Elias Canetti no concebía su existencia sin ciertos cuadros. El triunfo de la Muerte y la Parábola de los ciegos, ambos de Brueghel el Viejo, le acompañaron siempre, como dos ángeles –o quizás dos demonios- que velaban sus momentos de incertidumbre. Canetti, que se declaró Enemigo de la Muerte, contemplaba con horror creciente el avance del tiempo, experimentando la sensación de ser uno de los desdichados que aparecen en El triunfo de la Muerte, empujados hacia un ataúd por un ejército de esqueletos con lanzas, espadas y guadañas. Esta obra no le parecía a Canetti la fantasía de una mente atormentada, sino la escenificación del aciago destino que nos aguarda a todos. Reyes, campesinos, caballeros y bufones caminan al unísono hacia un abismo ineludible. Solo al final se dan cuenta de su fragilidad unánime. Hasta entonces, avanzan como una fila de ciegos donde unos guían a otros, olvidando la advertencia de Mateo 15, versículo 4: “Dejadlos: son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo”. Para Canetti, la Parábola de los ciegos constituye la metáfora más exacta sobre el devenir humano. Confiamos en la sabiduría de otros, pero todos soportamos el mismo desamparo. Frente a ese panorama tan sombrío, se alza la luminosidad de las pinturas Rafael Sanzio, que oponen a la crudeza de Brueghel el Viejo, escéptico y quizás desencantado, una espiritualidad refinada. Los ojos del pintor de Urbino solo reparan en la belleza del mundo. Su pincel destaca la delicadeza y el equilibrio, desdeñando lo asimétrico y deforme. Su obra es una primavera ininterrumpida. Se ha intentado rebajar el genio de Rafael a un idealismo relamido, pero la humanidad de sus retratos, que revelan una aguda penetración psicológica, y la grandeza de sus grandes composiciones, auténticos prodigios de color y armonía, evidencian la inconsistencia de ese argumento malicioso. Desde el siglo XIX, el ascenso del pesimismo ha proscrito las manifestaciones de alegría en el arte y en Rafael -¡ay!- fluye una alegría desbordante. Aunque a veces se adentra en la penumbra del espíritu humano, la nota final siempre es una exaltación de la vida. Demasiada impertinencia para un mundo que rinde culto a lo trágico y absurdo.
Yo siempre me he sentido convocado por dos obras: La escuela de Atenas y El cardenal, dos célebres creaciones de Rafael de Urbino. En Las vidas, Giorgio Vasari afirma que La escuela de Atenas “representa el momento en que los teólogos reconcilian la Filosofía y la Astrología con la Teología”. Dado que el enorme fresco se encontraba en Stanza della Segnatura, la sala que albergaba la biblioteca de Julio II, parece una tesis verosímil. Solo la Teología, clave de bóveda del saber humano, logra resolver el conflicto entre el platonismo, que escinde lo real en dos mundos diferentes, y el aristotelismo, que cree en un solo mundo compuesto de materia y forma. La Teología salva el mundo inteligible de Platón, asimilándolo al más allá de la escatología bíblica, y sitúa en su justa perspectiva el universo de Aristóteles, sustituyendo al Dios inmóvil de la Física por el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. En La escuela de Atenas, Platón, con aspecto de anciano venerable, lleva bajo el brazo un ejemplar del Timeo, mientras señala hacia arriba con la mano derecha. Aristóteles, joven y enérgico, sostiene la Ética. Su mano derecha apunta al frente, con los dedos extendidos. La parte de la izquierda reúne a figuras como Pitágoras, Zenón de Elea, Empédocles de Agrigento, Averroes, Parménides, Heráclito y Sócrates. Representan a la corriente órfico-pitagórica y místico-trascendentalista que alcanza su forma más elaborada con Platón. En la parte derecha, nos encontramos con Diógenes de Sínope, Plotino, Euclides o Arquímedes, Estrabón, Claudio Ptolomeo, Apeles y su rival, Protógenes. Son los filósofos de la naturaleza, los científicos y los pintores que se miran en Aristóteles como maestro y modelo supremo. Armonizar a Platón y Aristóteles no significa tan solo conciliar la perspectiva metafísica con el punto de vista naturalista, sino tender un puente para unificar la iglesia griega y la romana. El arte de Rafael no excluye los asuntos terrenales. A fin de cuentas, el pragmatismo y la vocación política son dos rasgos del espíritu renacentista.
