1. Los placeres del pensamiento

El 30 de octubre se cumplen 150 años del nacimiento de Paul Valéry, al que Octavio Paz consideró el verdadero filósofo francés de su tiempo y no Sartre, y al que Theodor W. Adorno describió como “un minero sin luz”, pues entendió que una obra literaria “no es un regalo, sino algo exigente, que niega la felicidad e incita a un esfuerzo ilimitado”. Se presupone que los críticos literarios poseemos un gran conocimiento de los clásicos, pero la realidad es que solo albergamos ecos —más o menos intensos— que vibran en nuestra memoria, evocando lecturas a veces muy remotas. Es mi caso con Paul Valéry, al que leí de joven, cuando deambulaba por la Rosaleda del Parque del Oeste —esa concesión a la geometría neoclásica en unos jardines inspirados por las penumbras del Romanticismo— con una docena de libros en una mochila, fantaseando con materializar la hazaña de leerlo todo, desde el Poema babilónico de la Creación hasta el último apunte de Nabokov, Samuel Beckett o Thomas Bernhard. Entre las obras que frecuenté en esa época, se hallaba una edición bilingüe de El cementerio marino, acompañada por “Inspiraciones mediterráneas”, una conferencia impartida por Paul Valéry el 24 de noviembre de 1933 en L’Université des Annales, y dos melodramas, Anfión y Semíramis, concebidos para escenificarse con música de Arthur Honegger.

Mi recuerdo de esa experiencia la lectura siempre es una experiencia o, para ser más exactos y más orteguianos, una vivencia es muy difuso y coincide con esa sensación de paz y equilibrio que nos invade al contemplar el mar en calma o un cuadro que ha optado por una belleza elemental y desnuda, prescindiendo de adornos innecesarios. Cuando me pidieron que escribiera sobre Paul Valéry, busqué en mi biblioteca el libro que había leído quizás con veinte o menos años, pues sabía que incluiría notas, subrayados y quizás alguna de esas reflexiones tan inmaduras como sinceras que solo nos atrevemos a formular a una edad temprana. En mi primer contacto con Valéry, aprendí que la poesía es una sucesión de notas, palabra que anhela ser música, melodía, forma, emancipándose de su carga de sentido. Se tiende a menospreciar esas impresiones primerizas, olvidando que poseen la frescura y la veracidad de una confrontación directa con el texto, sin mediaciones, pudores o inhibiciones que inhiben la espontaneidad y condicionan el juicio.

Al hojear mi viejo ejemplar de El cementerio marino descubrí que mi bolígrafo ¡qué pecado, subrayar y anotar con tinta y no con un lápiz, pero es lo previsible en una etapa de rebeldía e iconoclastia! había apuntado en un margen: “Valéry representa la irrupción de una matemática estrictamente ideal, como la platónica, en un espacio lírico”. Más abajo, añadía: “Al igual que Nietzsche, Valéry intenta alumbrar centauros”. Por entonces, había oído que el poeta francés detestaba el sentimentalismo, pero su última frase según el prólogo de mi ejemplar, un libro en rústica cuyas páginas han amarilleado con los años había sido: “La palabra amor no estuvo asociada al nombre de Dios hasta después de Cristo”. Un autor que había guardado un silencio de veinte años y que había soñado escribir frases con el rigor de un geómetra había reservado su último aliento para celebrar el encuentro entre el amor y lo divino. A pesar de la insistencia de su mujer, una devota católica, había renunciado confesarse, pues carecía de fe en lo sobrenatural, pero nunca había dejado de admirar el eros no concupiscente, quizás como la expresión más perfecta de la fuerza creadora del universo. Su insistencia en manifestar que no era un filósofo y que la historia de la filosofía era un parloteo estéril, exceptuando a figuras como Descartes y Spinoza, nunca impidió que su pensamiento fluyera con la perspicacia de un Bergson o un Walter Benjamin. “Todo lo que cuenta está oculto”, escribió Valéry, nostálgico de esa mirada adánica donde la contemplación aún no se hallaba lastrada por los conceptos. Desde su punto de vista, esa mirada ya solo pervivía en el arte, que nace de un “estupor fecundo” y del anhelo de comunión con lo “otro”.

