"Muerto está el pueblo cuyos dioses mueren", Stefan George

Se ha especulado mucho sobre el 'ángel terrible' de Rilke. ¿Qué nos pretendió decir el poeta? En una carta de 1925, dirigida a Witold Hulewicz, escribe: "El ángel de las Elegías es aquella esencia que se ofrece como fiadora para reconocer en lo invisible una categoría más elevada de realidad. De aquí que sea 'terrible' para nosotros, porque nosotros, que somos sus amantes y transformadores, estamos sin embargo adheridos a lo invisible". La idea de que lo real se extiende más allá de lo visible choca con la mentalidad contemporánea, donde se ha impuesto que la verdad siempre es una evidencia empírica. Desde esa perspectiva, Dios solo sería una fantasía. Esta interpretación goza del respaldo de una gran parte de la comunidad científica, pero lo cierto es que no responde a las preguntas esenciales de la vida. Seguimos interrogándonos sobre el origen de lo real, la naturaleza del bien o el sentido de la existencia. Y no somos capaces de explicar el hecho estético, pues las teorías basadas en principios como la simetría, la armonía o el equilibrio nos parecen insuficientes para explicar el asombro y temblor que nos produce la belleza. Un laboratorio jamás resolverá estos problemas. El 'ángel terrible' de Rilke sigue anunciando ese territorio que muchos consideran imaginario, pero que otros conciben como la morada de los grandes misterios, como Dios, el origen de la vida y la hipotética pervivencia del alma después de la muerte.  

Hoy en día, la filosofía se muere de academicismo. Entre el pensamiento débil, la nota erudita y la pesquisa filológica, apenas se atreve a formular nuevas interpretaciones de la realidad. Las ideas alumbradas por los filósofos del pasado flotan a la deriva, como fragmentos de civilizaciones que se han extinguido y que ya solo poseen un interés arqueológico. Algunos consideran que este escenario es una buena noticia, pues la liquidez y lo fragmentario garantizan la autonomía del sujeto, liberándole de la tutela de las ideologías. No seré yo quien reivindique las ideologías, pero sí considero que el ser humano necesita certezas, raíces, convicciones. Sin una idea de verdad, no es posible afrontar la vida con serenidad y esperanza. 

La razón poética

María Zambrano reivindicó la razón poética, largo tiempo perdida por culpa de la expulsión de los poetas de la polis platónica. La razón discursiva, conceptual, se revela impotente ante las verdades últimas y deja en penumbra aspectos esenciales de la vida. Por el contrario, la razón poética, con su carga creadora y su plasticidad, nos proporciona una comprensión más alta del bien, la belleza o lo sagrado. La filosofía analítica, con sus exigencias de claridad y exactitud, piensa que la poesía y el pensamiento filosófico pertenecen a dominios diferentes. La filosofía se ocupa del saber objetivo, de la totalidad, de lo claro y distinto. La poesía, de lo subjetivo e incompleto, lo oscuro y profundo. Lo cierto es que ambos lenguajes nacen del asombro y aspiran a la verdad. Los primeros filósofos, mal llamados presocráticos, fueron poetas. Parménides elaboró un ambicioso poema para explicar el Ser. Sus versos no expresan estados emocionales, sino perplejidades, intuiciones e iluminaciones. Poesía y filosofía son búsqueda, anhelo, pregunta, exploración. Ya en el siglo XX, Martin Heidegger consideró que los conceptos no podían explicar la realidad, pues su carácter estático y unidimensional no lograba captar el fondo último del Ser. Más adelante, el filósofo extendió esa sospecha a la totalidad del lenguaje, tachando incluso el verbo ser. Pese a eso, Heidegger creyó que la poesía –o el arte- estaba más cerca de la verdad que la filosofía. Hölderlin y Van Gogh habían comprendido mejor la vida de las cosas que la razón, una pordiosera que se disfrazaba de sabiduría para disimular su impotencia