Rafael no escoge el Timeo por casualidad. En este diálogo, Platón esboza una teoría sobre el origen del universo, una cosmología. El mundo que vemos es un ser vivo. Tiene alma e inteligencia. Ha sido creado por un demiurgo a imagen y semejanza de un Modelo perfecto, donde se hallan todos los vivientes inteligibles o Ideas. Nosotros somos vivientes sensibles y somos a ese mundo lo que el tiempo a la eternidad, una imagen móvil de lo inmutable. Aristóteles refuta este planteamiento. Discípulo y amigo de Platón, lamenta cuestionar a su maestro, pero alega que la verdad es más hermosa y necesaria que la amistad. ¿Por qué escoge Rafael la Metafísica en vez de la Ética? En la Metafísica, Aristóteles argumenta que las Ideas, inmóviles y eternas, no pueden ser el origen del movimiento y el cambio. Los seres corruptibles solo pueden proceder de principios igualmente corruptibles. Las Ideas solo son quimeras, hipóstasis de cosas sensibles a las que Platón añade el epíteto de “eternas”. El Mundo de las Ideas de Platón presupone la imperfección de la materia y excluye de la eternidad a lo sensible, sombra degradada de lo inteligible. No es una buena perspectiva para Rafael, un pintor cristiano que expresa su fe con colores, aceites, pigmentos, pinceles, paletas, espátulas. Rafael parece desdeñar la línea argumentativa del platonismo, volcando su atención en el camino trazado por Aristóteles en la Ética a Nicómaco para conseguir la felicidad. Con una perspectiva humanista, entiende que la dicha no es posible sin el cortejo de los bienes corporales y los bienes materiales. Sin salud, familia y cierto bienestar material, no es posible ser feliz. Lejos del ideal estoico de autarquía, según el cual la dicha solo necesita de la virtud, Rafael sugiere que la sabiduría no consiste en vivir al margen de las circunstancias, sino en saber aprovecharlas con la mayor nobleza posible. ¿Qué criterio deberemos utilizar para elegir lo más justo en cada situación? Aristóteles responde que la prudencia o sabiduría, gracias a la cual podremos discernir el justo medio. Anticipándose a la objeción de que su planteamiento constituye una invitación a la mediocridad, advierte que “lo que es un medio desde el punto de vista de la esencia, es una cima desde el punto de vista de la excelencia”. Rafael no elige la Ética por azar, sino porque su atención a los asuntos prácticos del mundo se ajusta mejor al talante renacentista, pese a lo que suele creer. La hostilidad de Petrarca a la interpretación averroísta del aristotelismo ha difuminado la impronta del Estagirita en los renacentistas. Conviene señalar que la Ética a Nicómaco se hizo muy popular gracias a la traducción del humanista Leonardo Bruni, muy distinta de la respetada versión de Roberto Grosseteste. Bruni sostenía que la dimensión contemplativa del aristotelismo había sido exacerbada y deformada. Lo esencial no es el objeto contemplado, sino el hombre que piensa y actúa. El sumo bien del que habla la Ética a Nicómaco no es un bien abstracto o trascendente, sino el bien del hombre, que aspira legítimamente a la felicidad.
Rafael parece estar más cerca de Aristóteles que de Platón, pues el punto de vista del Estagirita está labrado a la medida de lo humano y no de absolutos irrealizables. Sin embargo, esa afinidad se tambalea cuando emerge la figura del frío Dios aristotélico, cuya única actividad consiste en pensar en su propia perfección. Ese dios no puede ser amigo del hombre, pues la amistad solo es posible entre iguales y no hay nada igual a Dios. Se plantea de esta forma un conflicto que no se resuelve escrutando el fresco de Rafael. El sentido de La escuela de Atenas hay que buscarlo en los otros frescos de la Stanza della Segnatura: la Disputa del Sacramento, el Parnaso y Las virtudes cardinales. Todas juntas componen una suma del Renacimiento, recogiendo los fundamentos del pensamiento humanístico. Se ha cuestionado el Renacimiento como concepto, señalando que implica el menosprecio de los hallazgos científicos, artísticos y filosóficos de los siglos anteriores. Cuando Giorgio Vasari empleó por primera vez la palabra “renacimiento” (rinascita) para describir la ruptura con los tiempos bárbaros de la escolástica y el estilo que más tarde se llamó gótico, creó un falso contraste entre dos épocas. En la Edad Media, se leyó y estudió a los clásicos griegos y latinos. El Renacimiento no consumó una ruptura, sino una transición. Lo que caracteriza al Renacimiento no es el redescubrimiento de los poetas, historiadores y filósofos de Grecia y Roma, sino una nueva forma de leer a esos autores. Jacob Burckhardt redundó en la tesis de la ruptura en La cultura del Renacimiento en Italia (1860), sin mencionar que a partir del siglo XI –y, especialmente, durante los siglos XII y XII- se rescataron y tradujeron muchas obras de la Antigüedad clásica. Erwin Panofsky escribe en Renacimiento y renacimientos en el arte occidental: “la herencia de la Antigüedad clásica, por muy tenues que fueran los hilos de la tradición, no llegó nunca a perderse de manera irrecuperable; […] siempre hubo algunos vigorosos movimientos renovadores de tono menor antes de la gran renovación que culminaría en la época de los Médicis”. Quizás lo más justo sería señalar que el Renacimiento representó la aparición de una nueva sensibilidad que abordó el mundo antiguo con otros ojos. Describirlo como el paso de la oscuridad a la luz, constituye una grosera esquematización. Desde la Edad Media a la Reforma, un ensayo monumental de Konrad Burdach expresa con precisión el significado del humanismo renacentista: “no buscaban devolver a la vida una civilización muerta, lo que querían era una nueva vida”.
