Siempre he experimentado la sensación de que Azorín contemplaba la realidad con una lupa. No le interesaba la visión de conjunto, sino el detalle. Prefería la menudencia a lo grandioso, lo meticuloso a lo insaciable, lo humilde a lo monumental. Su aprecio por la literatura de Gabriel Miró, al que le unía una amistad plagada de complicidades, nace de una estética común, pero con notables divergencias. Azorín es más austero y frugal. Su prosa no desborda sensualidad. Su pasión por las cosas se parece a la de un pintor cubista que intenta mostrar un objeto desde todos los prismas. Gabriel Miró está más cerca del impresionismo. Busca la luz, el cromatismo, la forma, el movimiento (pero no lo efímero). Solo le interesa el detalle cuando revela lo esencial, la raíz última de las formas que impactan en la retina. Entre 1930 y 1933, Azorín dedicó ocho artículos a Gabriel Miró. Son auténticas joyas, piezas maestras de un periodismo que se sustrae al frenesí de lo inmediato y urgente. Los cinco primeros se publicaron en ABC. Azorín respiraba a pleno pulmón en las distancias cortas, que obligan a la pluma a seleccionar, excluir y depurar. Los límites de una página, lejos de horrorizarle, avivaban su ingenio y perfeccionaban su estilo. El horizonte de la novela y el ensayo propician la incontinencia y la digresión; en cambio, el pequeño recinto de la nota periodística impone mesura y rigor. Con Azorín, el periodismo adquirió el rango de la alta literatura. Finísimo crítico literario, sus reflexiones sobre Miró conjuntan clarividencia, perspicacia y belleza. No son meros ejercicios eruditos, sino pequeñas obras con autonomía artística.
Gabriel Miró murió el 27 de mayo de 1930, con solo cincuenta años. Los artículos de Azorín aparecieron tres meses más tarde. Enemigo de los alardes emocionales, el “pequeño filósofo” no pudo contener las lágrimas cuando vio el cadáver de su amigo, fallecido unas horas antes. Su llanto es particularmente conmovedor en un hombre acostumbrado a esconder sus sentimientos. Miró fue su amigo más querido. Perderlo significó quedarse sin un leal cómplice y confidente. En sus artículos, Azorín reprime su desgarro, manteniendo ese pudor que caracteriza a toda su obra. Azorín es un maestro del decoro, un artista que pule todas las aristas, un delicado prosista que huye de la estridencia. Jamás transige con las pasiones desbocadas. Tímido y retraído, preserva escrupulosamente su intimidad. Solo muestra parcialmente su interior, ocultando la penumbra donde se cobijan los secretos más íntimos. Gabriel Miró no cultiva el exhibicionismo, pero no guarda su corazón bajo siete llaves. Sentimos sus latidos en cada frase, rebosando ternura y delicadeza.
Azorín destaca el sentido del tacto en la prosa de Gabriel Miró, capaz de hacernos sentir el relieve de las cosas. En Años y leguas, su último libro, los contornos son claros, precisos, rotundos: “Todo el Alicante de la Marina costanero, se encuentra retratado limpia y diáfanamente en estas páginas”. No es simple color local, sino pura fenomenología. Las montañas, los árboles, el mar, los pueblos, comparecen en todo su esplendor, acompañados de adjetivos que revelan su esencia. Los epítetos no son caprichosos. Surgen de una experiencia profunda. Las casas son pequeñas; los almendros, frágiles; los arroyos, susurrantes; las ramblas, bulliciosas. “Todo, presente, sin pasado, sin futuro –escribe Azorín-. Sensación aguda, casi morbosa, de momento actual. Vértigo profundo de no poder retroceder ni poder avanzar”. Gabriel Miró detiene las cosas, pero no las paraliza. No les arrebata su vida. Nos muestra su plenitud, su capacidad de llenar el momento, de abolir el efecto disolvente del tiempo. Una prosa incisiva y exacta disipa la angustia que produce sentir que todo se precipita hacia su anonadamiento. Un cántaro no es una simple vasija abocada a desaparecer, sino una forma que goza de un presente eterno. Las manos -“inmensas”- de Miró rescatan al paisaje alicantino del devenir, fijando sus elementos en una vivencia ininterrumpida. Mientras leemos, los campos y sus pueblos laten vigorosamente, rezumando frescor y belleza. Miró convierte cada segundo en un milagro atemporal. En otros escritores, todo parece pretérito e irremediablemente perdido. Miró nos entrega un presente “vivo y amable”, donde la casita frágil y el digno labrador no se despeñan por el olvido. Su prosa está movida por un profundo amor a la vida y al hombre. Nada pasa desapercibido a su mirada. Nada es insignificante. Todo merece atención y cariño: el azul lejano del mar, el almendro recién florecido, la piedra húmeda, los vientos y las nubes, los animales y las florecillas. Azorín no lo señala, pero la mirada de Miró es franciscana. Nada le parece indigno o despreciable, salvo la crueldad. Todo lo que discurre por el caudal de la vida merece ser evocado y preservado. Se habla a veces del barroquismo de Miró, pero sería más apropiado emplear los términos “carnosidad” y “delectación”. El escritor alicantino “se delecta en las cosas. Pero la delectación no es sensación rápida; la delectación es morosa. Con lentitud, con espacio, con calma”. En su prosa, hay transparencia, tacto, densidad, color, gusto, incluso olor, una cualidad insólita, pues la literatura ha prestado poca atención a este aspecto de la realidad. Gabriel Miró cultiva el ritmo lento, sensual, pues le cuesta despedirse de las cosas que describe. Ama y quiere que amemos la fruta, la nube o el muro que recrea. En sus frases, palpita la realidad, rebosante de vida.
