Frantz Fanon fue revolucionario, psiquiatra, filósofo y escritor. Nacido en la isla de Martinica el 20 de julio de 1925, apoyó la lucha argelina por la independencia y militó en el Frente de Liberación Nacional. Hijo de una familia con una situación relativamente desahogada, presenció los abusos cometidos por las tropas navales de la Francia de Vichy contra la población nativa. A los dieciocho años, se alistó en el ejército de la Francia libre, combatiendo en la batalla de Alsacia. Su valor le hizo ganar en 1944 la Cruz de Guerra. Cuando se aproximaba la derrota de la Alemania nazi, las autoridades aplicaron a punta de bayoneta la segregación racial al regimiento de Fanon, separando a los soldados blancos de los negros. De cara a la victoria, toda la gloria debía ser para los franceses. Después de la guerra, Fanon estudió medicina y psiquiatría en Lyon. En 1952, publicó su primer libro, Piel negra, máscaras blancas, donde se preguntaba por qué los negros luchaban en las guerras de los blancos, jugándose la vida por quienes los maltrataban y despreciaban. Ya como psiquiatra del Hospital de Blida-Joinville, Argelia, vincula las patologías mentales a las patologías sociales. Una sociedad injusta es una sociedad enferma y produce infelicidad.
Cuando en 1954 comienza la guerra de liberación de Argelia, Fanon se une a la lucha clandestina contra la dominación colonial. Por su consulta pasarán víctimas de la tortura y torturadores. Dos años más tarde, escribe una carta abierta a las autoridades, presentando su renuncia. Expulsado de Argelia, se convierte en uno de los estrategas del Frente de Liberación Nacional. Una leucemia interrumpirá su trayectoria. Aún tiene tiempo de viajar a la Unión Soviética y escribir su testamento intelectual, Los condenados de la tierra, que aparecerá póstumamente en 1961. Fallece en Estados Unidos, adonde había acudido para recibir tratamiento.
En Piel negra, máscaras blancas, Fanon anima a recuperar las señas de identidad de los pueblos colonizados. Hay que superar la tentación de asimilarse a la cultura hegemónica, pues conlleva un menosprecio de lo propio y originario. Si no se hace así, se aceptará que la humanidad se divide en naciones civilizadas y pueblos salvajes. Es necesario superar la perversa dialéctica del “amo blanco” y el “esclavo negro”. El “negro” debe dejar de ser “negro” para adquirir densidad ontológica. En ese “no ser”, que precede a la recuperación de la identidad propia, hay un potencial revolucionario que puede extenderse a todas las formas de opresión y discriminación, impulsando una profunda transformación social. En Los condenados de la tierra, un título que se refiere explícitamente al primer verso de La Internacional, Fanon afirma que el proletariado se ha asimilado al orden capitalista. Las mejoras salariales han silenciado el inconformismo. En cambio, en los campesinos aún palpita la semilla de la rebelión. Viven en las afueras de las ciudades y no participan del bienestar generado por la expansión económica. Jean Paul Sartre leyó Los condenados de la tierra y escribió un prólogo con un enorme eco, apoyando el recurso a la violencia: “Cuando los campesinos reciben los fusiles, los viejos mitos palidecen, las prohibiciones desaparecen una por una; el arma de un combatiente es su humanidad. Porque, en los primeros momentos de la rebelión, hay que matar: matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el superviviente, por primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de los pies”.