¿Por qué los poetas están más cerca de la verdad? Heidegger responde a esta pregunta con un ejemplo ya famoso: las conocidas botas de una campesina pintadas por Van Gogh. La ciencia nos habla de su forma, de su peso, de su posición en el tiempo y en el espacio, de su trascendencia o insignificancia, de su composición material y su dimensión formal. El arte, en cambio, nos cuenta la historia de esas botas. Nos habla de la fatiga y el trabajo, del barro y el frío, de la dura brega por la subsistencia y del incierto mañana. El pincel de Van Gogh es más preciso y certero que cualquier concepto o medida. Se podría decir lo mismo de la palabra poética. Se menosprecia, en cambio, el género narrativo, pese a su poder altamente esclarecedor. Es un gesto absurdo, pues las grandes novelas nos proporcionan claves esenciales sobre el hombre. En Guerra y paz, de Tolstói, apreciamos la crueldad y la inutilidad de los conflictos bélicos, donde el individuo es reducido a peón irrelevante de la historia. En Crimen y castigo, de Dostoievski, descubrimos que la expiación casi siempre acontece gracias a un amor humilde y sencillo, como el de la joven prostituta Sonia hacia el arrogante Raskólnikov, ebrio de delirios fáusticos. En La montaña mágica, de Thomas Mann, asistimos al debate entre Ilustración y Romanticismo que conducirá a Europa a dos guerras mundiales, mostrando que las ideas democráticas carecen de esplendor épico, pero garantizan una convivencia pacífica y humana. 

Alter Christus 

Si nos situamos en el plano de la tradición cristiana, las mejores aproximaciones a la figura de Jesús –no ya como personaje histórico, sino como kerigma- se hallan en dos novelas: Misericordia, de Galdós, y El idiota, de Dostoievski. Como advirtió María Zambrano en su ejemplar exégesis de Misericordia, Benina, la humilde criada que sostiene a su señora con limosnas, es alter Christus, otro Cristo, o quizás ipse Christus, el mismo Cristo. Podemos decir lo mismo de Lev Nikoláievich Myshkin. Benina lo da todo y cuando sufre la ingratitud de aquellos a los que había socorrido, no responde con rencor. Al igual que Jesús, perdona desde su cruz, que en este caso es una miserable chabola situada a las afueras de Madrid, donde se ha instalado tras ser expulsada de la casa de Doña Paca, su señora. Doña Paca y su nuera Juliana se avergüenzan de que haya pedido limosna. No importa que haya empleado ese dinero en sostener a su orgullosa señora, ocultándole la fuente de sus ingresos para no afligirla. Juliana le exige que se marche, pero no puede evitar el asalto de la mala conciencia, que irrumpe en forma de pesadillas. En sus sueños, sus hijos enferman y mueren. Buscando liberarse de esas ensoñaciones, visita a Benina, que cuida del moro Almudena, ciego y muy enfermo. No se atreve a pedirle perdón, pero le cuenta sus pesadillas. Benina, que comprende el origen de su malestar, no le recrimina nada. Se limita a asegurarle que sus hijos no enfermarán y se despide de ella con las mismas palabras empleadas por Jesús con la adúltera: "Vete a tu casa y no vuelvas a pecar". 

