Vivimos en un tiempo aciago. Algunos dirán que rescato una vieja monserga repetida desde que el ser humano adquirió conciencia de su devenir histórico. Se encuentran comentarios semejantes en las estelas funerarias de la Grecia arcaica, deplorando la ingratitud y la inconstancia de los jóvenes, y asegurando que en el pasado hubo más sentido ético y más respeto hacia los mayores. No voy a cuestionar que cada generación tiende a vituperar a la anterior, atribuyéndole toda clase de vicios y calamidades, pero lo cierto es que la España de los dos canales de televisión poseía una serie de cualidades inconcebibles en el mundo de hoy. En los años ochenta, aún se transmitían en horas estelares clásicos de John Ford, Alfred Hitchcock, Howard Hawks o Frank Capra. Sé perfectamente que en la actualidad hay plataformas que te permiten acceder a esas películas, pero el hecho de poder escoger la hora malogra la posibilidad de una experiencia colectiva, donde se producía una especie de encuentro con el resto de la ciudadanía. No es lo mismo abordar una obra de forma individual que sumergirse en una vivencia compartida, donde las emociones ya no son algo puramente subjetivo, sino un rito que establece vínculos duraderos y profundos. La proyección de una película emitida en infinidad de ocasiones trasciende el mero entretenimiento. A partir de cierto momento, ya no nos encontramos ante un pase cinematográfico más, sino ante una ceremonia con un significado de hondo calado. Creo que es lo que sucedió con ¡Qué bello es vivir! (It's a Wonderful Life, 1946), la famosa comedia de Frank Capra, que tantos hogares españoles acogían como la quintaesencia del espíritu navideño. Para esas familias, George Bailey no era un simple personaje de ficción, sino una figura ejemplar que ponía de manifiesto la grandeza de los héroes anónimos, casi siempre invisibles.

¿Cuáles son las virtudes de George Bailey? En primer lugar, es un hombre sumamente generoso, capaz de realizar los mayores sacrificios por el bien común. No busca su felicidad, sino la dicha ajena. No hace las cosas para adquirir prestigio y reconocimiento, sino por un impulso espontáneo de su corazón, siempre volcado en los otros. Su sentido del deber se sobrepone a los sueños que acaricia desde su infancia. Detesta la empresa de empréstitos creada por su padre para financiar las hipotecas de las familias más modestas, pero sabe que su desaparición constituiría una verdadera catástrofe para la comunidad. El banco de Mr. Potter (Lionel Barrymore), el hombre más poderoso –y más mezquino- de Bedford Falls, impone unos intereses abusivos y no acepta a clientes de escasa solvencia. Cuando su padre fallece inesperadamente, George Bailey deberá afrontar una difícil decisión. Viajar por paisajes exóticos, surcar mares remotos y abrirse paso entre intrincadas selvas, lanzarse a lo incierto y hacer fortuna… o quedarse en su pueblo, ocupándose de administrar una pequeña empresa que solo le garantiza un sueldo miserable y un trabajo monótono. Elegirá proseguir la labor de su padre, pero no podrá apartar de su cabeza los sueños incumplidos. El heroísmo puede ser reconfortante, pero siempre nace de una renuncia. Si no implicara ciertas privaciones, solo sería riesgo, temeridad, aventura.

