Mi primera experiencia con Hitchcock arrojó sobre mi infancia una sombra que ha sobrevivido al tiempo. Calculo que tendría seis o siete años, pues mi padre aún vivía. Mi hermana y yo nos quedamos solos en casa y, antes de acostarnos, vimos Los pájaros. Al principio, me aburrí un poco, pues la historia de amor me resultó tediosa. A esa edad, el romanticismo parece algo ridículo. Una rubia y una morena se disputaban el amor de un galán, al que una madre absorbente intentaba retener a su lado. Todo transcurría en un pueblecito de la bahía de San Francisco. Resignado, asistí al metraje, sin comprender el interés de mi hermana, que a sus dieciséis años parecía encandilada con el galán y las dos chicas que lo cortejaban. De repente, mientras la rubia se acercaba al galán en un bote, una gaviota la atacó, golpeándole en la frente. Aquel incidente me estremeció, pues siempre había considerado que los pájaros eran criaturas pacíficas. De repente, comprendí que el terror podía emerger de lo cotidiano y trivial, alterando nuestra visión del mundo. Pensamos que las amenazas proceden del exterior, pero muchas veces anidan en lo más próximo y aparentemente inofensivo. El resto de la película transformó mi escalofrío inicial en terror sin límites. Creo que chillé y lloré para fastidio de mi hermana, que quería ver la película tranquila. Cuando al fin acabó, miré a los dos periquitos que había en el salón, preguntándome si algún día se rebelarían contra nosotros.
La película de Hitchcock posee suficiente fuerza dramática para aguantar la prueba de fuego de un televisor de veintiún pulgadas en blanco y negro. Las actuales pantallas de plasma reproducen mucho mejor la atmósfera del film, pero se quedan lejos de la experiencia de una sala tradicional. La inmersión en la ficción siempre es más intensa en un espacio sumido en la penumbra y con una cuarta pared abierta al prodigio de lo audiovisual. ¿Por qué el cine de Hitchcock conserva intacta su magia, sin resentirse por las limitaciones técnicas de su época? Hoy en día, los efectos especiales de Los pájaros serían mucho más eficaces y creíbles, pero ese avance no aportaría nada esencial. Hitchcock es un maestro contando historias. No es un simple mago del suspense. Sus tramas dosifican magistralmente la acción, creando personajes complejos. A veces se alejan bastante de la realidad, como el Roger O. Thornhill (Cary Grant) de Con la muerte en los talones, un superviviente que no pierde su elegancia ni en los momentos más peligrosos, o como el Norman Bates (Anthony Perkins) de Psicosis, afectado por la inexistente patología psiquiátrica de la doble personalidad, pero nunca son planos o vulgares. Incluso en su irrealidad nos arrastran a su mundo, sumergiéndonos en sus obsesiones, miedos y manías. Hitchcock nunca olvidó que el cine es un espectáculo que debe atrapar al espectador hasta sumirlo en un estado de excitación que borra temporalmente el mundo real. Sus historias suelen ser simples, pero hondamente hipnóticas. ¿Quién no se ha puesto en la piel del fotógrafo L. B. "Jeff" Jefferies (James Stewart), reducido en La ventana indiscreta a la condición de espectador por una pierna rota? ¿Quién no se ha identificado con Marion (Janet Leigh), apuñalada en la ducha, experimentando el desamparo que produce la desnudez en una bañera con una frágil cortina de plástico? Hitchcock sabe combinar todos los elementos del lenguaje cinematográfico con la pericia de un director de orquesta: el diálogo empuja o congela la acción, los sonidos anuncian la inminencia de algo terrible o incierto, los lugares y los personajes se desdoblan sin cesar (un paisaje apacible podría ser el escenario de un crimen, el héroe podría ser confundido con el villano), las apariencias esconden secretos insospechados (falsos culpables, asesinos encantadores, madres terroríficas), el azar suele ser adverso y cruel (encuentros y accidentes fatales), la cámara involucra al espectador, los planos muestran perspectivas insólitas en los momentos álgidos, los contrastes cromáticos golpean al inconsciente, el montaje encadena las imágenes con un ritmo vertiginoso, los objetos desempeñan un papel decisivo (Macguffin).
