La perspectiva de morir no es agradable, pero como no es posible eludirla, constituiría un consuelo poder elegir el modo de pasar ese trance. Morirse de risa leyendo una historieta de Mortadelo y Filemón me parece mucho más atractivo que dejar este mundo por culpa de un accidente cardiovascular o un insidioso cáncer. La risa es quizás lo más saludable que ha inventado el ser humano y uno de los rasgos distintivos de nuestra especie. No está claro si los animales poseen sentido del humor –que son divertidos es innegable–, pero el ingenio, el disparate y el chiste parecen exclusivamente humanos.
Mortadelo y Filemón, una genial creación del gran Francisco Ibáñez, es una de las grandes aportaciones del tebeo español al derecho universal a la felicidad. Mi vida habría sido indudablemente peor sin los agentes de la T.I.A. Gracias a ellos, he podido finalizar días repletos de sinsabores con una sonrisa en la boca. Creo que son mucho más eficaces para combatir el desánimo que cualquier psicofármaco y no tienen efectos secundarios, salvo un ligero dolor de mandíbula o estómago por las incontenibles carcajadas.
No recuerdo cuándo cayó en mis manos la primera aventura de Mortadelo y Filemón, pero sí que su aparición representaba un verdadero acontecimiento en mi rutina infantil, marcada por el tedio de las ecuaciones, los análisis sintácticos y los accidentes geográficos. Especulo que conocí a las criaturas de Ibáñez en Pulgarcito o Tío Vivo, cuando los tebeos acudían semanalmente a los quioscos de prensa, proporcionando a los niños una admirable combinación de humor, aventura y pedagogía. He olvidado casi todo lo que aprendí en los manuales de texto de la escuela, pero conservo un recuerdo muy preciso de las peripecias del capitán Trueno, el Jabato o Rompetechos.
Me permitieron evadirme de la atmósfera asfixiante del franquismo, que en las aulas se manifestaba con malos tratos físicos y psíquicos. Desde el primer momento, sentí una enorme simpatía por Mortadelo y Filemón. Desprovistos de toda cualidad, sus éxitos siempre se debían al azar o a cómicos malentendidos. En sus inicios fueron una versión paródica de Sherlock Holmes y Watson, pero al cabo del tiempo se convirtieron en una caricatura de James Bond, al igual que Anacleto, agente secreto, un delicioso y tronchante personaje del historietista Manuel Vázquez Gallego. ¡Cuánto talento había esos años, tristemente menospreciado por los que se quemaban las pestañas leyendo áridos tratados de filosofía marxista o escolástica!
A diferencia de Tintín, una figura ejemplar que exaltaba valores como la amistad, el sacrificio o la lealtad, Mortadelo y Filemón, dos antihéroes, solo promovían la risa y el absurdo, lo cual no impedía que retrataran indirectamente las miserias de una época putrefacta. No eran valientes ni perspicaces. Su mayor ambición era hacerse ricos con la lotería y poder defenestrar al superintendente Vicente, un individuo estólido y con muy mala leche.
Tintín, el capitán Haddock y Silvestre Tornasol estaban dispuestos a inmolar sus vidas por una causa justa o por salvar a un amigo. En cambio, Mortadelo y Filemón se pisoteaban mutuamente para huir del peligro y no les causaba problemas utilizar al otro como parapeto para protegerse de la embestida de un toro o una ráfaga de ametralladora. No eran unos canallas, sino dos tipos corrientes que se metían constantemente en líos.
No me gustaría marcharme sin haber presenciado cómo se le concedía a Ibáñez el Princesa de Asturias
En sus inicios, Filemón fue jefe de una agencia de detectives. Su aspecto distaba mucho de su apariencia definitiva: sombrero, pipa, americana y algo de pelo en la coronilla. Mortadelo, con un paraguas y un sombrero de copa redondeado en la punta, también exhibía una imagen diferente. Ambos eran dos incompetentes sin remedio, pero la suerte les acompañaba en muchas ocasiones. Filemón, con sus dos pelos y su pajarita, es un hombre sin atributos. Su único diploma es un certificado de viruela.