El príncipe Myshkin también desconoce el rencor. Posee la inocencia de un niño, es decir, esa bondad que Jesús exalta como un modelo de salvación, asegurando que será la llave de la puerta del reino de los cielos (Mateo 19:14). Su mansedumbre produce estupor en sus conocidos, casi siempre violentos, egoístas y mezquinos. Con una mezcla de admiración y estupor, Rogozhin exclama: "Eres, príncipe, un genuino 'bobo de Cristo', de esos a quienes ama Dios". Myshkin suscita palabras de afecto y reconocimiento, pero también de rechazo y desprecio. La princesa Belokonsakaya no esconde su desdén: "La verdad es que das asco". Compasivo y paciente, su ejemplaridad produce malestar en los otros, que aprecian en su comportamiento la sombra de la inmadurez. Muchos piensan que aún necesita una niñera, pues el amor adulto escapa de su comprensión y posibilidades. Epiléptico, no se le considera un idiota por una supuesta deficiencia mental, sino por su simplicidad, que le impide apreciar la crueldad humana. Algunos se preguntan si es un hipócrita o un oportunista sin amor propio. Quizás la razón de estas reacciones airadas hay que buscarla en que su bondad actúa como un espejo de la maldad ajena. Myshkin no se conforma con ser humilde, sencillo y bueno. Está dispuesto a cargar con las culpas ajenas para purificar el mundo, librándolo de la sombra del mal. Por eso, arroja sobre sus espaldas una culpabilidad infinita, considerándose "el más ruin de los ruines". No le importa asumir un sacrificio tan descomunal, rebajándose siempre que surja la ocasión. Al igual que Benina, Myshkin tendrá un final desgraciado. El mundo es un lugar inhóspito para los santos. Benina nos recuerda que en la figura de Jesús hay un calor maternal. Dios no es un varón, sino plenitud, vida y su naturaleza incluye lo femenino, matriz de todo lo que existe. Myshkin nos muestra que Jesús solo fue un bufón a ojos de una gran parte de sus contemporáneos, un "idiota" sin talento para la vida práctica. El destino de los dos personajes es una versión de ese Gólgota donde el justo agoniza entre befas y agravios.    

Benina y  Myshkin son razón viviente y, por eso mismo, razón narrativa. Su historia no es una simple fantasía, sino la encarnación de un ideal. Aunque brotan en el terreno de la imaginación, irrumpen en la historia con la fuerza de una verdad trascendente y objetiva. Añaden algo esencial al mundo e influyen sobre su marcha. En cierto sentido, son modelos, arquetipos, pero su meticulosa humanidad evita que se conviertan en la mera escenificación de una teoría. Los modelos –o, si se prefiere, los mitos- nos ayudan a afrontar los desafíos con el respaldo de una tradición compartida. Sin ellos, no nos queda otra alternativa que elaborar individualmente las emociones, una tarea que nos sitúa al borde de nuestras fuerzas. 

Razón narrativa

¿Qué puede enseñarnos la razón narrativa? Incluyo indistintamente en ese dominio a la novela y el cuento. Los poemas épicos, como la Ilíada o la Comedia de Dante, también podrían figurar en esa categoría. Lo mismo podríamos decir de las obras teatrales de Shakespeare, pero voy a limitarme a la novela moderna, que nace en 1605 con el Quijote.

El Quijote

Se han realizado muchas interpretaciones del Quijote, sin que haya un consenso definitivo sobre las intenciones de Cervantes. Evidentemente, la obra trasciende la intención meramente paródica. Los episodios hilarantes que salpican la trama solo muestran el fracaso del ideal caballeresco, un código grotesco a comienzos del siglo XVII, pero con un valor paradigmático en los siglos anteriores. La Edad Media había elaborado una imagen del mundo que privilegiaba la totalidad sobre el individuo. Los valores morales y los roles sociales estaban claramente definidos. La relación del hombre con Dios discurría por el cauce fijado por la Iglesia Católica. Nadie cuestionaba su mediación. Con la Edad Moderna, el individuo comienza a emanciparse de su subordinación al todo, exigiendo autonomía, lo cual le sitúa en el terreno de la duda y el escepticismo. Con la Reforma y la traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas, esa tendencia se acentúa. El hombre demanda libertad, pero esa aspiración le aboca al desarraigo y la soledad. La novela nace de ese conflicto. Es un género ligado al ascenso del individuo como protagonista de la historia y legislador moral. Alonso Quijano busca en los libros de caballería la seguridad que le proporcionaba el paradigma medieval, pero sabe que tiene la batalla perdida. Cuando se aventura en los páramos de Castilla, late en su interior la sospecha de encaminarse hacia una derrota. 

