La memoria histórica es necesaria, pero ¿en qué consiste? Indudablemente en decir la verdad, pero en el caso de la Guerra Civil española la verdad es que nadie quiere oír un relato objetivo de los hechos. Nadie quiere saber que ninguno de los dos bandos luchó por la democracia y la libertad. Casi nadie quiere oír que los dos contendientes cometieron toda clase de atrocidades, violando las consideraciones éticas más elementales. Las visiones épicas o partidistas se niegan a reconocer que la crueldad y la estupidez se apropiaron de España desde los primeros días de la sublevación militar. El fascismo y el comunismo, minoritarios hasta entonces, desplazaron a las fuerzas políticas democráticas, imponiendo su ciego sectarismo. Se descartó la posibilidad de convivir con el adversario. Solo cabía silenciarlo, recluirlo o exterminarlo. El periodista Manuel Chaves Nogales, liberal, republicano y partidario de Manuel Azaña, no quiso ser solidario con ninguna forma de violencia, por mucho que se disfrazara de justicia revolucionaria o cruzada religiosa. No fue neutral, sino consecuente, lo cual le acarreó el odio de “rojos” y “azules”. Comprendió enseguida que España se había convertido en el laboratorio de las ideologías que se disputaban el mundo. Pensó que su obligación como periodista era conservar la calma y no dejarse arrastrar por las pasiones. Debía ser un testigo imparcial, sin que eso implicara renunciar a una posición moral. Chaves Nogales intentó emular a Larra, su maestro espiritual, sin ignorar que ser una voz independiente implicaba un alto coste personal. Larra había escrito: “Ser liberal en España es ser un emigrado en potencia”. Su pronóstico se cumplió una vez más. Cuando el gobierno republicano se trasladó a Valencia, Chaves Nogales abandonó España. Fuera cual fuera el desenlace, sabía que su destino sería la cárcel o el paredón. Emigrar era la única alternativa para las voces independientes.
En 1939, ya desde el exilio, pidió que finalizara la guerra, señalando que España no era un país perfecto antes del conflicto, pero tampoco tan desastroso como para justificar un estallido bélico. El pueblo español sabía disfrutar de la vida. Poseía alegría, entereza y generosidad. No se merecía un martirio que se prolongó casi tres años. Durante su exilio, Chaves Nogales no interrumpió su actividad literaria. En 1937 escribió nueve novelas cortas ambientadas en la guerra civil española. Basadas en hechos reales, las reunió bajo el título A sangre y fuego: héroes, bestias y mártires de España. En el prólogo del libro, se presentaba como “un pequeño burgués liberal” que se ganaba la vida escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas. Dado que la prensa estaba en manos de la burguesía capitalista que había ocupado el lugar de la aristocracia terrateniente, sabía que solo era un asalariado sometido al criterio de sus patrones. Cuando viajó a Moscú y descubrió que los obreros malvivían y carecían de las libertades más elementales, lo contó sin esconder nada, ganándose el aplauso de sus jefes. Cuando regresó de Roma y narró que el fascismo no había mejorado la situación económica de los trabajadores ni la vida moral de la nación, sus superiores no ocultaron su desagrado, pero respetaron su independencia y pudo seguir adelante con su labor periodística. A veces tenía que dejar cosas en el tintero, pues la tolerancia de sus jefes no era ilimitada, pero podía hablar libremente en la mesa de un café o de un ateneo de provincias, sin miedo a ser encarcelado, apaleado o asesinado. “Antifascista y antirrevolucionario por temperamento –escribe Chaves Nogales-, me negaba sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes conmociones”. Prefería los cambios graduales y las reformas, que preservaban la paz social y no causaban grandes estragos en la convivencia. No le preocupaba reconocer que advertía una triste semejanza entre fascistas y comunistas: “Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario”.
