Pablo de Tarso es una de las figuras más controvertidas de la tradición judeocristiana. Para los judíos, es el apóstata que consolidó la herejía fundada por Jesús de Nazaret, atribuyéndose la condición de Mesías. Para los cristianos, es el 'Apóstol de los gentiles', el visionario que propagó la buena nueva por el mundo, sin establecer distinciones entre pueblos, razas y culturas. Algunas voces le consideran el primer falsificador de las enseñanzas de Jesús. Así lo vio Nietzsche, que en su opúsculo tardío El Anticristo escribe: “En el fondo solo ha habido un cristiano, y ése murió en la cruz”. Nietzsche elogia la figura de Jesús y denigra a Pablo, al que describe como “el genio del odio, de la visión del odio, de la lógica inexorable del odio”. Pablo ha pasado a la posteridad como el apóstol que justificó la esclavitud y ordenó a las mujeres someterse a sus maridos, lo cual choca con la cruz, reservada a los esclavos y los sediciosos, y con el activo papel de las mujeres en la predicación de Jesús. En la Primera epístola a los corintios, leemos que el hombre es la cabeza de la mujer, así como Cristo es la cabeza de la iglesia. En la Epístola a los colonenses, Pablo llega más lejos: “Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene al Señor” (3, 18). También incita a los esclavos a ser obedientes: “Siervos, obedeced en todo a vuestros amos de la tierra” (3:22). Actualmente, muchos exégetas sostienen que la Epístola a los colosenses no fue escrita por Pablo, pues hay grandes diferencias de vocabulario, estilo y concepción teológica. En cambio, nadie cuestiona la autoría de la Primera epístola a los corintios. En la Epístola a los romanos –de cuya autenticidad tampoco hay ninguna duda-, Pablo pide a los cristianos que “todo hombre se someta a las autoridades superiores, porque no hay autoridad que no provenga de Dios; y las que existen, por Dios han sido constituidas”. Se ha dicho que con estos planteamientos Pablo ponía el Evangelio del revés, apoyando la prepotencia de los señores de la tierra frente a los débiles y oprimidos. ¿Fue Pablo “un genio del odio”, como dijo Nietzsche? Michel Onfray despacha sus epístolas como “la neurosis de un aborto”.
Se han esbozado varias teorías para explicar el pensamiento de Pablo de Tarso. Fariseo de estricta observancia antes de su conversión al cristianismo, Pablo albergaba los prejuicios de su entorno. Además, necesitaba demostrar que la buena nueva no atentaba contra el orden establecido por Roma. Si hubiera invitado a liquidar la esclavitud, el imperio habría interpretado sus palabras como un acto de sedición. Podríamos añadir que sus juicios –propios o atribuidos– no son la palabra de Dios, sino especulaciones personales. Pensar que la Biblia es la palabra literal de Dios conduce a callejones sin salida, pues en el Antiguo Testamento se justifica la guerra y el exterminio de los enemigos, sin distinción de sexos ni edades (Primer libro de Samuel 15:2-3). Lo cierto es que debemos leer a Pablo de Tarso como lo que es: un judío que se educó en el ámbito cultural helenístico. Eso explica su aversión a la homosexualidad, duramente condenada en la Epístola a los romanos. Aunque existía cierta tolerancia hacia la pederastia en el mundo griego, las relaciones sexuales entre hombres adultos se consideraban aberrantes. En Leyes, Platón afirma que la homosexualidad es “contraria a la naturaleza”. La relación entre Sócrates y Alcibíades, exaltada en el Banquete, pertenece al terreno de lo pedagógico y filosófico, no al dominio del amor carnal.
