El mercado editorial está inundado de novelas que comulgan servilmente con el paradigma de la corrección política. Historias de jóvenes que luchan para que se acepte su identidad LGTBI, de mujeres insatisfechas que se reinventan a la mediana edad, de heroicos luchadores antifranquistas que intentan restaurar el viento utópico de las milicias revolucionarias. Este nuevo paradigma –bueno, no tan nuevo, pues ha surgido de las cenizas del Mayo del 68 y del Festival de Woodstock del 69- no se limita a desplegar sus banderas, adornadas con los rostros de Foucault, Deleuze o Derrida, sino que además ha elaborado un Index librorum prohibitorum (Índice de libros prohibidos), animado por el anhelo de enviar al olvido a las obras que atentan contra sus valores. Imagino que les gustaría más arrojarlas al fuego, como ya se ha hecho con libros de Tintín y Astérix, pero corren otros tiempos y las guerras ideológicas se resuelven de una forma menos cruenta. Parece suficiente difamar, ignorar, marginar. Frente al dogma de lo progresista e inclusivo, que no respeta la autonomía del lenguaje artístico, reivindico el derecho de la literatura a explorar todos los aspectos de la realidad, sin plegarse a consignas ideológicas.
Las grandes obras de la literatura suelen poseer un inequívoco fondo moral. Pienso en el Quijote, Guerra y Paz, El idiota, pero hay otros libros con un extraordinario mérito artístico que nos adentran en esa penumbra donde se agitan las pasiones menos nobles. O que nos muestran ese otro lado de la historia que ha quedado proscrito o no queremos ver. En esa categoría se incluyen Lolita, de Vladimir Nabokov, Tempestades de acero, de Ernst Jünger o Madrid, de corte a checa, de Agustín de Foxá.
Lolita es una novela especialmente cuestionada en la época del #MeToo, cuando la lucha contra los abusos sexuales –totalmente justificada- se ha transformado en una nueva caza de brujas. Se han destruido carreras y reputaciones, muchas veces violando la presunción de inocencia, pues se consideraba suficiente prueba un testimonio individual no contrastado sobre algo que sucedió décadas atrás. La protección jurídica de los menores no puede ocultar que la infancia –y, menos aún, la adolescencia- no es el terreno de la inocencia. Los niños y los adolescentes pueden ser muy crueles e incluso perversos. ¿Recuerdan La calumnia, la magistral película de William Wyler, donde una niña acusa falsamente a dos maestras de ser amantes en los Estados Unidos de la década de los sesenta? Incapaz de soportar la reprobación social, una de ellas –interpretada por Shirley MacLaine- se suicida y la otra –Audrey Hepburn- queda emocionalmente destrozada.
Al igual que la niña que arruina la vida de las maestras, Lolita Haze, la nínfula de Nabokov, no es una pobre niña, sino una criatura amoral y manipuladora. No es creíble como una niña de once años, la edad que se le asigna. Más bien parece una de esas adolescentes adictas al chicle, los caprichos absurdos y los juegos peligrosos. No es vilmente seducida por Humbert. En el plano físico, es ella quien toma la iniciativa después de narrar su iniciación sexual en un campamento de verano. No llora por la noche, atormentada por el abuso sexual, como apuntó una escritora. Al revés, vive la situación con indiferencia y cuando se cansa de Humbert, se marcha con otro adulto, Clare Quilty, del que se enamora perdidamente. Acabará casándose por interés con un joven bobo, medio sordo e inmaduro, al que oculta su pasado.
Una niña de once años no es capaz de comportarse de ese modo, pero una adolescente sí y eso es lo que perturba al lector contemporáneo. Se rompe esa imagen pueril de una etapa de la vida donde el sentido moral es sumamente precario. Aparecida en 1955, Lolita no es una historia ejemplar, pero sí una historia valiente, que nos muestra con una prosa exquisita y lírica los abismos por los que se precipita el ser humano cuando se deja llevar por pasiones turbias e irracionales.
Publicada en 1920, Tempestades de acero, de Ernst Jünger, es otra obra notablemente incorrecta. No es una novela, sino una evocación de la experiencia del autor en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. Escrita a los veinticuatro años, no esconde el entusiasmo bélico del joven Jünger, que falsifica su edad para alistarse y ser enviado a una unidad de asalto. Conviene recordar que en esas fechas partir al frente se consideraba una aventura. Cuando dos países se declaraban la guerra, se congregaban multitudes en plazas y avenidas para celebrarlo. El pacifismo solo comenzó a calar en la sociedad después de los relatos de los soldados que volvían de las trincheras, a veces con el rostro gravemente desfigurado o terribles amputaciones.
