvo por compañero las ‘tres pobrezas’, como ha dicho una santa. Fue pobre en bienes, pobre en amigos, pobre en Sí mismo. Y ello en las profundidades de la profundidad, entre las paredes viscosas del pozo del Abismo”. Jesús no ha bajado de la Cruz. Moribundo, sigue sangrado, con su sangre “tan bermeja”. No es un sufrimiento estéril: “Los sufrimientos de Jesús fueron el pan y el vino de la Edad Media, su escuela primaria y el pináculo altanero de su clerecía. Fueron su morada, su hogar lleno de pavesas y de chispas, lecho para nacer y para morir y, a veces, el paraíso de sus Santos, que no imaginaban mejor destino que el de llorar con la Madre de los Siete Dolores y el Buen Ladrón durante eternidades”. Durante su Pasión, Jesús sufrió cinco mil golpes. Esos golpes aún resuenan, “aumentados y multiplicados por todos los ecos del Dolor de la tierra, como el carillón de los huracanes”. El dolor de Cristo solo cesará cuando los judíos se conviertan. Los comentarios antisemitas de Bloy son deplorables e indignos, pero su prosa centellea con el brillo de los visionarios que luchan contra el lenguaje para plasmar lo indecible. Borges incluyó La salvación por los judíos entre los títulos de su biblioteca personal, destacando sus prodigios verbales.
La sangre del pobre es uno de los títulos más deslumbrantes de Léon Bloy. Editorial Nuevo Inicio ha realizado una cuidada edición de la obra, incluyendo un prólogo de Georges Bernanos y añadiendo sus últimos textos: Meditaciones de un solitario y En las tinieblas. Francisco Javier Martínez Fernández y Helena Faccia Serranose han ocupado de las traducciones, atinadas y rigurosas. En el prólogo de La sangre del pobre, Bernanos califica a Bloy de “viejo niño celoso de Dios”, destacando su excepcionalidad: “Este escritor, que lo fue hasta el punto de no querer jamás ser otra cosa, aunque tuviese que morir de hambre; que ejerció tantos años de cuchitril en cuchitril, de propietario en propietario, el Sacramento de la Literatura, será siempre un extraño para los hombres de letras”. Bernanos reconoce que a veces Bloy parece absurdo y oscuro: “El viejo no sabe lo que dice, pero el Ángel que habla a su corazón lo sabe por él…”. El Paráclito sopla por las páginas de sus libros, exigiendo justicia y clemencia. En La sangre del pobre, Bloy afirma que “la riqueza es el más terrible anatema: [a] los malditos que la acaparan en perjuicio de los miembros dolorosos de Jesucristo, […] se les tiene reservada la Morada de los Alaridos y de los Terrores”. No hay riqueza legítima: “El rico es una fiera inexorable, que solo puede ser detenido con una hoz o con un paquete de metralla en el vientre…”. La dicha del rico “tiene como sustancia el Dolor del pobre”. La cólera de Bloy hacia los ricos tiembla con ecos bíblicos: “La sangre del rico es un pus fétido surgido de las úlceras de Caín”. La muchedumbre infinita de los desesperados pide techo y pan, pero el rico tiene el corazón duro y no se apiada. El Pobre más grande de los pobres también gimió en vano. Tuvo sed y no le dieron de beber; tuvo frío y nadie le cobijó. Conoció el hambre y la desnudez, sin que nadie le socorriera, salvo otros pobres que le lavaron los pies y le invitaron a su mesa, compartiendo sus escasas viandas. Bloy aclara que “la Pobreza es lo Relativo: la privación de lo superfluo. La Miseria es lo Absoluto: la privación de lo necesario”. La Pobreza y la Miseria se encuentran en el Redentor: “La Pobreza está crucificada, la Miseria es la propia Cruz. […] Jesús en la Cruz es la Pobreza sangrando sobre la Miseria”.
La Cruz nunca debe ser suntuosa, pues la Cruz verdadera fue negra y baja. El Pobre agonizó entre criminales, rodeado de inmundicias y hedores. La riqueza no puede llamarse cristiana sin eyacular sobre la miseria. El Pobre se calentó con el aliento de dos animales, y su Madre cubrió su desnudez con harapos. El matrimonio de José y María discurrió entre toda clase de penalidades. Cuando huían a Egipto, llamaban inútilmente a las puertas de las posadas. Sus vidas duras e ingratas son una lección de humildad. Los curas que viven en la opulencia son “cloacas de impureza” que atraviesan con su bilis el costado de Nuestro Salvador. Las burguesas satisfechas son arpías con “estómago de buitre” e intestinos de rata. Muchos se creen virtuosos porque no han matado o robado, pero su vida encierra “un tesoro de iniquidades”. Un modesto collar de perlas es un crimen: “sesenta criaturas que son la imagen del Señor” podrían alimentarse con su precio. El cielo llora con el sufrimiento de los pobres. Solo en Francia hay seis millones de obreras, “una multitud apocalíptica” de criaturas hambrientas que trabajan, sufren y mueren para asegurar las delicias de unos pocos. En algunos talleres, hay monjas que supervisan la explotación de las obreras. Esas “vírgenes consagradas” son “tan secas como los sarmientos del diablo”. Los niños que palidecen en las fábricas y las minas trabajan hasta la extenuación para mantener la vida de lujo y excesos de gandules refinados. El comercio es una actividad de rufianes, “un verdadero sacrilegio”. La idolatría del dinero solo puede ser erradicada siguiendo las indicaciones de Jesús al joven rico que deseaba ser perfecto. El rico debe despojarse de sus bienes. No es un consejo, sino un precepto. No hacerlo significa desobedecer a Dios. El que se aferre a sus propiedades lo lamentará eternamente. En cambio, los pobres, glorificados por Dios, reirán el Último Día.
La radicalidad de Léon Bloy asusta. Es un escritor inoportuno. Su palabra fustiga al rico y al poderoso. Su estilo es arcaico y hermético. Autodidacta y aficionado a los diccionarios, rescata palabras en desuso, cultivando un placer sensual que va más allá del esteticismo decadente. No es un maldito ni un simbolista, sino un panfletista que utiliza las palabras para desnudar la miseria del mundo moderno. En una época de creciente escepticismo religioso, Bloy se agarra a la fe para alzar su voz contra la ciencia y el progreso. Su odio a la III República, plagada de escándalos, es una rebelión contra una burguesía que se enriquece a costa de los bajos salarios. Sueña con renovar el catolicismo. Su fe es mística, impaciente y febril. Nostálgico de la Edad Media, proclama: “No soy un contemporáneo y jamás me he sentido en casa”. Soñador, inconformista, intempestivo, toda su existencia fue un peregrinaje hacia el absoluto: “Solo hay una tristeza –confesó-, la de no ser santos”.