En Carta a los romanos, Karl Barth esboza una interpretación de la moral sexual de Pablo que puede ayudarnos a esclarecer su significado último, superando la estrecha perspectiva impuesta por el contraste entre dos contextos históricos separados por dos mil años. “Lo natural indómito no es puro. De nada sirve que se disfrace de religioso –escribe Barth–. En ello se esconde siempre la no naturaleza y la anti-naturaleza, que aguarda a la hora de irrumpir. […] Lo peligroso rueda hacia el absurdo. La libido campa a sus anchas. El erotismo sin límites invade la vida. […] El caos se desintegra en sus elementos constitutivos, y ya todo resulta posible. […] La idea de obligación y de solidaridad ha perdido su noble sonoridad. Un mundo asolado por la arbitrariedad personal y la injusticia social campa a sus anchas”. Pablo se plantea “urbanizar” la libido, sujetarla a normas, impidiendo que su voracidad destruya todos los límites, lo cual acarrearía la cosificación del otro, reducido a mera fuente de goce. Eso sí, habla conforme al punto de vista de su época y su cultura. Los tiempos han cambiado y sus palabras hoy nos parecen ofensivas, pero nos lanzan una advertencia que no ha perdido vigencia. Si aspiramos a un sexo sin prohibiciones ni tabúes, nos encontramos con el gabinete de Sade. Freud dijo muy claro que no vale todo. La sexualidad solo puede llamarse humana cuando reconoce límites y observa ciertas normas.
Pablo de Tarso soportó toda clase de penalidades por ser testigo de ese Cristo al que solo conoció ya glorificado, cuando le derribó del caballo y le llamó por su nombre, preguntándole por qué le perseguía. En Grandes pensadores cristianos. Una pequeña introducción a la teología, Hans Küng elogia la entereza del apóstol, destacando que su “incesante sufrimiento” no menoscabó “el optimismo, la esperanza y la alegría, que reaparecen en él una y otra vez”. Azotado, apedreado, encarcelado, Pablo de Tarso logró que “el cristianismo se convirtiese en la religión universal de la humanidad”. Gracias a él, los gentiles pudieron convertirse sin pasar por la circuncisión ni acatar los preceptos de la Ley. Hans Küng señala que Pablo es el punto de partida de la iglesia en tanto comunidad y su rica tradición filosófica. Su influencia se aprecia desde san Agustín hasta Karl Barth. Es el fundador del cristocentrismo. No fue un sabio, sino un profeta y el primer místico. Sus epístolas se dirigen a todos, sin distinguir entre señores y esclavos. Para los bautizados en Cristo “no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3: 28). Pablo exaltó el amor por encima de la fe y la esperanza, basándose en que Jesús había muerto por amor al hombre. Karl Barth opina de otra manera, pues considera que Pablo de Tarso sitúa a la fe por encima de todo, ya que constituye el punto de encuentro entre el mundo físico, con sus leyes y fragilidades, y esa otra realidad donde el mundo, rectificado y ampliado, adquiere su plenitud, librándose de la penuria y la contingencia. La fe nos revela la existencia de lo “totalmente otro”, de lo “totalmente distinto”, del “Desconocido e Invisible”. Al igual que a Pablo, Barth se muestra más interesado por el Cristo glorificado que por el Cristo “según la carne”. Desde el punto de vista de la evidencia histórica, Cristo solo es un problema, un mito. En cambio, desde la perspectiva de la fe, “Cristo trae el mundo del Padre del que nosotros nada sabemos ni sabremos dentro de la evidencia histórica”. Con el Cristo resucitado, el Reino se ha hecho actual, se ha acercado a nosotros. A Barth no le falta razón, pero ¿acaso ese acontecimiento no se ha producido por medio del amor? ¿Es posible la fe sin la experiencia del amor? Y si es así, ¿puede amarse a lo que está fuera de la historia?