En Los condenados de la tierra, Fanon sostiene que la prosperidad europea se ha construido “sobre las espaldas de los esclavos, se ha alimentado de la sangre de los esclavos”. Se refiere a los pueblos colonizados. Negros, árabes, indios y amarillos han sufrido los estragos del colonialismo. Ahora pueden ser el foco de un mundo nuevo, la esperanza de todos los oprimidos. No es suficiente acabar con la explotación colonial. Hay que alumbrar un nuevo concepto del hombre y la sociedad: “Decidamos no imitar a Europa y orientemos nuestros músculos y nuestros cerebros en una dirección nueva. Tratemos de inventar al hombre total que Europa ha sido incapaz de hacer triunfar. […] Por Europa, por nosotros mismos y por la humanidad, compañeros, hay que cambiar de piel, desarrollar un pensamiento nuevo, tratar de crear un hombre nuevo”. La violencia puede ser catártica, terapéutica. Según Sartre, “no hay acto de ternura que pueda borrar las marcas de la violencia; solo la violencia misma puede destruirlas”. La violencia revolucionaria destruye la opresión y pone de manifiesto que el pueblo puede ser el dueño de su destino. Fanon advertía que la violencia era un medio y no un fin. Si se le rinde culto, puede desembocar en una nueva tiranía, donde las elites locales ocupan el lugar de las elites extranjeras. Por eso pedía que los países que logren la independencia no reproduzcan las estructuras de dominación de las potencias coloniales: “La humanidad espera de nosotros algo nuevo, no una imitación que sería una caricatura obscena”.
En los años 70 del pasado siglo brotaron bandas terroristas de extrema izquierda en el corazón de Europa: las Brigadas Rojas, la Baader-Meinhof, el GRAPO. La mayoría esgrimían los mismos argumentos que Fanon y Sartre. Solo con la violencia podría extirparse la explotación capitalista, engendrando una sociedad más humana y solidaria. A estas alturas, solo un insensato suscribe este planteamiento, pero eso no significa que haya finalizado el debate entre los medios y los fines. Las perspectivas de una nueva recesión mundial rescatarán del desván de la historia los viejos demonios. La exaltación de la violencia puede nacer del oportunismo o la irresponsabilidad, pero en muchas ocasiones procede de una comprensible indignación moral. Cuando se cree que una ideología puede terminar definitivamente con el sufrimiento de los más vulnerables, se puede llegar a transigir con el crimen. Muchos filósofos han justificado el tiranicidio. ¿Por qué rechazar la violencia, “partera de la historia”, según Hegel y Marx, cuando puede arrancar de cuajo la iniquidad? Bertolt Bretch justificó la violencia revolucionaria, alegando que “hay muchas maneras de matar. Se le puede clavar a alguien un puñal en la barriga, quitarle el pan, no curarlo de una enfermedad, recluirlo en un tugurio, hacerlo trabajar hasta que reviente, empujarlo al suicidio, llevarlo a la guerra, etc. Sólo unas pocas están prohibidas en nuestra Estado”. En la misma línea, Ulrike Meinhof declaró que “la actividad revolucionaria siempre será repudiada por los medios de comunicación al servicio del poder, pero constituye el primer paso hacia la liberación”. Ulrike Meinhof no repara en que no es posible construir nada digno, humano y hermoso, cuando aniquilar una vida se considera un medio legítimo. Una idea no es sagrada; un hombre, sí.