En un número especial de Pulgarcito, conmemorando el cincuenta aniversario de la revista, Ibáñez nos contaba que los abuelos de Mortadelo y Filemón habían sido vecinos y no habían mantenido una relación especialmente cordial. El abuelo de Mortadelo era un vividor que recurría a las estafas y el latrocinio para mejorar su nivel de vida. Entre sus víctimas, se encontraba el abuelo de Filemón. Le robó un caballo y una aguamarina, y ya en la vejez, le entregó un bote de ácido sulfúrico a su nieto, asegurándole que se trataba de colonia. Filemón, por entonces un niño, roció la barba de su abuelo y le chamuscó el pelo, lo cual le costó una soberana paliza y ser desheredado. No sabemos mucho más de la historia de Filemón, salvo que vive con Mortadelo.
Quizás gracias al puritanismo de esos años se libraron de la sospecha de homosexualidad que siempre rodeó a Tintín y Haddock. Por otro lado, la aparición tardía de Ofelia, una secretaria escasamente agraciada que trabaja para la T.I.A, podría haber propiciado la acusación de misoginia, pues se trata de una mujer de fuerte carácter que acosa sin éxito a Mortadelo y Filemón, pero Ibáñez tuvo más suerte que Hergé, cuestionado por limitar la presencia femenina a la soprano Bianca Castafiore, temperamental, dominante y narcisista. Afortunadamente, la cultura de la cancelación aún no la ha tomado con los personajes más famosos del tebeo español.
Mortadelo no siempre fue calvo y con un anticuado traje negro con lazo. De joven, lucía una melena parecida a la de Camilo Sesto, trajes de colores y corbatas de fantasía. Tenía el aspecto de un galán de los setenta, una especie de Máximo Valverde pero con gafas de miope. Asistente del doctor Bacterio, aceptó probar uno de sus inventos, una loción para prevenir la caída del cabello. La fórmula produjo el efecto inverso, dejándolo calvo. Mortadelo nunca se lo perdonará y, como no será la única calamidad que sufrirá por su causa, muchas veces lo perseguirá para ajustar cuentas, amenazándole con un garrote prehistórico, una espada medieval o un lanzagranadas.
Ibáñez explota el slapstick, ese humor cruento del cine mudo donde los protagonistas soportan toda clase de violencia física, pero sin sufrir ningún daño. Maestro del disfraz, Mortadelo solo necesita dos segundos para camuflarse, transformándose en un pulpo, un enfermero, una momia, un sioux o un avestruz. No son meros disfraces, sino máscaras que expresan su estado de ánimo. Al revés que los héroes Marvel, Mortadelo es delgado, enclenque y cobarde. Gracias a una pócima del doctor Bacterio, adquirirá una fuerza descomunal. Disfrazado de Superman, realizará unas cuantas hazañas, pero sus poderes se desvanecerán enseguida. Su destino es ser un hombre común, como los personajes de Harold Lloyd, Buster Keaton o Chaplin. No es particularmente sentimental, pero es imposible no experimentar ternura al contemplar su aspecto anacrónico y reparar en su condición de eterno perdedor.
En los años ochenta dejé de leer a Mortadelo y Filemón. Enfrascado en la carrera de filosofía, consagré mi tiempo a Foucault, Deleuze, Derrida y otros mandarines de la época. Ahora lo lamento, pero ya se sabe que cuando uno es joven se hacen muchas tonterías. Posteriormente, me enteré de que la serie se había modernizado, incorporando a personajes como la bella Irma, una explosiva agente, y se había completado la historia familiar de los protagonistas, presentando a los padres de Filemón y a la abuela de Mortadelo.
También se recurrió a los cameos, introduciendo a líderes políticos, deportistas famosos, aristócratas y presentadores de televisión. Además, se homenajeó al cine (¡Silencio, se rueda!) y se ensayaron parodias de los clásicos literarios, con álbumes inspirados en 20.000 leguas de viaje submarino y el Quijote (Mortadelo de la Mancha). Imitando a Hitchcock, Ibáñez apareció en algunas viñetas, sembrando el desconcierto de Mortadelo y Filemón, a los que les sonaba mucho su cara pero sin saber de qué.
No sé qué me reserva el destino, pero me gustaría acabar mis días a carcajadas, leyendo por enésima vez El sulfato atómico o Valor… ¡y al toro!, mis dos álbumes favoritos. No se me ocurre mejor final. Morirse de risa es un magnífico broche de oro, especialmente en un tiempo donde los tontos mandan. Eso sí, no me gustaría marcharme sin haber presenciado cómo se le concedía a Ibáñez el Princesa de Asturias. España suele ser ingrata con sus genios. Espero que esta vez haga una excepción.