Chaves Nogales reconoce que siempre ha albergado “un odio insuperable a la estupidez y la crueldad”. Por eso, tras presenciar los crímenes de las milicias en Madrid, se distancia del bando republicano. Los salvajes bombardeos sobre la capital también le disuaden de apoyar a los golpistas. Su actitud lúcida e insobornable le atraería un odio unánime. En Madrid, ya antes del 18 de julio, los falangistas lo incluirán en la lista de los individuos indeseables que sería necesario liquidar para llevar adelante la revolución nacionalsindicalista. En el otro lado, los anarquistas y los comunistas, rivales en tantas cuestiones, se pondrán de acuerdo en vísperas de la contienda en que debería ser pasado por las armas y enterrado en una cuneta. Chaves Novales encarna el infortunio de los que labran sus convicciones a partir de los acontecimientos. No está dispuesto a secundar nada que no ratifique su conciencia. No es un papel sencillo. En los momentos de crispación, la ecuanimidad se interpreta como debilidad o traición. No es posible asimilar al que se atreve a buscar la verdad por su cuenta, prescindiendo de consignas y lugares comunes.
Chaves Nogales justifica su decisión de marcharse al extranjero, alegando que le resultaba imposible permanecer en mitad de una orgía de violencia donde se había ahogado hasta el último atisbo de compasión y decencia. “En mi deserción –escribe- pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas”. Chaves Nogales reivindica su libertad individual y su derecho a disentir: “Yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo”. Sabe que escoge el penoso destino del apátrida. Sin un hogar donde cobijarse, ni unas raíces a las que agarrarse, será en todas partes “un huésped indeseable”. Vaticina que a los españoles les espera una larga dictadura, sea quien sea el vencedor. La facción que obtenga el control de la nación institucionalizará la violencia para imponer el orden en un país desmoralizado y lleno de heridas. Después de tres años de guerra, no habrá espacio para el pluralismo ni la convivencia pacífica. Se reprimirá cualquier gesto de disidencia y se recurrirá al terror para neutralizar a la población desafecta. Asombra la clarividencia de Chaves Nogales, pues la historia le dio la razón. Cuarenta años de dictadura descolgaron a España del concierto de los países democráticos. Franco hizo todo lo posible para preservar el espíritu de crispación y miedo de los años de guerra, instaurando un estado de excepción que exacerbó la discordia y el rencor. Todavía hoy soportamos las consecuencias de esa política.
Las nueve novelas cortas o relatos de A sangre y fuego exploran las distintas formas de sufrimiento que soportaron los españoles durante la guerra civil. En “¡Massacre, massacre!”, los madrileños sufren los bombardeos de la aviación franquista, que se ceban con la población civil. La familiaridad con el horror amortigua los sentimientos. La muerte de un adulto se admite como algo natural, pero la de un niño produce horror y desolación. Cada vez que hay un bombardeo, las milicias buscan venganza, asesinado a los derechistas que pueden atrapar. Las declaraciones de Mola afirmando que disponía en Madrid de una “quinta columna” proporcionaron el pretexto necesario para extender las represalias a cualquier sospechoso de apoyar a los “facciosos”. A veces, las familias se dividen trágicamente. En “¡Massacre, massacre!”, el hijo comunista de un oficial retirado aceptará la inmolación de su padre como un tributo inevitable a la revolución del proletariado. Las ideologías pulverizan los afectos, sustituyéndolos por creencias fanáticas.
Detrás de muchas denuncias solo hay el anhelo de venganza de un amante despechado o la envidia de un compañero de trabajo. No todas las personas obran de la misma manera. En “La gesta de los caballistas”, Rafael, el hijo de un terrateniente, se exilia en Portugal, asqueado por los crímenes hostigados por su padre contra los jornaleros que han osado rebelarse. Su amistad con un maestro comunista le abre los ojos definitivamente. No se hace revolucionario, sino más humano. Matar por ideas le parece inaceptable. Cuando su amigo se despide camino del pelotón de ejecución, su conciencia estalla y decide huir de un país donde se asesina con sobrecogedora frialdad. En “Y a lo lejos, una lucecita”, la obstinación de acabar con el enemigo precipita la destrucción de una partida de milicianos. La guerra es una forma enajenación mental. El odio acaba hasta con el instinto de supervivencia. El relato “La Columna de Hierro” muestra cómo los delincuentes aprovechan la confusión de la guerra para dedicarse al saqueo y el asesinato. También pone de manifiesto la necesidad de la disciplina. Buenaventura Durruti tendrá que dejar de lado sus convicciones anarquistas para imponer orden en el frente. No le temblará la mano a la hora de fusilar a los desertores y a los que no acatan sus órdenes. Con sus tropas, se mueve un ejército de prostitutas procedentes del Barrio Chino de Barcelona. Para ahuyentarlas, ejecutará a media docena. La lógica de la guerra no puede interrumpirse por fantasías sentimentales. El anarquismo es una doctrina letal en la línea de fuego, donde cada soldado debe obedecer sin pensar.