Pablo no organizó jerárquicamente las primeras comunidades cristianas, pues creía que lo esencial no era el orden, sino la adhesión a los principios de libertad, fraternidad y servicio. “Todos somos hermanos en Cristo”, repitió una y otra vez. Sus epístolas son anteriores a los evangelios. Los evangelios salen a la luz setenta años después de la muerte de Jesús. En cambio, las epístolas paulinas circulaban desde treinta años atrás, lo cual significa que durante mucho tiempo las comunidades cristianas desconocían al Jesús de la historia. ¿Qué significa eso? Que se pasó por alto la humanidad de Jesús, lo cual provocó que el cristianismo se configurara como una religión más, organizada alrededor de una figura de connotaciones míticas. La deshumanización de Jesús provocó que se adoptara una perspectiva mitológica, muy alejada del espíritu de las Bienaventuranzas y el Sermón de la Montaña. Se ignoró que el Reino profetizado por Jesús comenzaba aquí y ahora, no en una esfera estrictamente espiritual, deslindada del devenir histórico. Jesús vino a decir que era posible otro mundo y que, más allá de la muerte, aguardaba una justicia cósmica que repararía todos los agravios de la historia. Pablo –o, si se prefiere, Saulo– comentó que el Jesús “según la carne” carecía de importancia frente al Cristo resucitado. Esa distinción implicaba cierto menosprecio hacia la labor de Jesús como reformador moral y social. La Iglesia Católica asumió ese desdén y apenas prestó atención a la dimensión histórica y política de Jesús, rebajando el cristianismo a una simple promesa de vida eterna. Solo se salvarían los que se arrepintieran e hicieran penitencia, doblegando los impulsos de la carne. Se postergó de ese modo una de las enseñanzas capitales de Jesús: “Misericordia quiero, y no sacrificio” (Mateo 9:13). Durante siglos, se habló de culpa y pecado, denigrando al ser humano, presuntamente corrompido hasta la raíz. Se olvidó la ternura del Evangelio y su potencial transformador. Cuando Jesús llama a la conversión, no pide que nos humillemos, sino que abramos nuestro corazón a los demás, solidarizándonos con el que sufre. Jesús perdona sin exigir ninguna penitencia. No pide arrepentimiento ni propósito de enmienda. Cuando la mujer adúltera se queda a solas con él, simplemente le dice: “Márchate y no peques más”. Jesús habla más de los pecadores que del pecado y lo hace para absolverlos, no para condenarlos. De hecho, se hace su amigo y se deja ver en su compañía. Jamás les negó el pan o un lugar en la mesa. En La humanidad de Jesús, José M. Castillo afirma: “No cabe duda de que Jesús fue más revolucionario de lo que nos imaginamos y de cuanto podemos sospechar”.
La exaltación de la castidad que salpica las epístolas paulinas posee un inequívoco eco gnóstico. Jesús no mostró esa hostilidad hacia el sexo y tampoco manifestó interés alguno por crear una nueva religión sostenida por una estructura jerárquica. Cuando Pedro le pidió que no acudiera a Jerusalén, donde le esperan la tortura y la muerte, Jesús le contestó: “¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios!” (Mat 16:23). José M. Castillo interpreta este pasaje como la confrontación entre la ambición de crear una nueva iglesia, jerárquica y con poder temporal, y el proyecto de una nueva vida sin jerarquías ni poder. Según Castillo, Pablo le dio más importancia a los ritos que al Evangelio, marcando un rumbo que han seguido las iglesias durante siglos. Sin embargo, ¿no es cierto que Pablo dijo que la letra mata y el espíritu vivifica? ¿No se percibe en su voz la clarividencia de los profetas frente a la estrechez de miras de los sacerdotes, solo preocupados por la minuciosa observancia de los ritos? Después de escandalizarse como fariseo con la idea de un Mesías crucificado, que situaba lo sobrenatural a la misma altura que a los parias de la tierra, el inesperado encuentro con Cristo le abrió los ojos. Cristo era la evidencia de que un cuerpo contaminado, maldito, había triunfado sobre el poder político más grande de la época. El antiguo orden se había invertido. Dios había demostrado que los denigrados y los menospreciados serían los primeros. A partir de entonces, Pablo abandonó sus privilegios y comenzó a buscar el sustento fabricando tiendas. Trabajó con sus manos y predicó en su taller. Se ganó el pan con sudor y fatiga, pues no quería ser una carga. En el mundo antiguo, el trabajo se consideraba una actividad de seres inferiores y carentes de dignidad. Pablo asumió ese estigma. Al igual que Jesús, que se rebajó voluntariamente, se hizo siervo y adoptó una dura existencia. Realizaba trabajos pesados, dormía poco y sufría toda clase de privaciones: “pasamos hambre, tenemos sed, nos falta ropa, […] con estas manos nos matamos trabajando” y se nos considera la escoria de la tierra, la basura del mundo” (I Corintios 4:11-13).