En segundo lugar, George Bailey es humilde. No es consciente de lo que ha hecho por los demás. No sospecha que sin sus gestos de solidaridad, las vidas de muchos de sus conciudadanos habrían naufragado en el oprobio, la indignidad, la miseria o la vergüenza. De niño, trabajaba en la farmacia de Mr. Goover (H. B. Warner). Goover perdió a su hijo por culpa de una gripe y casi enloqueció de pena. Confundió un veneno con unos medicamentos y pudo haber causado la muerte de un niño, pero el pequeño Bailey se dio cuenta y no llevó el pedido, lo cual le acarreó las violentas bofetadas de su jefe. Cuando éste descubrió lo sucedido, lo abrazó conmovido, pidiéndole perdón. Bailey jamás contó el incidente, ni sintió rencor por los golpes injustamente recibidos. Su generosidad le hizo olvidar enseguida el incidente. Tampoco prestó mucha atención a su heroico rescate de su hermano Harry (Todd Karns), que pudo morir ahogado o de una pulmonía tras romper una placa de hielo y hundirse en el agua helada. George perdió la audición de un oído por culpa del frío, pero solo lo lamentó cuando no pudo alistarse en el ejército para luchar contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. La fatalidad le condenó a ser un héroe de la retaguardia, responsable de hacer cumplir las medidas de seguridad impuestas a los civiles. Los héroes de guerra, como Aquiles o Alejando Magno, poseen una historia que se transmite de generación en generación hasta adquirir el rango de leyenda. En cambio, los héroes de la vida civil se desvanecen enseguida de la memoria colectiva, reducidos a mera anécdota sin relieve. Bailey encarna la virtud de la humildad en un grado tan superlativo que se considera un hombre sin importancia. No carece de autoestima, pero su visión de sí mismo es poco realista. En muchos aspectos se considera un fracasado. Sin embargo, Clarence Oddbody (Henry Travers), un ángel de segunda clase, un ser bonachón pero algo torpe y despistado, le ayudará a comprender que su vida no ha sido un fracaso, sino una peripecia muy fructífera. Frank Capra introduce la perspectiva sobrenatural para clarificar la narración, no para adornarla con elementos fantásticos. El mundo resulta más comprensible desde la óptica de la esperanza. El realismo que solo cree en evidencias, fracasos y desengaños recorta lo real hasta reducirlo al absurdo, sin dejar otra alternativa que la angustia o la impotencia.

En tercer lugar, George Bailey es un hombre leal. Cuando su hermano le comunica que se ha casado y su cuñada, a la que acaba de conocer, le dice que su padre le ha ofrecido un prometedor trabajo a Harry, su cara se descompone, pues entiende que deberá continuar al frente de la compañía. Había acordado con Harry que le sustituiría al acabar sus estudios universitarios, costeados con el dinero de George, pero ahora comprende que no será posible. Su amor fraternal le prohíbe malograr el futuro de su hermano. Un primer plano de James Stewart -un actor de enorme plasticidad, con un talento formidable para transitar por emociones opuestas en apenas unos segundos- muestra su descomunal aflicción. Sin embargo, George no cambia de opinión. Algo semejante sucede cuando se marcha de luna de miel con un fajo de billetes, dispuesto a disfrutar de unas semanas de ensueño con su esposa Mary (Donna Reed). Un tumulto callejero llama su atención y ordena a su amigo Ernie (Frank Faylen) que pare el taxi donde viajan. Está a punto de subirse a un avión, pero la tierra llama su atención. Acaba de producirse el Jueves Negro de la Bolsa de Nueva York y se ha desatado el pánico. Todo el mundo quiere retirar el dinero de los bancos antes de que se produzca una quiebra en cadena. Los clientes de su compañía de empréstitos son gente humilde, pero está asustada y no quiere perder sus modestos ahorros. George utilizará el dinero de su viaje de recién casados para sostener la liquidez de su compañía. No le resultará fácil convencer a los clientes de que no liquiden sus cuentas y se limiten a retirar pequeñas cantidades. No lo hará solo. Su esposa Mary será la primera en ofrecer el dinero de la luna de miel, mostrando que su amor hacia George es algo más que una boba pasión romántica. La lealtad que une a la pareja es un perfecto ejemplo –pido excusas por emplear un término vilipendiado desde el funesto Mayo del 68- de castidad. Son una sola carne. Caminan al unísono y no se dejan dominar por tentaciones que resquebrajarían su exquisita compenetración. Mary quiere a George desde niña y George nunca ha sucumbido a los flirteos de Violet (Gloria Grahame), la casquivana belleza local. George y Mary recuerdan al mundo la dignidad del amor humano y la belleza de la vida familiar.

