Nos acercamos al primer centenario del nacimiento de Miguel Delibes y los lectores aún no disponen de unas obras completas accesibles. Hace unos años, el Círculo de Lectores en colaboración con la editorial Destino publicó una magnífica edición al cuidado de Ramón García Rodríguez, pero actualmente es una rareza bibliográfica. En su momento, Miguel Delibes disfrutó del reconocimiento del público y la crítica, pero en las últimas décadas su obra comenzó a juzgarse con menos fervor. Ambientada en gran parte en el mundo rural y con unos planteamientos narrativos bastante tradicionales, salvo algunas novelas con ciertas innovaciones formales, una nueva generación de lectores buscó otros horizontes más acordes con su sensibilidad y sus experiencias. Los libros sobre caza de Miguel Delibes no contribuyeron a preservar su popularidad, pues la violencia con los animales cada vez suscita más animadversión. Su cristianismo, aperturista y nada conservador, tampoco despertó simpatías en un tiempo de escepticismo y desencanto. Al igual que Azorín o Cela, Delibes pasó a un segundo plano y ahí permanece. Disfruta de la fidelidad de un puñado de lectores, pero los más jóvenes contemplan su obra con indiferencia. El próximo centenario debería corregir esa perspectiva, mostrando que Delibes, lejos de haber envejecido, nos ayuda a comprender un presente marcado por el desengaño, el desarraigo, los conflictos ecológicos, el individualismo y el nihilismo existencial. La España vacía de la que tanto se habla hoy en día ya está en Delibes, advirtiendo sobre el peligro de romper los vínculos con la tierra, la familia y la trascendencia. El ser humano necesita raíces sólidas para afrontar experiencias como la soledad, la angustia y la muerte.

En su juventud, Miguel Delibes se apasionó por el dibujo, pero el Curso de Derecho Mercantil de Joaquín Garrigues le sedujo con su prosa elegante, su estoica ecuanimidad y sus razonamientos lógicamente impecables. En sus páginas descubrió su vocación literaria, lo cual evidencia que la fuerza del idioma transciende los géneros. La belleza surge en la esquina más inesperada, burlándose de nuestras expectativas. Paradójicamente, el Derecho Mercantil puede ser la puerta de un sentido lírico de la existencia. El éxito sonrió tempranamente a Delibes con La sombra del ciprés es alargada, galardona en 1947 con el Premio Nadal. Su primera novela no responde a una reflexión previa sobre el arte de narrar basada en la lectura de los clásicos, sino a un impulso intuitivo con un fondo existencial. La obra es un viaje por la soledad, el amor y la muerte. La peripecia de Pedro, el protagonista, comienza en una Ávila espectral donde los muros no son una barrera protectora, sino los límites de un confinamiento. Al igual que los personajes de Baroja, Pedro deambula por distintos paisajes y territorios, buscando un sentido a su existencia. Aunque vislumbra la paz interior, al final se impone un pesimismo fruto de una estricta exigencia moral. No es posible ser feliz en un mundo maltratado por la insolidaridad y la injusticia.

La siguiente novela de Delibes, Aún es de día, flirtea con el “tremendismo”, conservando la atmósfera sombría de su debut narrativo. No es su mejor registro. En 1950 llega la primera obra maestra y una de sus novelas más populares, El camino. Ambientada en un pueblo cántabro, significa el encuentro de Delibes con su timbre literario, con esa voz propia e inequívoca que acredita la originalidad de un autor. Su estilo adquiere madurez y consistencia, depurando los elementos ajenos hasta desembocar en la austeridad, el equilibrio y la transparencia. Una prosa limpia, paulina y senequista explora el amor y la amistad, recrea los prodigios de la naturaleza, especula sobre la muerte y somete a un examen crítico las costumbres ancestrales. Daniel, el Mochuelo, el hijo del casero, evoca sus primeros once años de vida en el pueblo durante la noche anterior a su partida hacia un internado en la ciudad. El camino es una novela de aprendizaje que recrea las experiencias fundamentales de la infancia, cuando cualquier novedad es un acontecimiento que contribuye a forjar una imagen del mundo. Setenta años después de su publicación, El camino conserva intacta su frescura. Nos permite asomarnos a un mundo en tránsito de desaparición, pero que aún perdura en los pueblos, islas en el apogeo de la civilización urbana, que conviven con una mezcla de inocencia y crueldad.