Rafael sintetiza el espíritu del Renacimiento en los frescos de la Stanza della Segnatura, recogiendo todos sus elementos esenciales: recuperación del mundo antiguo, exaltación del hombre, un marcado sensualismo, sentido de la historia, regeneración espiritual. En definitiva, un retorno a lo auténtico. Ya hemos abordado La escuela de Atenas. Examinemos brevemente el resto de los frescos. En la Disputa del Sacramento, cuyo tema es el misterio de la transubstanciación durante la eucaristía, aparecen algunos Padres y Doctores de la Iglesia (Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Buenaventura de Fidanza, Juan Duns Scotto), dos Papas (Inocencio III, Sixto IV), un poeta (Dante), un pintor (Fray Angelico) y el predicador dominico Savonarola, que pagó con su vida su propósito de erradicar la corrupción de Florencia para transformarla en una nueva Jerusalén. En El Parnaso, Rafael representa a las nueve musas y a nueve poetas de la Antigüedad. La exaltación los antiguos convive con la apología de los contemporáneos. Homero y Virgilio se encuentran con Dante y Petrarca en el Monte Parnaso, que ya no es un lugar mitológico, sino uno de los paisajes de la eternidad. En Las virtudes cardinales, vemos a la Prudencia, la Fortaleza y la Templanza, con aspecto de bellas mujeres. Están acompañadas por angelotes (putti), que representan a la Esperanza, la Fe y la Caridad. De las virtudes cardinales falta la Justicia, pero podría estar representada por las escenas de los lunetos inferiores, donde podemos ver al emperador Justiniano y al papa Gregorio IX. Por último, la bóveda de la Stanza della Segnatura, realizada por Giovanni Antonio Bazzi, el Sodoma, y sus ayudantes, reproduce los temas de los grandes frescos parietales: la Filosofía, la Teología, la Justicia y la Poesía. Rafael se limitó a sustituir los motivos paganos que había en los medallones por alegorías cristianas.
Los frescos de la Stanza della Segnatura componen un universo espiritual con un clara jerarquía. No se puede comprender el significado de las obras de forma aislada. Hay que interpretarlas con una perspectiva de conjunto. El espíritu humano aspira a comprender las causas primeras y causas finales, pero su esfuerzo es inútil sin la ayuda de la Revelación. Rafael nos enseña que la Revelación no desprecia el saber antiguo, sino que lo asimila y lo trasciende, resolviendo sus conflictos mediante la Fe. El Mundo de las Ideas no preexiste a la creación. Solo es un modelo que se encuentra en la mente de Dios y no presupone la execración de lo sensible. De hecho, la eternidad asumirá la totalidad de lo existente. Solo el mal quedará fuera. El Arte no es una nota efímera, sino una de las cuerdas que vibrará en la eternidad. Rafael parece insinuar que Aristóteles no se equivocaba al destacar la importancia de lo individual, extendiendo su mano hacia delante. Su visión del hombre es realista y apela a la prudencia. Una lección fundamental para un artista. Un pintor solo acierta cuando ejercita su sabiduría. Cada trazo es un justo medio entre lo ideal y lo posible. Sin embargo, el Dios aristotélico es inasumible para un pintor humanista. El Dios cristiano es muy humano. Amigo del hombre, ama y se aflige. De hecho, realizó algo inaceptable para los griegos: se hizo carne y afrontó la experiencia de la muerte en una situación de absoluta fragilidad y desamparo. Los frescos de la Stanza della Segnatura son una lección de Teología. Nos muestran que el conocimiento y la virtud son expresiones de lo divino. Rafael no es un simple artesano, sino un artista con una visión del mundo. Su pincel no se limita a pintar: habla, argumenta, debate, duda, concluye.