En “El tesoro de Briesca”, Chaves Nogales muestra cómo el amor por el arte pervive incluso en mitad del horror. Quizás porque es necesario subrayar que lo más humano no es la violencia, sino la belleza. “Los guerreros marroquíes” es uno de los cuentos más conmovedores. Chaves Nogales no oculta la ferocidad de los tabores de regulares, pero también nos muestra que los mercenarios marroquíes son seres humanos, con sus miedos, inseguridades y anhelos. Cuando un grupo es capturado por las tropas republicanas y paseado por Madrid antes de ser fusilado, acepta su destino con estoicismo. Uno de los más viejos conserva su dignidad hasta el último instante. Admirado por su valor, un miliciano le confiesa que le dejaría marchar en paz, pero que no puede hacer nada por ayudarle. “Yo sabe, sabe –contesta el infortunado-. Moro saber que tú estar amigo aunque mates. Moro también mataría. Estar cosa de guerra y de hombres. ¡Alá es grande!”. Chaves vuelve a conmovernos con “¡Viva la muerte!”, un relato que narra el fusilamiento de tres jóvenes obreras. Su muerte es particularmente injusta porque salvaron a un derechista de ser asesinado por las milicias y porque son chicas sencillas, trabajadoras sin otro delito que haber apoyado la República. El piquete de ejecución, compuesto por falangistas, reconoce que fusilar a mujeres siempre es incómodo. Las tres jóvenes murieron llorando como chiquillas. “El refugio” narra el brutal bombardeo de Bilbao. Un joven matrimonio pierde a sus tres hijos, que fallecen al quedar sepultados bajo los escombros del sótano donde se habían escondido. “Bigornia” muestra la indisciplina de las milicias, incapaces de luchar en frente abierto. “Consejo obrero” relata la desgracia de un trabajador que no quiere alinearse con ningún bando, y “Hospital de sangre” aborda el drama de una monja en el País Vasco, que no simpatiza con la sublevación militar, pero que soporta la hostilidad de los anarquistas y los comunistas.
Pacifista, ciudadano, espíritu libre, Chaves Nogales es uno de los más insignes representantes de esa Tercera España que no pudo ser. Fue de los pocos que se atrevieron a agitar la bandera del diálogo y la tolerancia, pero su voz apenas encontró resonancia. Aunque escogió el exilio, se negó a ser un desarraigado, reclamando “una ciudadanía española puramente espiritual” que no pudieran arrebatarle los radicales de distinto signo. Su literatura es un ejemplo de memoria histórica. Nos cuenta la verdad, aceptando que la mayoría se sentirá incómoda con su testimonio, pero entiende que la única forma de conjurar los errores del pasado es no ocultar nada, especialmente lo que molesta. Un crimen siempre es un crimen. No importa bajo qué bandera se cometa. Chaves Nogales es un gran narrador, con una prosa elegante y precisa. Aunque nos cuenta hechos reales, experimentamos la impresión de leer ficciones con una impecable arquitectura. Saber que sus historias no son imaginarias, sino tristemente verídicas, acentúa la aversión y el rechazo a la guerra. Estamos muy lejos de la España del 36, pero la lucha por el relato está deteriorando la convivencia. Hoy más que nunca es necesario discrepar sin odio. A sangre y fuego, un libro extraordinario, un verdadero clásico, nos pide que no convirtamos a nuestros adversarios en enemigos. La memoria histórica no debe ser un ajuste de cuentas, sino el reconocimiento de un fracaso colectivo.