Gabriel Miró contempla el mundo con cierta tristeza, afligido por la fugacidad de las cosas. No es un inconveniente. “Todo escritor que no lleve un fondo de melancolía está perdido”, escribe Azorín. La melancolía de un autor nunca es estéril. Siempre convive con la furia y el vigor. Gabriel Miró poseía una fuerte personalidad, que se reflejaba en su tenacidad como creador, siempre afligida por un reconocimiento insuficiente. Azorín afirma que Miró es un “bárbaro” o, si se prefiere, un “primitivo”. Su mirada es la del primer hombre ante la naturaleza, con la inocencia del que no ha heredado un lenguaje y una tradición que condicionan –y deforman- su percepción. Desgraciadamente, los contemporáneos de Miró no apreciaron su “voracidad sensitiva”, fuente de su inmensa originalidad. Su literatura no es un jardín, sino un bosque. No pertenece al Renacimiento ni a la Edad Moderna, sino al otoño de la Edad Media, cuando los contrastes entre la luz y la oscuridad eran más intensos. Su obra es como una antorcha encendida en una ciudad sumida en la oscuridad. Azorín nos relata el entierro de Miró durante una fría mañana de primavera, donde un cielo gris, fosco, deja caer una cortina de agua sobre los amigos, familiares y admiradores del escritor. Su hija Olimpia sostiene un enorme crucifijo, lamentándose de la amargura de su padre, marginado por sus coetáneos, incapaces de comprender su enorme aportación a nuestras letras. Azorín afirma que Miró es el pintor de la tierra alicantina. Nadie ha “realizado un esfuerzo tan intenso, tan bello, de valoración de un pedazo de tierra española”. En 1900, el paisaje de Castilla no existía en la literatura. La Mancha se consideraba una tierra yerma sin una brizna de belleza, el escenario de los disparates de Alonso Quijano, que confundía la estepa con las frondas y las arboledas de las novelas de caballerías. Gracias a la Generación del 98, Castilla se hizo visible, mostrando su belleza ascética y elemental. Puede decirse lo mismo del Levante, que irrumpe en la literatura con libros como El humo dormido, Nuestro Padre San Daniel y Años y leguas. “El paisaje de Alicante –escribe Azorín- ha sido revelado por Miró”. Está en toda su obra, desempeñando un protagonismo equiparable al de sus personajes.
Gabriel Miró prefiere las flores silvestres a las cautivas. Le gustan los cardos, la tierra rojiza o amarilla, el tomillo, las palmeras solitarias. Hablando con un labrador, le confiesa: “Estas flores, amigo Pedro, son las que yo quiero más, porque son libres y viven la vida de los campos y los caminos”. Cuando visita una casa humilde y su dueña le agasaja con un vaso de agua y unas golosinas sobre un mantel blanquísimo, exclama: “¡Señor, cuánta maravilla!”. Afectuoso y cercano, a veces se sienta con “la Moruchita”, una joven morenita y esbelta, de ojos negros y pelo endrino. Cogiéndole las manos, sonríe y le dice: “En una vida anterior viviste en una aldea morisca del siglo XVIII. Remediets, eres la esencia de nuestra tierra”. Con Bonastre, un aldeano, observa las nubes y los barquitos que surcan el mar. Una tarde saca un papel de la cartera y corta un pedacito en forma de vela: “Me llevo un trozo del Mediterráneo a Madrid, amigo Bonastre”. Asunción, una buena mujer que vive en un hogar campesino con tres cipreses en la fachada, descubre un día que el escritor ha regresado a la casa que alquiló en el Levante para pasar los veranos. Miró coge un cacharrito de loza, examina un cántaro, acaricia una tinaja. Sus manos parecen hambrientas de sentir el tacto de las cosas. Se apoya en la mesa del zaguán y, tras unos minutos, desaparece. Nos cuesta trabajo recordar que han transcurrido tres años desde su muerte. No es un fantasma, sino la prueba de que su espíritu sigue vivo. Azorín inventó estas conversaciones y esta aparición para homenajear a su amigo. Sus artículos sobre Miró forman parte de una evocación que se alargó hasta el 2 de marzo de 1967, cuando el “pequeño filósofo” se reunió con su amigo en la eternidad. Ambos nos legaron una imagen del Levante que nos ayuda a amar su paisaje. Puede que ya no se lean sus obras, pero yo cada vez que me asomo a sus páginas siento la ebriedad de la luz y la suave nostalgia que desprende el mar.