Cervantes fue discípulo del erasmista López de Hoyos. No se opone a los aires renovadores, pero advierte que el suelo sobre el que se ha apoyado la cultura europea se tambalea. El infortunio de su personaje -vejado, apaleado, escarnecido y menospreciado- confirma que su diagnóstico no es erróneo. El Quijote certifica la muerte de una época y preludia tiempos de incertidumbre. La imagen de Dios perdura en el horizonte, pero las esperanzas menguan. A partir de ahora, el hombre deberá acostumbrarse a los sinsabores de una anhelada mayoría de edad que esconde la obligación de pensar a la intemperie, sin tutelas que resuelvan las perplejidades. La ética cristiana perdura, pero en un contexto que reclama una nueva perspectiva. Alonso Quijano y Sancho se parapetan en la amistad, intuyendo que la trascendencia no es algo lejano, sino una huella que se hace visible en la responsabilidad infinita hacia el otro. El caballero andante sigue las huellas del Nazareno, tomando partido por los débiles y los humildes. Defiende a las mujeres, los criados, los galeotes. Su peripecia evoca el desafío de Jesús, que comprende la necesidad de reformar la Ley, añadiendo nuevos mandatos y aboliendo otros que han perdido su vigencia. Sabe que su aventura finalizará en una aparente derrota, pero decide lanzarse contra los molinos de su tiempo: el Templo y Roma. La razón narrativa nos revela que las crisis son fructíferas como un parto, pero siempre están acompañadas de sufrimiento y temor. Esa conmoción genera la tentación de retroceder, pero no es posible ni deseable. Dar un paso atrás, no sellará las heridas que se han abierto. Esas heridas producen dolor y miedo, pero son el surco fértil donde la semilla muere y renace. Lo que no muere no es fecundo.

Robinson Crusoe

En 1719, algo más de un siglo después, aparece Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. ¿Qué nos enseña esta vez la razón narrativa? Gracias a la técnica, el hombre ha incrementado el dominio del mundo, pero ese progreso ha corrido paralelo a una creciente sensación de desamparo. Robinson coloniza la isla donde ha naufragado, pero su soledad es devastadora. Su meticulosidad resulta ridícula y su existencia, fantasmal. Sin testigos de su habilidad para cultivar, canalizar, apacentar animales y construir una casa, su eficacia parece irrisoria, casi una burla del destino. Su ambición de poder le empuja a proclamarse rey de la isla y, aunque nunca pierde sus convicciones religiosas, en sus dominios no se advierte la presencia de Dios. Es la realización perfecta del cogito cartesiano: «yo soy, yo existo». Es decir, mi conciencia se ha apropiado de todo, reduciendo el cosmos a una propiedad de la mente. Lo objetivo ha quedado subsumido en una subjetividad exacerbada. Robinson es el apogeo de la filosofía occidental, cuya meta siempre ha sido colonizar el ser. Robinson vuelve a ser un hombre cuando aparece Viernes. Al asumir su cuidado, sale de su narcisismo. Su colonia se convierte en una comunidad. Sus convicciones religiosas recobran su sentido, pues ya no se limita a adorar a Dios como un ser lejano. Ahora se ocupa de él. Y lo hace alimentando y educando a Viernes, al que no llama súbdito o esclavo, sino amigo. La razón narrativa certifica que la soledad del hombre moderno, un precio ineludible en su viaje hacia la libertad, solo se aplaca mediante la fraternidad. El otro no es una amenaza que sale a nuestro paso, sino lo que constituye nuestra humanidad, realizando nuestro destino de seres éticos. La moral no es una invención humana, sino la evidencia de nuestra trascendencia. Dios, que solo era una ausencia en la colonia de Robinson, se hace presencia con Viernes. Cuando ambos comparten la mesa, la isla se convierte en una utopía. 