Delibes reconoce una preferencia personal por “las gentes primitivas, por los seres elementales”. El hombre de pueblo es “el hombre en sus reacciones auténticas, espontáneas, sin mixtificar”. La escuela, taller de la educación urbana, “empieza por disfrazar y termina por uniformar”. Para Daniel, el Mochuelo, abandonar el pueblo significará romper su contacto con la vida natural, perdiendo la autenticidad de la niñez. Solo en el campo y sus pueblos puede realizarse plenamente el hombre, una criatura que en las grandes aglomeraciones urbanas se adocena y deforma, como le sucede al protagonista de Mi idolatrado hijo Sisí, víctima de un padre que intenta aislarle de todos los aspectos ingratos de la vida, abortando su progreso hacia la madurez. Se ha dicho que Miguel Delibes desarrolla “un ecologismo humanista” que trata de frenar el proceso de anomia del individuo en las sociedades modernas. En su discurso de ingreso en la Real Academia Española titulado El sentido del progreso en mi obra, el escritor afirma que “el verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo […], sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones hombre-naturaleza en un plano de concordia”. 

Miguel Delibes nunca se consideró un intelectual. Siempre se presentó como “un hombre de pueblo” que va a su aire, sin someterse a ninguna ideología ni agitar banderas que dividen y suscitan enconos. Español cabal, despreció el patriotismo de cartón piedra. Su amor a la humanidad le impidió levantar muros que separan y excluyen. Admirador del Concilio Vaticano II, observó el mundo desde una perspectiva ecuménica. Su amor a la naturaleza explica que se describiera como “un cazador que escribe”. Sus libros sobre las truchas, la perdiz roja y la caza menor son manifiestos a favor de una relación responsable con el medio. Miguel Delibes nunca fue un matarife embriagado por la experiencia de matar. Partidario de una actividad cinegética sostenible y conservacionista, expresó su desagrado hacia las cacerías masivas que causan estragos. Su peculiar ecologismo no cuenta hoy con muchos partidarios, pero responde a una visión realista del mundo natural, donde las especies regulan su población mediante una competencia leal. "Hay cazadores —escribe— que miden el éxito de sus cacerías por el peso del morral. Percha nutrida, diversión cumplida, dice el refrán que me invento porque viene a pelo. Yo mantengo un punto de vista diferente: un par de perdices difíciles justifican la excursión; seis a huevo, no" (El último coto, 1992).

Las novelas Diario de un cazador (1955) y Diario de un emigrante (1958) narran las vivencias de Lorenzo, un joven bedel que desprecia la oportunidad de emigrar y mejorar su situación económica para permanecer en los campos de Castilla, donde se siente feliz cazando y disfrutando de la amistad con sus compañeros de escopeta. Estas dos novelas componen el momento más luminoso de la narrativa de Delibes. Su protagonista no piensa que está malgastando su vida ni que vive atrapado por una tierra que hipoteca su futuro, condenándole al fracaso y la soledad. “En todas las demás novelas –reconoce el escritor– este problema de la frustración, del acoso del entorno, es una constante. Únicamente se evade este cazador, que se conoce que me cogió en un momento de optimismo infrecuente en mí, y lo parí, le di a luz con unos atributos diferentes”.