Albert Camus, una de las conciencias más exigentes de su tiempo, analizó la violencia revolucionaria en Los justos, una obra teatral estrenada en 1949. Ambientada en la Rusia de los zares, relata los conflictos morales de un grupo de revolucionarios que ha planeado el asesinato de un gran duque, símbolo de la opresión feudal. Stepan Fedorov es el más resuelto e implacable. No alberga dudas. Considera que ningún hombre será libre mientras haya un solo hombre esclavizado. Después de pasar por la cárcel, ha comprendido la importancia de la disciplina. Annenkov, algo menos apasionado pero con idénticas convicciones, sostiene que el terror será necesario hasta que todos los bienes de la tierra pertenezcan al pueblo. Kaliayev es un idealista. Piensa que la poesía es revolucionaria y que puede contribuir a cambiar el mundo. Stepan se burla de esa idea. La revolución solo se materializará a base bombas. Si es necesario, está dispuesto a reducir Moscú a ruinas. Kaliayev acepta matar, pero aún cree en la belleza y la alegría. Dora, también revolucionaria, le escucha con agrado. Aún no se ha deshumanizado por completo. Todos, a pesar de sus diferencias, han asumido morir por la revolución. Presumen que serán ahorcados antes o después. Su disposición al sacrificio aligera sus sentimientos de culpa. Para Stepan, morir es más sencillo, pues no se quiere a sí mismo. Lo sabe y no le molesta. Un verdadero revolucionario no tiene derecho a quererse. El sentimentalismo es un vicio burgués. “No estamos aquí para admirarnos”, comenta. “Estamos aquí para triunfar”. Es inevitable pensar en las palabras de Fidel Castro: “Patria o muerte. ¡Venceremos!”. Stepan desconfía de Kaliayev porque escribe versos y ama la vida. “Yo no amo la vida –proclama—, sino la justicia, que está por encima de la vida”. Ingenuamente, Kaliayev objeta que la revolución traerá felicidad y belleza. Se mata al opresor para que nunca más haya violencia y los inocentes cubran la tierra. Kaliayev ha sido escogido para arrojar la bomba a la carroza del gran duque. Dora le advierte que matará a un hombre, que verá sus ojos y su sonrisa. Kaliayev se estremece al pensar en los días que transcurren entre un atentado y el cadalso: “hay toda una eternidad, quizá la única, para el hombre”.
Dora lamenta que el fervor revolucionario deshumanice hasta el extremo de matar el apego a placeres como pasear, reír o beber vino. Es el primer paso para acabar exaltando el uso indiscriminado del terror. “Cuando decidamos olvidar a los niños —afirma Stepan—, ese día seremos los amos del mundo y la revolución triunfará”. “Ese día —contesta Dora—, la revolución será odiada por la humanidad entera”. “Qué importa —replica Stepan— si nosotros la amamos con la fuerza suficiente para imponerla a la humanidad entera y salvarla de sí misma y de su esclavitud”. Más adelante, añade: “Nada de lo que puede servir a nuestra causa está prohibido”. Stepan desprecia la caridad, que solo alivia el mal de cada día. La revolución curará todos los males, presentes y futuros. Kaliayev interviene: “He aceptado matar para acabar con el despotismo. Pero detrás de lo que dices veo anunciarse un despotismo que, si alguna vez logra triunfar, hará de mí un asesino, cuando yo trato de ser un justiciero”. Acosado por su conciencia, Kaliayev advierte que si la revolución se aparta del honor, dejará de luchar por ella. “El honor es un lujo reservado para los que tienen calesas”, escupe Stepan.
Kaliayev no arroja la bomba a la carroza del gran duque porque va acompañado por unos niños. Habla con Dora y se lamenta de haberse apartado del amor y la alegría para abrazar la revolución. Desearía vivir lejos del odio. Dora le pide que asuma su destino: “No somos de este mundo, somos justos. Hay un calor que no es para nosotros”. Kaliayev conserva una sensibilidad religiosa. Stepan no cree en Dios, pero sí en la justicia. Sin esa fe ciega, reconoce que caería en la desesperación. Kaliayev por fin lanza la bomba y mata al gran duque. Condenado a muerte, habla con Foka, otro preso que hace funciones de verdugo y será el encargado de ahorcarlo. Foka dice que alivia su pesar con vodka. Kaliayev le habla de la revolución, del nuevo mundo que nacerá de las cenizas de la Rusia zarista: “Seremos hermanos y la justicia hará transparentes nuestros corazones. ¿Sabes de qué hablo?”. “Sí”, contesta Foka, “eso es el reino de Dios”. La gran duquesa, muy religiosa, visita a Kaliayev en su celda. El revolucionario le dice que no pretendía matar a un hombre, sino a la tiranía que representaba. La gran duquesa le contesta que habla igual que su difunto marido: “Todos los hombres adoptan el mismo tono para hablar de la justicia”. Después le comenta que es joven y que no puede ser malo. “No he tenido tiempo de ser joven”, replica el revolucionario y le confiesa que odia a los de su raza porque obligan a otros a matar. “Yo no estaba hecho para matar”, lamenta, pero la injusticia le forzó a adoptar el camino de la violencia. La gran duquesa le invita a buscar a Dios, pero Kaliayev responde: “No en esta tierra. Y yo tengo mis citas en esta tierra”. “Es la cita de los perros”, responde ella, “con el hocico pegado al suelo, siempre olfateando, siempre decepcionados”.