En “Inspiraciones mediterráneas”, Valéry señalaba que la filosofía nació al calor del mar, pues en él se encuentran los aspectos esenciales de la existencia: “luz y extensión, sosiego y ritmo, transparencias y profundidades…”. Gracias a esos elementos, brotó el saber filosófico, con su “claridad, hondura, extensión, medida…”. El mar seduce y alimenta al espíritu. A orillas del Mediterráneo, la ciencia aprendió a ir más allá de la praxis, el arte se desprendió de sus orígenes simbólicos, la literatura se diversificó en géneros y el pensamiento ensayó distintas rutas, engendrando las diferentes escuelas filosóficas. Imagino que aquellas reflexiones me impactaron. No solo porque las subrayé ¡ay, con tinta azul!, sino porque yo había pasado muchas horas a orillas del Mediterráneo, pensando que el mar es quizás la imagen que más se aproxima al infinito, pues su horizonte no es un límite insuperable, sino un tránsito. Aparentemente, hacia lo idéntico, pero en realidad hacia un nuevo comienzo. Valéry compartió esa intuición. En El cementerio marino, escribe:

¡El mar, el mar siempre recomenzado!

¡Qué regalo después de un pensamiento

Ver moroso la calma de los dioses!

Más adelante, Valéry añade:

La vida es vasta estando ebrio de ausencia,

y dulce el amargor, claro el espíritu.

Los muertos se hallan bien en esta tierra

cuyo misterio seca y los abriga.

Encima el Mediodía reposando

se piensa y a sí mismo se concilia…

Testa cabal, diadema irreprochable,

yo soy en tu interior secreto cambio.

La muerte, el “horror de la naturaleza” según Pascal, expande la vida, provocando con sus ausencias una ebriedad amarga, pero con la nitidez de lo inequívoco y definitivo. ¿Verdaderamente se hallan bien los muertos bajo la tierra? ¿Su descanso es el Mediodía de la vida, el equilibrio necesario para que se renueve el flujo de ser, aportando nuevas perspectivas? ¿Qué es el poeta, sino la conciencia del devenir, una efímera diadema de claridad que se extingue después de un fogonazo? En El cementerio marino, Valéry describe la muerte como “un seno maternal, un piadoso ardid”, pero al mismo tiempo exalta el Amor, que nos vivifica y nos hace volar como la flecha de Zenón de Elea, dejándonos suspendidos en la eternidad. La “carne azul” del mar es un túmulo de silencio, pero nos anima a alzar el vuelo e “intentar vivir”, como esas olas que agitan el lecho del océano e hinchan los foques. No todo es polvo, no todo es muerte, no todo es silencio. Ahora que releo El cementerio marino, me pregunto si es posible una interpretación fiel o si interpretar es en sí mismo un acto creador que añade nuevos estratos al texto. En Anfión, Valéry afirma que “aun en las obras más ligeras, hay que pensar en la duración, en la memoria, es decir, en la forma, como los constructores de agujas y de torres piensan en la estructura”. La forma es la savia de la obra de arte, su pasaporte hacia la eternidad, la columna que sostiene su entramado. Como Semíramis, el artista sueña con ser tan grande como un reino forjado no ya con materia, sino con espíritu imperecedero.