En cuarto lugar, George es paciente. Saca adelante la compañía de empréstitos con incansable tesón, impulsando cooperativas de viviendas que garanticen un techo digno a familias de bajos ingresos. Potter hace todo lo posible para acabar con su negocio, pues no soporta su integridad y le produce una enorme amargura su apariencia –nada ficticia- de felicidad. Potter no se ha casado, no tiene hijos. Su situación parece una réplica del infierno anunciado por la teología: soledad, vacío, hastío, falta de amor, infinito malhumor. George titubeará cuando Potter le ofrece un sueldo fabuloso para que trabaje en su banco y cierra su compañía, pero superará la tentación, indignándose con justa ira. Arrojará el puro que le ha entregado para halagar su vanidad y le llamará “araña venenosa”. En quinto lugar, George actúa con templanza. Aunque es apasionado, sabe practicar la moderación y la sobriedad. Solo pierde los nervios cuando le amenazan la ruina y el escándalo, y pide perdón enseguida. No se enfada cuando abren bajo sus pies una piscina cubierta, lanzándole al agua con Mary. Sin perder el buen humor, sique bailando como puede, con la ropa empapada y el pelo chorreando. En sexto lugar, George es caritativo, es decir, ama al prójimo hasta el extremo de anteponer el bienestar de los otros a sus propios sueños. Carece de envidia y de vanidad. Vive los éxitos de su hermano Harry, un héroe de guerra, como propios y cuida con ternura de su tío Billy (magnífico Thomas Mitchell), que habría acabado en un centro de salud mental sin su apoyo y afecto. En séptimo y último lugar, no transige con la pereza. Trabaja desde niño con responsabilidad y constancia. Se ha dicho que George Bailey no es creíble, que solo es un mito, una ensoñación. Yo creo que sí existen hombres como él o como su esposa Mary, pero pasan desapercibidos, pues el bien suele ser discreto y silencioso.  

George Bailey es una figura ejemplar. Es un mito, pero un mito de carne y hueso. Puede parecer una afirmación ingenua, pero la ingenuidad no es una anomalía sentimental, sino un quehacer filosófico, como nos ha enseñado Javier Gomá en Ejemplaridad pública. Frente a la insolente posmodernidad y a la pedantería de la deconstrucción, la ingenuidad no oculta su pretensión de hallar la verdad, rechazando el relativismo que iguala todas las ideas en una estéril y desalentadora insignificancia. La ejemplaridad rescata al individuo de la masa, dignificándolo con un ideal ético. Un ciudadano ejemplar es una invitación a la esperanza, pues evidencia que es posible ser “humano”, es decir, libre, responsable, maduro y consecuente. George Bailey es muy humano. Un hombre corriente que trabaja, educa a sus hijos y cumple con sus obligaciones de ciudadanía. Es un buen padre, un buen hijo, un buen jefe, un irreprochable marido, un entrañable hermano, un espléndido amigo, y un vecino solícito y cordial. No se me ocurren cualidades más subversivas en una época donde se intenta reinventar al ser humano, invocando las parafilias del marqués de Sade o las repelentes teorías de Michel Foucault sobre el hombre, la locura y el sexo. George Bailey es un gigante, no un superhombre. Su grandeza reside en que busca la excelencia en lo humano, no más allá. No fantasea con ser un dios y crear nuevos valores. No le molesta ser un hombre corriente, pero se resiste a ser masa, uniformidad ciega y sin criterio. Su vida ejemplar es una pedagogía de la libertad, una paideia tan elemental e incontestable como los salmos sapienciales. Viene a decirnos: “cada hombre es un ejemplo”, “sé ejemplar”, “sé excelente”, “que tu vida sirva de guía a los demás”. Son expresiones de Javier Gomá que pueden aplicarse a George Bailey, esclareciendo definitivamente su talla como personaje mitológico, ejemplar. Mitológico no por irreal, sino por su vocación de permanencia, de abrir un surco en la memoria de los hombres para conducirlos hacia la alegría y la libertad.

Hoy casi nadie quiere ejemplos. En nombre de una errónea interpretación de la idea de autonomía moral, se reclama el derecho a no reconocer otras obligaciones que las dictadas por el deseo personal. El delirio del superhombre se ha impuesto silenciosamente, reservando a la conciencia individual el poder de obrar con indiferencia hacia los otros. Todo lo que deseo es bueno; la voluntad es inocente; todo está permitido. Nos hemos emancipado de la tutela de Dios y, para muchos, no hay vuelta atrás: la expansión del ego ya no reconoce ningún límite. No hay nada sagrado ni santo: ni siquiera la vida humana. Solo el yo es soberano. Sade escribe nuestro futuro, aunque lo ignoremos. Hemos roto las tablas de la ley y nos hemos situado más allá del bien y el mal. ¿Qué nos cabe esperar? En el mejor de los casos, la solitaria mansión de Potter, un hombre sin hijos ni amigos. Un hombre desarraigado, un gran solitario, un verdugo de las esperanzas propias y ajenas. Yo, que soy un hombre corriente, prefiero seguir el ejemplo de George Bailey, que nunca estará solo, pues ha vivido para los otros y ha atisbado que –más allá de la muerte- titila la eternidad. La esperanza se parece a Clarence Oddbody. Es una obstinada llamita capaz de sobrevivir a todos los vendavales.

@Rafael_Narbona