Rafael encarna a la perfección el espíritu del Renacimiento: rescata a los clásicos grecolatinos para incorporarlos a una tradición cristiana depurada y más cercana al Evangelio. Para Jacob Burckhardt, la cualidad más notable de Rafael “era no tanto estética como moral, la gran honradez y la resuelta determinación que siempre informó su lucha… nunca se conformó con sus conquistas ni las explotó como cómoda posesión. Esta cualidad moral la hubiera conservado posiblemente en una larga vida. Recordando su creatividad en los últimos años, verdaderamente colosal, comenzamos a comprender lo que su temprana muerte nos hizo perder para siempre”. Durante siglos se situó a Rafael en el Olimpo de nuestra cultura, cerca de los dioses paganos y los santos. En su famoso Ensayo sobre la Pintura, Francesco Algarotti escribe: “Se admite hoy universalmente que Rafael alcanzó ese grado de perfección que apenas le es lícito a los mortales pretender traspasar. […] Este gran hombre ha alcanzado, si no por completo al menos en buena parte, los objetivos que un pintor siempre debiera fijarse: engañar a la vista, satisfacer al entendimiento, y
emocionar al corazón. […] Con justicia ha merecido el título de divino, por la belleza y la universalidad de su expresión, la exactitud y nobleza de sus composiciones, la castidad de sus diseños y la elegancia de sus formas, que siempre llevan consigo un ingenio natural; pero por encima de todo por esa gracia inexpresable, más bella que la misma belleza, con la que logra sazonar todas sus obras”. Son palabras de 1762 que perdieron su vigencia cuando el último Romanticismo decretó que lo importante no era la perfección formal, sino el sentimiento. Se acusó a Rafael de no hablar con el corazón, asegurando que el arte no debe ser armonía, sino disonancia, furor, desequilibrio. El pincel debe estar al servicio de la expresión de una intimidad, no del ideal. Delicadeza no; pasión, sinceridad. La rebelión contra Rafael llegó a su punto más alto con John Ruskin y el prerrafaelismo. La nueva escuela exaltó a los primitivos italianos y flamencos, cuya atención al detalle y al color neutralizaban el riesgo del academicismo, siempre artificial y nada sincero. Rafael fue arrojado al desván del arte, pero poco a poco ha recuperado el reconocimiento perdido. El pasado seis de abril se cumplieron 500 años de su muerte. El pintor nació y murió un Viernes Santo, como si quisiera dibujar un círculo perfecto ¿Quizás un capricho del azar para recordarnos la perfección de su obra?
¿Qué puede aportar la pintura de Rafael al mundo de hoy? Serenidad, equilibrio y cierta racionalidad, no exenta de pasión. En una época donde el arte ha encallado en un callejón sin salida, cada vez parece más necesario mirar hacia atrás para recuperar a los grandes maestros del pasado. Desde joven, he admirado El Cardenal, retrato de un anónimo príncipe de la Iglesia. Siempre que visitaba el Museo del Prado me detenía ante la obra, atrapado por una fascinación que no sabía explicar. Colgué una reproducción en mi cuarto y me ha acompañado en mis sucesivos cambios de domicilio. ¿Qué tiene ese retrato? Todo el misterio de la condición humana. El cardenal se muestra y se esconde a la vez. Su cara es una mueca a medio camino entre la sinceridad y la reserva. Hay cierta dureza y quizás un punto de cinismo, pero la amabilidad prevalece sobre el desdén aristocrático. El contraste entre la muceta de seda roja y la manga blanca engaña a la vista, produciendo una aguda sensación de realidad. La atractiva y compleja personalidad del personaje emociona, pues sentimos que contemplamos una vida muy humana, con todos sus matices y contradicciones. El conjunto satisface al entendimiento, pues logra un raro equilibrio entre la belleza de la composición y el enigma del rostro. No es un rostro hermoso, pero es un rostro que pide atención y tal vez algo de comprensión. Para pintar algo así, hay que sentir, comprender, conocer, amar al hombre. Rafael no se limita a observar. Su mirada va hasta lo más hondo. No es una mirada meramente estética, sino un ejercicio de simpatía e indulgencia. Su pincel capta la fragilidad de la existencia humana, pero sin caer en el pesimismo. Su sensibilidad cristiana le permite mirar a la muerte de frente, sin pensar que la vida es polvo y desengaño. Su fe no está reñida con la materia. La carne mortal no es la miseria acarreada por el pecado original, sino la manifestación del amor divino. El arte presagia la eternidad. Todas las obras de Rafael, incluidas aquellas en las que apenas intervino, pues delegó en sus colaboradores, exaltan la dignidad del ser humano, cuestionando la visión sombría de los moralistas medievales, según los cuales solo somos un saco de inmundicias. Es difícil contemplar las pinturas de Rafael sin recordar las palabras que Pico de la Mirándola pone en boca de Dios para explicar qué es el hombre: “No te he hecho ni celestial ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que por ti mismo, como libre y soberano artífice, te plasmes y te esculpas de la forma que elijas”. ¿Quién dijo que Rafael no pintaba con el corazón?