Delibes nunca practicó la caza mayor. La mirada de los grandes animales le conmovía, pues le parecía casi humana. Más que un cazador, el escritor fue un paseante que ocasionalmente cazaba. Cobrar la pieza nunca le pareció lo más importante. En el prólogo de El libro de la caza menor, Delibes escribe: “La caza es un esparcimiento fundamentalmente dinámico. El morral hay que sudarlo. La cacería se monta sobre madrugones inclementes, ásperas caminatas, comidas frías en una naturaleza inhóspita, lluvias y escarchas despiadadas…”. Cristóbal Cuevas trazó una semblanza que expresa con clarividencia las motivaciones últimas de Miguel Delibes como cazador de perdices y pescador de truchas: “He aquí un cazador que ve el campo como un espectáculo, siente el paisaje con una sensibilidad que recuerda a Virgilio, Garcilaso o fray Luis de León, y no sufre demasiado por marrar un tiro o volver sin pieza. Más que un cazador convencional parece un sacerdote de novela pastoril que oficia en el templo de la naturaleza un pagano rito sacrificial”. 

Aparecida en 1959, La hoja roja es una melancólica reflexión sobre la vejez. Don Eloy, jubilado, viudo y olvidado por su único hijo, comparte su día a día con Desi, una sencilla criada de pueblo abandonada por un novio sinvergüenza. La ternura y el humor contienen el desgarro de una hermosa crónica del desamparo. Don Eloy comenta una y otra vez que se ha topado con la “hoja roja” en el libro de la vida, aludiendo a la hoja de ese color que en los años 50 del pasado siglo incluían los librillos de papel con los que los fumadores se liaban sus pitillos, anunciándoles que las existencias llegaban a su fin. La hoja roja transita de la introspección, dolorosa y precisa, al diálogo, recogiendo con enorme maestría el habla popular. Novela coloquial, unos diálogos sin tópicos ni afectación infunden vida a los personajes, que rebosan humanidad y son enteramente creíbles. “Los personajes de Delibes -escribe Francisco Umbral- están siempre presentes porque hablan como son, se definen por lo que dicen y, sobre todo, por cómo lo dicen. Yo creo más en el significante que en el significado. Opino que lo que configura una novela es el significante, más que el significado. Y el significante es riquísimo en Miguel Delibes. Y con ello consigue, precisamente, lo que yo llamaría un realismo convencional, que eso es para mí el arte”. Darío Villanueva ha definido La hoja roja como una “epifanía del prójimo”, pues don Eloy y Desi superan la soledad mediante un matrimonio desigual que rompe el aislamiento de ambos. 

Las ratas se publicó en 1962. En cierto sentido, es el reverso de El camino, pues muestra la crudeza del mundo rural. La perspectiva infantil del Nini, un niño sabio y casi santo, acentúa la deshumanización de un entorno hundido en la miseria y la falta de expectativas. El tío Ratero sobrevive cazando y comiendo ratas. Su vida está situada al nivel más elemental. Se limita a luchar por la supervivencia. Delibes no esconde su pesimismo, pero rescata al ser humano, destacando la nobleza de ciertas emociones, como la amistad, la compasión, el amor filial y el apego a la tierra. El punto de vista crítico de Las ratas se traslada al ámbito urbano con Cinco horas con Mario (1966), una obra inconcebible sin Tiempo de silencio, que en 1962 introdujo en España las técnicas narrativas experimentales, sin renunciar al espíritu de denuncia del realismo social. Escrita en forma de monólogo interior, Cinco horas con Mario narra la confrontación entre la mentalidad conservadora y clasista de Carmen y la de su marido, un catedrático de instituto de ideas liberales y progresistas. Carmen es la voz del nacionalcatolicismo: clasista, intransigente y autoritaria. No esconde su odio a los rojos, los judíos y los protestantes. Mario es un católico identificado con la reforma impulsada por el Concilio Vaticano II. Periodista y escritor, hizo la guerra en el bando franquista, pero sueña con el fin de la dictadura. Aborrece la injusticia, la desigualdad y la corrupción. No le interesan el dinero ni las apariencias. Se ha dicho que Cinco horas con Mario es una escenificación de la lucha entre las dos Españas, pero sería más correcto decir que muestra el conflicto entre inmovilismo y aperturismo. De hecho, la novela no tuvo ningún problema con la censura. 