Hace unos días volví a ver Los pájaros en una copia restaurada. La experiencia del confinamiento hizo que siguiera la proyección con una perspectiva diferente. No experimenté el terror infantil de casi cincuenta años atrás, sino la inquietud del adulto que se enfrenta a un problema desconocido. Se ha dicho que vivimos una guerra, pero la comparación me parece injusta. No sufrimos bombardeos y, aunque muchas personas están acudiendo a los comedores sociales, no hay un problema de desabastecimiento. No estamos en Dresde o Coventry, preguntándonos si la próxima bomba caerá sobre nosotros. Sin embargo, nuestra rutina se ha roto. La enfermedad y la muerte ya no son experiencias remotas, sino posibilidades insoportablemente cercanas que han salpicado a nuestros familiares, amigos y vecinos. Es inevitable establecer una analogía entre la pandemia y el ataque de los pájaros. Al principio de la película de Hitchcock, San Francisco es un lugar próspero y apacible. Melanie Daniels (Tippi Hedren) se acerca a una tienda de mascotas para comprar un Maynate del Himalaya, una especie exótica que imita la voz humana con tanta perfección como los papagayos. La calle está llena de gente, que camina alegre y despreocupada. Solo los pájaros, que se agrupan ruidosamente en el cielo describiendo círculos, parecen inquietos. Melanie es guapa y elegante. Despierta la admiración de los transeúntes. Unos jóvenes celebran su belleza con silbidos de admiración, lo cual, lejos de molestarle, le agrada. La tienda de mascotas es un lugar amplio, luminoso y lleno de colorido, pero flota algo inquietante en el ambiente. Mitch Brenner (Rod Taylor) reconoce a Melanie de inmediato, pero finge que la ha confundido con una empleada. Abogado criminalista, ha presenciado un juicio de faltas contra Melanie, la hija malcriada del propietario de un periódico. Melanie ha protagonizado varios escándalos: incitó a romper el cristal de una ventana, se bañó en una fuente pública de Roma. Mitch se pregunta si no es cruel mantener a los pájaros en jaulas. El ser humano actúa como si la naturaleza le perteneciera, esclavizando a los animales y destruyendo sus hábitats. La rebelión de los pájaros puede interpretarse como una venganza. Hitchcock no esboza una perspectiva ecologista, pero sí muestra que no es posible alterar el orden natural sin desencadenar una catástrofe.
Melanie se enamora de Mitch. Le compra un par de periquitos (en realidad, dos agapornis roseicollis o inseparables de Namibia) y viaja hasta Bodega Bay, donde el abogado pasa los fines de semana en compañía de su madre y su hermana pequeña. Su intención es gastarle una broma, pues su conducta en la tienda de mascotas le pareció muy insolente. Sin sospecharlo, comienza un viaje hacia las regiones más profundas de sí misma. En Bodega Bay, le esperan las experiencias fundamentales de la condición humana: el amor, el deseo, el desamparo, la muerte. La madre de Mitch, Lydia Brenner (Jessica Tandy) es una mujer dominante y fría a la que le aterra la posibilidad de quedarse sola. No oculta su hostilidad hacia Melanie. No es algo personal. También adoptó una actitud beligerante contra Annie Hayworth (Suzanne Pleshette). Enamorada de Mitch, Annie se instalará en Bodega Bay como maestra. Su romance se rompió por culpa de Lydia, pero no quiere alejarse del hombre al que ama. Fascinado por el psicoanálisis, Hitchcock aborda la neurosis de una sociedad que no sabe gestionar sus afectos. Lydia es una mujer que ha inhibido su deseo sexual, lo cual le produce una enorme frustración. Melanie no ha superado el abandono de su madre, que se marchó con otro hombre. Bodega Bay parece un pueblo pacífico, pero esconde grandes conflictos. Las relaciones entre los vecinos son tensas y ambiguas. Más que una comunidad parece una constelación de soledades y desarraigos, donde palpita el miedo a un inminente fin del mundo. Un borracho cita las Sagradas Escrituras, afirmando que Dios castigará a los impíos. Cuando empiezan los ataques de los pájaros, muchos señalan a Melanie, acusándola de haber traído la desgracia. No es un miembro más de la comunidad, sino una intrusa. Melanie huye de su soledad. Hasta entonces su vida se parece a una interminable emigración hacia ninguna parte. De forma inconsciente, escoge como regalo para Mitch una pareja de inseparables (love-birds). Su hambre de afecto no es consciente, pero impregna todo su comportamiento. Todos los personajes femeninos (Melanie, Lydia, Annie) viven angustiados por el temor a ser abandonados. Melanie busca el amor en Bodega Bay, pero acabará encerrada en un coche, una cabina telefónica, el dormitorio de matrimonio de la casa de Mitch. Los pájaros evidencian el fracaso de las relaciones humanas, rotas por el egoísmo, la incomprensión o la culpa.