Kaliayev es ejecutado y Dora, desolada, se pregunta si su lucha merece la pena: “Si la única solución es la muerte, no estamos en el buen camino. El buen camino es el que lleva a la vida, al sol. No se puede tener frío siempre…”. Dora admite que escogió la lucha revolucionaria con alegría y ahora tiene el corazón triste. Se siente prisionera de un ideal que tal vez no sirva para construir un mundo mejor. “¡Qué horrible gusto tiene a veces la fraternidad!”, se lamenta. “Nunca más seremos niños —continúa Dora—. Con el primer crimen, la infancia huye”. Con Los justos, Albert Camus escribió el alegato más concluyente contra el terrorismo. Incluso cuando la violencia está justificada, como es el caso de la Resistencia contra la ocupación nazi, los que arrojan las bombas y disparan destruyen parte de su humanidad, pues no es posible matar sin perder la inocencia. Los medios cruentos no alumbran un mañana ético, sino una época sombría. En la Segunda Guerra Mundial, la victoria de los aliados fue un acontecimiento feliz y necesario, pero la violencia del conflicto propagó durante décadas el odio y el rencor. En Continente salvaje, Keith Lowe muestra con elocuencia el clima de venganza que reinó durante la posguerra. Los horribles crímenes de los nazis movilizaron el ansia de revancha de los que habían soportado bombardeos, torturas, deportaciones y asesinatos de sus seres queridos. Puede que haya guerras necesarias o justas, pero su cosecha siempre es espantosa. Muchos excombatientes y civiles arrastraron durante el resto de sus vidas gravísimos traumas. Nada volvió a ser igual. En el caso del terrorismo de extrema izquierda, Camus habla de la lucha contra la Rusia feudal, pero sus reflexiones podrían extenderse a los “años de plomo” de la década de los setenta, cuando las Brigadas Rojas, la Baader-Meinhof, el IRA Provisional, ETA, el GRAPO y otros grupos afines se lanzaron a una ofensiva sangrienta. Sería injusto no mencionar el terrorismo de extrema derecha o incluso el terrorismo de Estado, pero en ese caso no había un ideal que sirviera de justificación, sino una lucha sorda contra la modernidad y el progreso o una urgencia desesperada por desactivar el desafío contra las instituciones. Las bandas terroristas de extrema izquierda enarbolaban la bandera del socialismo, como los justos de Camus. Su objetivo era crear un mundo igualitario, sin clases sociales ni propiedad privada. Las organizaciones independentistas añadían un componente nacional y, a veces, racial. Su utopía parecía moderna, pero en el fondo era regresiva, pues invocaba un pasado donde supuestamente reinó una especie de comunismo primitivo. Lejos de la realidad, sacrificaban los hechos a las ensoñaciones. Algunos se arrepintieron; otros, disueltas las organizaciones, siguen reivindicando su legado. La crisis de 2008 revitalizó la marea revolucionaria. Algunos nos dejamos llevar, rescatando viejos sueños del pasado. Es fácil ser un revolucionario de salón, pero cuando desciendes al mundo de los hechos compruebas que la violencia no es épica, sino cruel y rastrera. Me avergüenza haber creído en la praxis revolucionaria del marxismo, pero también me avergonzaría haber pasado por la vida contemplando con indiferencia la injusticia. Afortunadamente, Martin Luther King nos legó una lección imperecedera: las injusticias pueden ser combatidas sin violencia. Se puede luchar humanamente. Albert Camus murió antes de que surgiera el movimiento por los derechos civiles, pero estoy seguro de que habría caminado al lado del pastor bautista, feliz de avanzar por el lado más ético de la historia.