Pablo pide obediencia a los esclavos, pero paradójicamente sigue a Jesús de Nazaret, que murió como un esclavo, y pide en sus cartas la estricta igualdad entre todos los miembros de las comunidades cristianas. En la Epístola a los filipenses, escribe: “No hagáis nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad, considerad a los demás como superiores a vosotros mismos. Cada uno debe velar no solo por sus propios intereses, sino también por los intereses de los demás” (2:3-4). Pablo pide obediencia al poder político –por entonces, representado por el imperio romano–, pero anuncia el Reino a las naciones despreciadas, asegurando que Dios es Abba, Padre de toda la humanidad. Demanda sumisión a la mujer, pero al mismo tiempo destaca el papel de las mujeres, que “habían luchado a mi lado en la obra del Evangelio” (Filipenses 4:3). Pablo no oculta que la cruz invierte todos los valores del mundo antiguo, ensalzando la debilidad, la pobreza, la humildad, el trabajo manual. Al sentar a Jesús a su derecha, el Dios cristiano se pronuncia a favor de las víctimas de la ley romana, injusta y opresiva. Resucitar a un convicto ejecutado de forma deshonrosa convierte en “locura la sabiduría de este mundo”, escandalizando a romanos y judíos. ¿Cómo se explican las contradicciones de Pablo de Tarso? ¿Qué pensaba realmente? Muchos investigadores opinan que el párrafo que insta a obedecer al poder político en la Epístola a los romanos solo es una glosa posterior. Y que los fragmentos que justifican la esclavitud y la sumisión de las mujeres son añadidos de los diferentes copistas.
La dureza de algunas afirmaciones de Pablo contrasta con la humildad que exhibe en otros momentos. En la Segunda Epístola a los corintios pide que nadie le cierre las puertas: “Hacednos un lugar en vuestros corazones. A nadie hemos agraviado, a nadie hemos corrompido, a nadie hemos explotado” (7:2-3). Y añade: “Cuando soy débil, soy fuerte”. Al parecer, Pablo era un orador mediocre y en persona causaba una mediocre impresión. En sus epístolas, no intenta combatir esa imagen. Prefiere ser honesto y admitirlo. ¿Quién era Pablo de Tarso en realidad? ¿Qué pensaba? Incontestablemente, Pablo destruye las distinciones impuestas por el poder, la raza, la religión, el sexo o el dinero, afirmando que Dios no contempla acepción de personas. Cuestiona el orden jerárquico de las naciones y las clases sociales, anunciando que los últimos serán los primeros en el Reino. Exalta la comunidad de bienes, la solidaridad con el pobre y el extranjero, el perdón, la paz y el desprendimiento. Su enseñanza puede condensarse en una frase que ha traspasado los siglos: “Si no tengo amor, no soy nada” (2 Corintios 13:1). Pablo de Tarso es una de las grandes voces de la Antigüedad. No es solo el “Apóstol de los gentiles”, sino un pensador decisivo en la configuración de nuestra tradición cultural. Todo sugiere que ha sido víctima de una posteridad que manipuló su legado. Karen Armstrong le considera “el apóstol más incomprendido” y opina que se escandalizaría si contemplara a los papas ocupando el lugar de los emperadores después de la caída del imperio romano. “Pablo ha sido culpado de ideas que nunca predicó –escribe Armstrong– y algunas de sus mejores percepciones sobre la vida espiritual han sido ignoradas por las iglesias”.
Pablo, que tanto luchó contra los prejuicios raciales y las distinciones sociales, no nos habla del “Dios de la religión”, que aparta y condena, sino del “Dios de la esperanza”, que acoge y conforta. Detenido y encarcelado por los romanos, quizás sufrió una muerte ignominiosa en una húmeda y oscura prisión. Tal vez agonizó pensando que había fracasado. ¿Cayó en la desesperación o conservó su fe? Me gustaría pensar que halló consuelo en ese Dios de la esperanza que salió a su encuentro camino de Damasco.
@Rafael_Narbona