En busca del tiempo perdido

Ya en el siglo XX, En busca del tiempo perdido, el ciclo de siete novelas de Marcel Proust, nos muestra que la soledad no ha disminuido. El protagonista no vive en una isla, sino en la gran ciudad de París y frecuenta los salones más elegantes, pero el bullicio, el color y la luz no logran esconder su aislamiento. Su participación en animadas y brillantes tertulias solo es una pantomima, no un intercambio de afectos. Los otros son un decorado, no seres de carne y hueso. El narrador solo establece lazos verdaderamente humanos con su abuela. Durante su estancia en el hotel de Balbec, se aflige pensando en su cercana muerte, pues ya es una mujer anciana. Su abuela le consuela citando a Platón, según el cual los que se amaron, siempre se reencuentran. Sus palabras apenas alivian la angustia de la inminente separación, pues en un mundo donde reina la frivolidad, no hay espacio para la esperanza. Dios no visita el salón de los Guermantes. O sí, tal vez acude, pero solo le permiten entrar en la cocina. En ese escenario, el ser humano solo es memoria y tiempo. La memoria le permite escarbar en la genealogía de su yo, pero el tiempo evidencia que se trata de una tarea con un fruto efímero. En El tiempo recobrado, los personajes, hundidos en una irreversible decadencia, miran hacia atrás con desgarro, sabiendo que solo les queda despedirse. No dejarán nada detrás y, al cabo de unos años, nadie les recordará. Proust recrea el aislamiento del hombre contemporáneo. No lo hace con la desnudez de Kafka, que cultiva una estética minimalista, pero tal vez el contraste entre un lenguaje sinuoso y plagado de metáforas y el infortunio de sus personajes resulta aún más hiriente. La luz solo es un espejismo. Alrededor de su burbuja de claridad, donde brillan Charles Swann, el barón de Charlus u Oriana de Guermantes, se extiende una vasta oscuridad.

El Ulises de Joyce

El Ulises, de James Joyce, es una de las últimas estaciones del periplo iniciado con el Quijote. Paradójicamente, la razón ha llevado al hombre hasta el colapso irracional. Todo se desmorona. Hasta el lenguaje. Leopold Bloom vuelve a casa, pero su hogar está en ruinas. Ya no necesita alejarse para ser un extranjero. Es un apátrida y lo será en todas partes, como Meursault. Su mente flota entre el caos y la angustia. La distancia con sus semejantes se ha vuelto insalvable y Dios hace tiempo que vive en el exilio. Sin embargo, Joyce no arroja al hombre al vértigo de habitar un cosmos ciego y sin finalidad. La incipiente vocación literaria de Stephen Dedalus manifiesta que la salvación del ser humano está en la palabra y la palabra es Logos, vida, sentido, pensamiento. Después de demoler el edificio del lenguaje, Joyce invita al hombre a reconstruirlo, buscando la palabra exacta, lejos de ese ruido que había convertido el lenguaje en un espacio de desencuentros. Podemos aplicar la misma reflexión a William Faulkner, Virginia Woolf o Hermann Broch, cuyas obras son feroces ataques contra la Torre de Babel. La palabra, rebajada a mera herramienta, ha perdido su poder esclarecedor. Por eso, hay que descomponerla y recrearla, devolviéndole su pureza original, cuando nombrar significa comprender.  

La novela nace de un conflicto –el ocaso de la Edad Media cristiana- y desemboca en el nihilismo, en ese pandemónium que no reconoce ninguna forma de verdad o certeza. ¿Es inevitable esa caída? ¿Se puede decir que la gran lección de la razón narrativa es el fracaso del hombre a la hora de habitar el universo de una forma satisfactoria? En absoluto. El fracaso es un momento necesario en el viaje hacia la libertad. El Ulises nos lleva a un callejón sin salida, pero no nos pide que nos quedemos allí. La palabra nunca es un final irreversible. Puede hacer una escala en el silencio, pero enseguida retomará su vuelo. Después del Ulises, Joyce escribirá otros libros, mostrando que el Logos sigue actuando incluso en mitad del caos. Podemos extender ese razonamiento al eclipse de Dios. Después de varios siglos con una idea insuficiente o deformada de Dios, no cabe otra alternativa que un tiempo de silencio. Dios muere para volverse a acercar al hombre. ¿Apreciamos ese movimiento en alguna novela? ¿Puede la razón narrativa rescatarnos del colapso a que nos ha conducido? Pienso que sí.