Es imposible mencionar en esta nota todas las obras de Miguel Delibes, prolífico narrador y prolífico periodista. Sin embargo, no quiero finalizar sin mencionar tres libros. En 1981, se publica Los santos inocentes, un alegato contra el caciquismo, que oprime a los campesinos con una odiosa y autocomplaciente inhumanidad. La ternura de Delibes contrasta con la impiedad de Cela en La familia de Pascual Duarte (1942), agravada por el hecho de que en los años cuarenta el caciquismo era una realidad palpable y en los ochenta se hallaba en proceso de extinción. Delibes vuelve a demostrar en Los santos inocentes su maestría en el registro oral, captando el alma de los personajes mediante las peculiaridades de su forma de hablar, a veces primitiva y oscura. Ramón García Domínguez explica el método de trabajo de Delibes, subrayando su capacidad de escrutar la realidad, detectando qué es lo esencial: “Delibes es pura observación, mirada atenta y fascinada, oído alerta, predisposición total para lo genuino y, por ende, para el asombro. De ahí su precisión para el timbre exacto de un personaje, para la palabra justa, para el matiz que pone las cosas en su sitio, para el indicio o síntoma de si lloverá o no lloverá”.

En 1991, Delibes publica Señora de rojo sobre fondo gris, un hermoso homenaje a su mujer, Ángeles Castro, fallecida prematuramente en 1974. La pérdida le provocó un pesar del que nunca se recuperó. Señora de rojo sobre fondo gris mantiene una relación complementaria con Cinco horas con Mario, pues Ana, la esposa fallecida, es una mujer admirable, con una visión de las cosas totalmente opuesta a la de Carmen, mezquina y resentida. Se ha dicho que las dos obras componen “un díptico con perspectivas contrastadas” (Hans-Jörg Neus Chäfer). Miguel Delibes se despidió de la literatura con El hereje. Aparecida en 1998, la novela recrea los conventículos reformistas surgidos en Valladolid y la feroz represión del Santo Oficio. El próspero comerciante Cipriano Salcedo se adherirá a los grupos que estudian la doctrina de Lutero, lo cual le costará la vida. Miguel Delibes aboga por la libertad de conciencia, censurando la intolerancia religiosa y política. Su sensibilidad cristiana se rebela contra una iglesia plegada a los intereses políticos de la corona española. 

El primer centenario del nacimiento de Miguel Delibes es una excelente oportunidad para reeditar sus obras completas y un buen pretexto para rescatar a un auténtico clásico de nuestras letras. No es un autor vencido por el tiempo, sino un explorador del alma humana que se ocupa de preocupaciones imperecederas, como el amor en sus distintas formas, la amistad, la injusticia social, la relación con la naturaleza, la soledad, el sentimiento religioso, la muerte. En su entrevista con Joaquín Soler Serrano, Delibes confesó: “De mi propia muerte, lo único que me preocupa es el hecho físico de morir: me gustaría que fuese de un modo rápido y en mi cama. […] [Mi amargura precoz] supongo que será una herencia neurótica como tantas otras cosas. Lo cierto es que la muerte para mí era una obsesión. Y no solo como posible protagonista de esa muerte”. Delibes murió en 2010, con ochenta y nueve años. Solo ha pasado una década desde entonces, pero yo siento que ha transcurrido mucho más tiempo, quizás porque su voz enmudeció en 1998. Castellano tierra adentro, Delibes nos anima a volver al campo, donde todo parece hecho a medida del hombre. La ciudad es un fin de trayecto; la Naturaleza, un camino abierto hacia un mañana luminoso. 

@Rafael_Narbona