La guerra entre las aves y los humanos es una pugna entre la naturaleza y la voluntad de poder. El hombre ha usurpado el papel de Dios, convirtiendo la tierra en su reino, pero la tierra se ha rebelado y su victoria será aplastante. Como apunta la ornitóloga que habla en la cafetería “Las mareas”, la lucha está decidida de antemano. Los pájaros nos superan en número. Son una legión de hambrientos y desheredados que impondrá su ley, crucificando al hombre en el altar de la selección natural. Podríamos decir algo parecido de los virus. La civilización ha invertido el orden de la naturaleza, sin sospechar que su delirio fáustico acarreará su perdición. Melanie Daniels se convierte en el chivo expiatorio de una comunidad incapaz de reconocer sus pecados. Su conducta alocada y provocativa propicia su imaginaria culpabilidad. El brutal ataque de los pájaros en el dormitorio matrimonial de los Brenner puede interpretarse como el sacrifico exigido para restablecer el orden. No solo ha perturbado la paz de la comunidad. También ha destruido el precario equilibrio de la familia Brenner, introduciendo la pulsión sexual. Melanie es el otro, la alteridad que desordena la uniformidad reinante. Pretende ser madre, cuidando a Cathy; hija, atendiendo a Lydia, y esposa, apropiándose del corazón de Mitch. Hitchcock elude la crudeza del sacrificio ritual, integrando a Melanie en la familia Brenner. Lydia exclama: “¡Pobrecita!”, cuando descubre las horribles heridas que le han infligido los pájaros. Mientras huyen en coche de Bodega Bay, la arropa con una manta, confortándola con su afecto. La hidra de los celos ha sido descabezada. Melanie ha encontrado por fin a una madre y Lydia ha recuperado su papel de matriarca, superando su miedo a ser desplazada. La familia Brenner ha curado sus heridas. Las llagas de Melanie han hecho posible una redención definitiva.
El triunfo del afecto filial y romántico en el hogar de los Brenner no disipa la rebelión de los pájaros. Mitch, Lydia, Cathy y Melanie huyen hacia un mañana incierto. Bodega Bay se ha convertido en un paisaje apocalíptico, con los pájaros ocupando todos los rincones. La última secuencia no es un canto a la esperanza, sino la escenificación de una tragedia con un desenlace imprevisible. Los pájaros no es un simple cuento de terror, sino una fábula sobre la precariedad de la existencia humana. Aunque proscribamos de nuestra cultura la enfermedad y la muerte, seguirán acompañándonos para recordarnos que somos vulnerables. Somos hijos del azar y la necesidad. Dios no envía calamidades. Las plagas son el fruto de la autonomía del orden natural. El mal no es algo gratuito, sino el producto de la libertad. El avance de la ciencia siempre será insuficiente frente a una naturaleza que no cesa de producir virus y plagas, sorteando las barreras que levanta el hombre. El mal nunca se extinguirá, pero los afectos jamás dejarán de tejer redes que amortigüen nuestra caída en la incertidumbre y el desamparo. Aconsejo ver Los pájaros como un recordatorio permanente de nuestra fragilidad y como una invitación a la humildad. La dignidad del ser humano procede de su capacidad de amar. Las catástrofes nos muestran con claridad abrumadora que el hombre solo puede sobrevivir como comunidad, ejerciendo la compasión y la solidaridad. El otro nunca es un intruso, sino la vara que mide nuestra humanidad.