Valéry no se expresa como un cristiano, sino como un pitagórico que cree la inmortalidad de los números y las formas geométricas. No pretende hacer platonismo para el pueblo, sino crear un nuevo linaje de artistas, donde la inteligencia reemplace a la inspiración y la filosofía no sea especulación, sino aritmética. Después de terminar de releer mi ejemplar de El cementerio marino, llegué a la conclusión de que Valéry era un racionalista frío y metódico, pero con la sensibilidad necesaria para convertir sus deducciones en poemas y prosas de indudable belleza. Quizás belleza algo académica y declamatoria, pero con esa dosis de sinceridad e incertidumbre que siempre planea sobre los poetas, insinuándoles que solo han conseguido su objetivo a medias. No me parecen justas las palabras de Nathalie Sarraute, que en enero de 1947 ataca la poesía de Valéry en Les Temps Modernes, afirmando que desprende “ese viejo olor agrio de trapo húmedo y tiza”. Rilke se emocionó al descubrir la poesía de Valéry. En 1921, escribe a André Gide y comenta: “Qué alegría sublime descubrir una obra erigida, como una ciudad que uno no ha visto construir, y que ya se había integrado en el paisaje invisible de la mente como si estuviera allí desde siempre”. Rilke traduce al alemán dieciséis poemas de Valéry y, en una carta a una amiga, confiesa: “Estaba solo, esperaba, todo mi corazón esperaba. Un día, leí a Valéry. Supe que mi espera había terminado”.

Aparqué a Paul Valéry durante años, pero nunca me olvidé de las palabras que escribió Jorge Luis Borges sobre su obra: “En un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”. Al volver a Valéry, he descubierto que su literatura va más allá. No solo hay orden y equilibrio, sino también una pasión tardía que introduce en su obra una reflexión autocrítica, confirmando que los buenos escritores siempre albergan un sincero inconformismo, lo cual alimenta su creatividad hasta su último instante de vida.

2. La calma de los dioses

Ediciones del Subsuelo, una editorial que no cesa de añadir joyas a su catálogo, acaba de publicar Valéry. Tratar de vivir, la biografía de Benoît Peeters (excelentemente traducida por Mateo Pierre Avit), que nos exime del dato erudito y a veces innecesario, centrándose más bien en la comprensión del autor y su obra. Con muy buen criterio, inicia su marcha con una entrañable anécdota. El 7 de abril de 1942, en París, la joven judía Hélène Berr, se acercó al 40 de la rue de Villejust para recoger un ejemplar firmado de un libro de Valéry. La dedicatoria desprendía sensibilidad y delicadeza: “Ejemplar de la señorita Hélène Berr. Al despertar, tan suave la luz y tan hermoso este azul vivo”. Hélène escribió en su Diario que las palabras del poeta le produjeron una enorme alegría “y la impresión de que en el fondo lo extraordinario era lo real”.

Benoît Peeters traza un retrato de Valéry que cuestiona el mito del autor frío y cerebral. Nos recuerda que unas semanas antes de morir, escribe: “Creo concebir como nadie lo ha hecho el papel extraordinario que el amor absoluto puede desempeñar en las creaciones de la mente. […] Esta alianza admirable fue mi única ambición en este mundo”. Roland Barthes sostenía que la poesía de Valéry había pasado de moda. Benoît Peeters admite que ese juicio tal vez no es desatinado y prefiere subrayar el mérito de su prosa. Obras como La velada en casa del señor Teste o Introducción al método de Leonardo da Vinci conservan intacto su lirismo y nos ayudan a contemplar la realidad con la mirada de un pintor que ha logrado una perfecta síntesis entre intuición y conocimiento objetivo, inspiración y método. La prosa crítica de la madurez, la de Variedad, de Degas, danza, dibujo y de Miradas al mundo actual evoca la claridad y distinción de un Descartes que ha pulido su estilo leyendo a Stendhal y los filósofos del siglo XVIII. Es una prosa que cree en el “poder del pensamiento” y sufre “extrañamente de ser, y no ser”. No es estrictamente cartesiana, pues el pensamiento no precede a la existencia. La vida posee una fuerza que desborda al intelecto.

Valéry no escribió novela, pero poseía el talento del retrato. Sus semblanzas son admirables y sabe captar lo esencial de cada ser humano, como cuando describe la mirada de Huysmans como “una catarata gris de fríos destellos”. Aunque insiste en que no es un filósofo, “La conquista de la ubicuidad”, un artículo aparecido en 1928 prefigura las tesis de Walter Benjamin en “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” (1935). Valéry pronostica un porvenir no muy lejano donde “las obras adquirirán una especie de ubicuidad. Su presencia inmediata o su restitución en cualquier momento obedecerán a una llamada nuestra. Ya no estarán solo en sí mismas, sino que comparecerán allí en donde haya alguien y un aparato”.