Jünger es un joven de su tiempo. Su libro comienza con un tono épico y festivo que hoy nos sobrecoge: “La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era rocío”. Frente a la apatía de la vida civil, incapaz de aportar “cosas grandes, fuertes, espléndidas”, el silbido de las balas ofrecía la posibilidad de imitar a los héroes de la Ilíada, escapando de la mediocridad. Jünger admite que la visión del enemigo muerto le provoca “una alegría salvaje”. Habla de una de sus heridas con la misma impiedad. Cuando una bala le perfora el pecho y siente que sus días se acaban, lejos de experimentar miedo o aflicción, saborea una inesperada dicha: “Aunque parezca extraño, fue aquél uno de los poquísimos instantes de los que puedo decir que han sido felices de verdad. En el capté la estructura interna de la vida, como si un relámpago la iluminase. Noté un asombro incrédulo, el asombro de que precisamente allí fuera a acabar mi vida; pero era un asombro lleno de alegría”.
Jünger celebra la camaradería, el coraje, el aliento épico de las batallas, las imágenes alucinantes del frente, con el cielo iluminado por los incendios y las explosiones. Es un mundo exclusivamente masculino. La mujer no aparece ni como referencia lejana. Se mata al enemigo, pero no se le desprecia y se acepta la propia muerte como un lance más. Al igual que Nabokov, Jünger posee una prosa poética, con imágenes poderosas y metáforas de gran originalidad. No banaliza la guerra. Solo la contempla desde otra perspectiva. Tempestades de acero no es un canto a la violencia, sino a la libertad de vivir sin miedo al peligro. Es un vástago de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, pero con la salvedad de que honra al soldado derrotado. La obra de Jünger está muy lejos de la sensibilidad contemporánea, pero nos ayuda a comprender un aspecto de la historia que aún no ha desaparecido. La guerra sigue alterando la vida de millones de personas y la literatura no puede pasar por alto su crueldad y estridencia. Tampoco puede evitar ser hija de su época.
Agustín de Foxá escribió Madrid, de corte a checa, en 1937 y la publicó en 1938. Es una novela que describe la Guerra Civil desde la perspectiva del bando franquista. Su prosa está a la altura de Valle-Inclán y Gómez de la Serna: “Pasó un criado con un vaso de agua, donde un azucarillo de color miel tostada se derretía con contoneo de iceberg”. Su ingenio es arrollador: “La culpa de la caída de Dios en la conciencia de los hombres la tuvo la astronomía, porque la Tierra perdió su jerarquía medieval de superficie plana y ya no era posible aplicar el Génesis”. Estas cualidades conviven con una perspectiva profundamente reaccionaria. Los defensores de la Segunda República son “una turbamulta de grandes fracasados, enfermizos intelectuales de sexualidad mal definida” y el pueblo dispuesto a defenderla, “una masa sucia, gris, gesticulante, […] lobos de los arrabales”.
Son palabras injustas y arbitrarias, pero no más que las escritas desde el otro lado, incitando al odio de clase y la venganza. Y no me refiero a los escritores que apoyaron a la Segunda República, sino a los que en las últimas décadas se han dedicado a negar o ignorar el terror de la retaguardia republicana, burlándose incluso del sufrimiento de las víctimas. Madrid, de corte a checa nos muestra el punto de vista de ese sector de la sociedad española apegada a la tradición que reivindicaba los valores católicos y monárquicos, pues creía que el crisol de España –y no se equivocaba- había sido la Iglesia y el trono.
Lo políticamente correcto, que ha adquirido rango de movimiento ideológico con el pensamiento woke, podría matar la literatura. De momento, no cesa de inspirar obras deleznables, mientras pone bajo sospecha a grandes clásicos. ¿Es posible revertir este fenómeno? No lo sé. Sin embargo, pienso que hay que resistir. ¿Cómo? Leyendo las novelas que he comentado y otras similares. La civilización no se salvará por un puñado de soldados, como creía Spengler, sino por un puñado de lectores que abrirá y recorrerá sin miedo los libros que otros pretenden silenciar.