Unamuno y Delibes

Podría citar muchas novelas que señalan un nuevo camino, pero me limitaré a dos: San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno, y Los santos inocentes, de Miguel Delibes. San Manuel Bueno, mártir es una «nivola», es decir, un relato deshidratado que se ciñe a lo esencial, cultivando el esquematismo narrativo. Aunque se ubica en un pueblo imaginario de España, su estilo desnudo y preciso favorece su universalización. Algunos dirán que la novela ha envejecido y es cierto que el tema de Dios ya no está de moda, pero eso no ha evitado que el ser humano siga afrontando su finitud con zozobra, anhelando ser algo más que un parpadeo. ¿Qué aporta la novela en ese conflicto? Algo inesperado y paradójico. Nos enseña que la duda es una forma de fe y quizás la más auténtica. O incluso la única posible. La duda no es una negación, sino una apertura. Preserva nuestra libertad y nos mantiene en una tensión permanente. La fe no es el final de un viaje, sino un periplo interminable. Todos somos Abrahán, buscando esa tierra prometida que siempre está más allá y que no logramos imaginar

Los santos inocentes, una de las novelas más experimentales de Miguel Delibes, nos lleva un poco más allá. La duda es el precio que hemos pagado por nuestra libertad. Si Dios fuera una evidencia, ejercería una coerción invencible, reduciendo nuestra existencia a una mera colección de automatismos. No seríamos amigos de Dios, sino sus siervos. Sin embargo, la huella de Dios está en el mundo. Como apunta Lévinas, es lo primero, el primer dato que irrumpe en nuestra conciencia. Cuando contemplamos el rostro del otro, de inmediato brota el mandato de respetar su vida y acudir en su auxilio. La primera consecuencia del pecado original es el asesinato de Abel. Ese crimen confirma que el ser humano ha perdido el paraíso. En Los santos inocentes, la desgraciada familia de Paco y Régula nos convoca, demandando nuestra solidaridad. No es un sentimiento adquirido, sino algo espontáneo. Es la «huella» de la que habla Lévinas y que Miguel Delibes plasma de forma inequívoca gracias a la razón narrativa. 

El ángel terrible de Rilke

Se ha hablado infinidad de veces de la muerte de la novela. Es un diagnóstico sin fundamento, pues incluso como entretenimiento, la forma más elemental del arte narrativo, sigue viva, respondiendo a una humanísima necesidad. En un tiempo donde la noción de verdad se tambalea, la novela es el espacio donde acontece la comprensión, pues explora las distintas regiones del alma humana, introduciendo una forma de inteligibilidad que no está al alcance del pensamiento científico, siempre unilateral y unívoco. La realidad es un poliedro y solo la novela puede cubrir sus múltiples caras

¿Cuáles son los límites de la razón narrativa? El acercamiento al misterio último de Dios. Jesús ha puesto rostro a Dios, pero no ha agotado su vasta realidad: «Deus semper maior». De ahí su dimensión trinitaria, que refleja una compleja vida interior. Dios solo es una palabra que denota un campo semántico inabarcable. Para aventurarse en ese dominio, hay que recurrir a la razón poética, que nos proporciona un conocimiento metafórico. El «ángel terrible» de Rilke siempre estará en el umbral de ese misterio, proclamando que lo invisible soporta lo visible. Dios es la fuente original de la vida o, por utilizar una expresión de Henri Bergson, «el esfuerzo creador de la vida». No es una fuerza ciega, pero tampoco un ídolo al que podamos representar. Su existir excede cualquier forma o representación. Solo la razón poética o la intuición mística pueden proporcionarnos una experiencia de lo inefable. ¿Qué o quién es Dios? Para Rilke, un árbol que crece en nuestro interior y cuyo fruto solo conoceremos al final de los tiempos. No me parece una mala metáfora. No permitamos que ese árbol muera.

@Rafael_Narbona