Benoît Peeters destaca la trascendencia de los Cuadernos, pero advierte que sus 27.000 páginas son casi inmanejables. Desde 1894 hasta 1945, Valéry aprovechó los amaneceres para escribir reflexiones e impresiones, convencido de que “ser es ser disciplinado”. Siempre se levantaba a la misma hora: las cinco de la mañana. Nunca alteró esa rutina. Los Cuadernos contienen aforismos, teorías matemáticas, breves ensayos sobre arte, estética y filosofía, dibujos, poemas en prosa, apuntes biográficos, observaciones sobre política, sociología y psicología e incluso un lenguaje cifrado para divagar sobre el erotismo. Son muchos los que han destacado su agudeza. Valéry sostenía que lo mejor de su obra se hallaba en su correspondencia con su amante Catherine Pozzi, pero esta destruyó las casi mil cartas, fotos y dibujos que le había enviado durante su tormentosa relación. “Es de lamentar ese inmenso auto de fe”, admite Benoît Peeters.

¿Quién fue realmente Paul Valéry? Nació en Sète el 30 de octubre 1871. Quiso ser marino. Como Flaubert, fue mal estudiante de niño y solo apreció en sus maestros y condiscípulos “una insufrible  mezcla de estupidez e insensibilidad”. Siempre vivió en un estado de ensoñación: “estoy ebrio de belleza de las cosas del mar, y me esfuerzo por asir su hermosura arriesgada y triunfal”. No fue un hombre elocuente y su dicción era defectuosa. Amigo de Pierre Louys, Huysmans, Marcel Schwob y André Gide, encontró en Mallarmé a un maestro y su muerte le dejó una sensación de orfandad más profunda que la pérdida de su propio padre, con el que nunca se entendió. Su otro maestro fue Poe, al que le atribuyó el poder de realizar una insuperable “síntesis de los vértigos”. La noche del 4 al 5 de octubre sufrió una crisis que se conoce como la “Noche de Génova”. Como escribió el sacerdote y crítico literario Charles Moeller, “la noche de Valéry no fue ni de amor humano ni de amor divino; ni siquiera sentimiento de presencia de cualquier clase: fue espanto, descubrimiento de la vanidad radical de toda su vida anterior. Noche mística, pero bajo el signo de la nada”. Valéry juró separarse de todos los ídolos ante los que se había inclinado hasta entonces: el amor, la literatura, la religión, la emotividad. Solo se quedaría con el intelecto. Durante veinte años, interrumpió su incipiente trabajo como poeta y se limitó a escribir en sus Cuadernos, sin intención de sacar a la luz sus meditaciones.

Estudió Derecho con desgana y, durante un tiempo, trabajó en el Ministerio de Guerra. Viajó a Londres para traducir textos de carácter político. Pensó en suicidarse, abatido por no saber qué hacer con su vida. En 1900 consiguió un puesto como secretario de Édouard Lébey, director de Havas, la agencia de prensa más antigua del mundo. Enfermo de Parkinson, Lébey le convirtió en su hombre de confianza y casi su enfermero. Ese mismo año, se casó con Jeannie Gobillard, una mujer de salud frágil y con un lejano parentesco con el pintor Edouard Manet. Con ella, engendró tres hijos y disfrutó de una convivencia tranquila. Aunque de joven había declarado que su patria eran sus ideas y sus sueños, se alineó contra los defensores de Dreyfus, un capitán de origen judío-alsaciano condenado injustamente por alta traición. No le pareció importante averiguar su culpabilidad o inocencia. Pensó que estaba en juego el prestigio del ejército y de la nación y que los defensores de Dreyfus, encabezados por Zola, conspiraban contra las viejas tradiciones, debilitando al Estado. Fue el momento más oscuro de su trayectoria. Sin embargo, años más tarde se mostró crítico con la Francia de Vichy y desafió a los alemanes, hablando en el sepelio de Bergson con palabras cargadas de elogio y afecto. Años atrás, había escrito a Einstein, manifestándole su indignación porque los nazis le hubieran despojado de su cátedra, obligándolo a exiliarse. Valéry fue un europeísta convencido. Le gustaba repetir que Europa solo sobreviviría unida y en paz, gozando de libertades democráticas. Si no se materializaba ese objetivo, algún día desaparecería como otras civilizaciones del pasado.

En 1917, Valéry reunió y publicó sus poemas casi todos aparecidos en los años anteriores en revistas literarias en La joven Parca. No lo habría hecho sin la insistencia de sus amigos. El poemario obtuvo un enorme éxito y Valéry conoció por fin la gloria. En 1920 publica El cementerio marino y su fama se consolida. Los críticos afirman que es el mayor poeta de Francia. En 1925 es elegido miembro de la Academia Francesa. Entre 1938 y 1945, mantuvo un idilio secreto con Jeanne Loviton, una abogada y escritora treinta y dos años más joven. Su relación le inspira una colección de poemas que titula Corona & Coronilla, que se publicará póstumamente. El corazón comienza a imponerse sobre el intelecto, “más fuerte que todo, que el espíritu, que la organización. Es un hecho. El más oscuro de los hechos. Más fuerte, pues, que el querer vivir y el querer comprender es este bendito C”. Michel Jarrety, autor de una monumental biografía sobre Valéry, atribuye su muerte al abandono de su amante, que lo deja para casarse con el editor Robert Denoël. El 20 de julio de 1945 se apaga su vida, “dos semanas antes de Hiroshima y unos meses después de la liberación de Auschwitz: dos acontecimientos impensables para él escribe Benoît Peeters. La ‘política del espíritu’, en la que tanto creyó, parece pertenecer a un pasado lejano. Y hace tiempo que ‘el mundo actual’ ya no es el suyo”. El presidente Charles De Gaulle ordena unos funerales nacionales. El poeta será enterrado en Sète, en el cementerio marino que ha quedado asociado a su memoria. Su epitafio es un luminoso aforismo que refleja su itinerario vital e intelectual: “La recompensa por haber pensado es una larga mirada sobre la calma de los dioses”. Entre sus papeles póstumos, nos deja un Fausto que se presenta como un alegato a favor de la finitud, pero al mismo tiempo como un canto al espíritu, con su carga de amor y ternura, dos virtudes que rescatan al ser humano del caos. No está de más repetir la última frase de sus Cuadernos: “La palabra amor no estuvo asociada al nombre de Dios hasta después de Cristo”. ¿Se preparaba Valéry para abrirse a la trascendencia, quizás tras descubrir que el corazón puede —y debe reinar sobre el intelecto? ¿Ya no pensaba que la lógica era lo único seguro y verdadero?

De joven, Valéry me pareció frío, cartesiano, mucho menos interesante que Charles Péguy, Bergson o Pascal. Saber que asociaban su pensamiento al de Wittgenstein me causó cierta perplejidad. Por entonces, yo era un estudiante de filosofía y no apreciaba demasiado al primer Wittgenstein. Me interesaba más el segundo, el que se adentró tímidamente en el terreno de lo místico, casi como una especie de Viernes que pisa una playa desconocida y no sabe muy bien qué le espera. Valéry, con su afán por la exactitud, parecía más próximo al Círculo de Viena, que fantaseaba con destruir la metafísica mediante el lenguaje implacable y simplista de la lógica formal. La lógica siempre me pareció un juego banal, un lenguaje incapaz de explicar lo esencial: el bien, la belleza, la verdad, que no es una fórmula, sino un misterio que adviene anárquicamente a nuestra mente. Valéry pensaba que no era posible crear sin comprender, pero al final de su vida empezó a vislumbrar que la escritura solo alcanza altura con el amor, otra forma de comprender, más intuitiva y no por eso menos precisa. 150 años después de su nacimiento el azar me ha devuelto a su obra. Mi oficio como crítico literario me ha impuesto bucear en sus libros y ya no he advertido en ellos el frío de la perfección formal, sino la ligereza del pájaro ebrio de luz.

@Rafael_Narbona